JOAN PAU INAREJOS, febrero 2004
Les aseguro que no hay nada tan aburrido como trabajar en una biblioteca. Y a mí me tocó: llámenle mala suerte. No tenía mucho donde elegir, y como tengo unos papeles que certifican que soy de letras, así es como entré. Sin más.
Pero, como les digo, es un oficio enormemente aburrido. Nunca hablas con nadie y te dedicas ordenar y apelotonar. Así que un buen día me escondí tras unas estanterías y me puse a leer. Sí sí, como lo oyen. Leí a un escritor de nombre Carlos, que decía que el trabajo es explotación y que vamos hacia la revolución.
Como no había apenas gente en la biblioteca y el jefe estaba dormido, me pasé toda la tarde muy interesado con aquel tema y devoré un libro del tamaño de un baúl que hablaba del capital y la explotación y algunas cosas más por el estilo. Subrayé muchos párrafos con el lápiz, y dejé el libro doblado por una página que decía: “el trabajo aliena”.
A las nueve salí muy preocupado de la biblioteca, meditando muchas cosas que no había entendido. Antes de irme desperté al jefe, cosa que, por cierto, pareció molestarle mucho. Ya que estaba, le consulté su opinión sobre el tema: algo más que yo sabría. Le pregunté si a él le constaba que yo estuviese explotado o alienado. El jefe me espetó tres gritos y me insultó a voces durante cinco minutos (siempre llevo el reloj en el trabajo). No se lo reprocho: debe de irritar que te saquen de la siesta.
Al día siguiente me escondí en otra estantería y cogí otro libro. Esta vez el escritor se llamaba Sigmundo, no recuerdo el apellido así que por favor discúlpenme. Aquel libro me inquietó de verdad: todos nosotros, decía, hemos querido acostarnos con nuestras madres cuando teníamos cuatro años. No estaba preparado para un hallazgo así, de modo que abrí bien los ojos y atendí a todas las explicaciones del tal Sigmundo. Las páginas finales me dejaron atónito, porque decían ni más ni menos que había que “matar al padre”.
Quizá estaba leyendo más de la cuenta. Pero no quise dejar pasar el día sin aclararlo: los que somos de letras nos empeñamos en entenderlo todo. Así que tomé el libro prestado y lo llevé a casa para discutirlo con mis padres. A la la hora que llegué ya estaban durmiendo, así que que tuve que despertarlos: el asunto era importante.
Di la luz, hojeé el libro y les estuve leyéndoles las frases que había subrayado. Mi padre, que es algo colérico, enrojeció como una guindilla y me echó del cuarto a patadas. Tras la puerta oí a mi madre decir que maldita la hora en la que me sacaron del orfanato o así. Pensé sinceramente que no había para tanto.
El tercer día de la semana entré en la biblioteca dispuesto a devolver el libro, pero el jefe roncaba. Así que me fui a rebuscar en otra estantería. Había allí libros extrañísimos, firmados por un señor de nombre Federico: soy fatal para los apellidos, no me lo tengan en cuenta. Aquel escritor me asombró más que ninguno. Decía, en otras palabras que ahora no recuerdo, que los actos de compasión los hacen los débiles, los esclavos o algo parecido.
Antes de llegar a casa vi a una anciana dando limosna a un ciego, y pensé para mis adentros: ésta es la mía. Me acerqué a la señora y le pregunté “si era consciente de su hipocresía”, y de que su caridad “envolvía un sentimiento de rencor contra la vida”.
La mujer no parecía comprender nada. Probablemente no era muy leída, o quizá era sorda: a esta edad es muy normal. Pensó que yo era un atracador y a punto estuvo de entregarme el bolso. El perro del ciego se me lanzó encima y se puso a monderme la pantorrilla. Pedí disculpas a la anciana y me marché dándo las buenas noches.
En mi casa el horno no estaba para bollos, así que di la vuelta y me fui a un bar de copas. Delante de la barra, la cabeza me empezó a dar vueltas. Una chica llena de chinchetas en la cara me dijo que me invitaba a lo que quisiera. No la conocía de nada, y a primera vista no me pareció “alienada”, “reprimida” o “resentida”. Tomamos unas cañas y bailamos un rato, aunque a mí aún me dolía la pierna. Maldito perro.
JOAN PAU INAREJOS, febrero 2004