Jadeando aún por el sobresalto, corriendo a toda prisa, el paisaje se me volvió a transformar y aparecí, diminuto como un insecto, en la habitación de una mujer. Mi anfitriona salía del baño. Se secó el cabello con una toalla y se tumbó desnuda en la cama. Me asusté al verla, pero enseguida pensé en todas las fábulas sobre los hombres invisibles y eso me dio un gozo tranquilo, como el que se siente ante un gran acuario. Trepé por su pierna, seguí por el brazo y vi que estaba tomando una copa. El licor era denso y dorado. Bajé de su mano de un salto, anduve por la mesita de noche, aparté esforzadamente un despertador y entonces vi una botella esbelta que guardaba algo dentro del líquido. Me pareció ver una mitra y, en efecto, medio tapado por la etiqueta había un obispo, algo más grande que yo, perfectamente embotellado y algo arrugado por la humedad.
07 enero 2006
Tres visiones femeninas
UNA: LA JOVEN Y LA SERPIENTE
El licor me llevó a un paisaje marítimo, amaneciendo en un pueblo de pescadores. En la playa, créanme, había una chica prisionera de si misma. Su cuerpo era una especie de malla, un capullo de seda en el que la pobrecita se agitaba y se revolvía. No tenía brazos, o bien los tenía cruelmente tejidos y ocultos dentro de aquel cuerpo de red. Debo aclarar que no era un monstruo ni un gusano gigante. Al contrario. Pese a todo, era una joven hermosa y, desde donde yo podía ver, lucía unos ojos azules enormes y arrebatadores. La chica prisionera de si misma miraba hacia el mar y el viento le dibujaba trenzas crepitantes. Escondido tras las rocas, me atormentaba pensar que quizá era una sirena a medio hacer, desechada por un Neptuno apresurado o vaya usted a saber por quién. Deseaba irme, pero no pude reprimir una última mirada. La joven sin brazos abrió dos ojos como dos ventanas e intentó con desespero huir a rastras por la arena: una serpiente, larga y escamosa, se paseaba a su vera y la rodeaba sigilosamente. Lancé un grito de horror. La serpiente levantó su cuello. Se volvió hacia mí. Su cabeza era un cráneo desnudo, coronado con cuernos de macho cabrío.
DOS: LA GIGANTAJadeando aún por el sobresalto, corriendo a toda prisa, el paisaje se me volvió a transformar y aparecí, diminuto como un insecto, en la habitación de una mujer. Mi anfitriona salía del baño. Se secó el cabello con una toalla y se tumbó desnuda en la cama. Me asusté al verla, pero enseguida pensé en todas las fábulas sobre los hombres invisibles y eso me dio un gozo tranquilo, como el que se siente ante un gran acuario. Trepé por su pierna, seguí por el brazo y vi que estaba tomando una copa. El licor era denso y dorado. Bajé de su mano de un salto, anduve por la mesita de noche, aparté esforzadamente un despertador y entonces vi una botella esbelta que guardaba algo dentro del líquido. Me pareció ver una mitra y, en efecto, medio tapado por la etiqueta había un obispo, algo más grande que yo, perfectamente embotellado y algo arrugado por la humedad.
Y TRES: EL VUELO DE LOS OJOS
Miré a la giganta y pensé en lo irreverente de sus gustos. Me sonrojé, lo recozco. Puede que el burbujeo del licor me hubiera llegado a la nariz, o quizá la pequeñez súbita hacía estragos en mi cerebro, pero al mirar hacia arriba, hacia el rostro de la joven impúdica, vi que sus ojos se multiplicaban, se borraban de la cara y volaban hacia el cabello, y ella se agitaba graciosamente como si le hicieran cosquillas. Me fui brincando hacia su vientre y le pisé el ombligo, pero no pareció molestarle. Quién sabe si ya me había descubierto, y me observaba como un nuevo juguete.
Joan Pau INAREJOS, 2006 / dibujos: Joan Pau Inarejos, 2004
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