25 diciembre 2007

Fenomenología del whisky

JOSÉ ANTONIO MARINA
“Que la felicidad dependa de tomarse en este momento un whisky nos hace sentir dolorosamente la tragicomedia de nuestra finitud”

Me he acostumbrado a tomar un whisky a última hora de la mañana. Me produce una ligera euforia y cierta elocuencia. Pero el médico me lo ha prohibido e intento seguir su recomendación. Cuando se acerca la hora, mientras estoy pensando en otra cosa, emerge en mi conciencia un embrión de deseo, algo así como una confusa imagen de lo agradable que sería tomarse un whisky. Aparece con fuerza la decisión de no hacerlo, pero, por desgracia, no elimina el deseo, sino que lo precisa y encandila. Intento seguir trabajando, mientras la impertinente idea continúa su labor y crece dentro de mí como un embarazo.

Sé que si dejo pasar el tiempo y llega la hora de la comida, el deseo desaparecerá o al menos será suplantado. Pero no quiero que desaparezca porque, de repente, la idea de no tomar whisky, el “nunca” de la prohibición, se me hace insoportable. Ese “nunca” que resuena en todas las decisiones de camio produce un estremecimiento trascendental. El resto de placeres y satisfacciones posibles empalidece.

Los filósofos escolásticos decían que cada objeto concreto es un representante falaz del bien plenario y perfecto, con el que puede confundirse. La tentación es siempre el timo de la estampita. El bien aparente suplanta al bien total, y de esa superchería recibe su fuerza. Estoy seguro de que no me importaría dejar de tomar el vaso de whisky, pero en este momento se está ventilando otra cosa: si renuncio o no a mi felicidad, y esto son palabras mayores. Ya sé que es ridícula esa alteración de todos los valores, pero así son las cosas.

Cuenta Zubiri en uno de sus libros que don Severino Aznar, ilustre sociólogo, piadoso cristiano y pertinaz fumador de puros, hacía la promesa de no fumar durante la Semana Santa. Y el último día aguardaba con el cigarro en la mano que fueran las doce de la noche, y se le oía quejarse amargamente: “Ay, Dios mío, ¡para qué vivir!”.

Que la felicidad dependa de tomarse en este momento un whisky –o un cigarrillo o un bombón, para el caso es lo mismo- nos hace sentir dolorosamente la tragicomedia de nuestra finitud. El generador de excusas comienza a proporcionarme razones para rebelarme. ¿Por qué no empezar mañana, que ya me habré hecho a la idea? ¿Y si fuera a otro médico? Necesito trabajr y a la vista está que el deseo me impide concentrarme, ha secuestrado mi conciencia.

JOSÉ ANTONIO MARINA: ‘ARQUITECTURAS DEL DESEO’ (2007)

22 diciembre 2007

Narrativas cotidianas

“Así es la naturaleza, una Shakespeare sin palabras, autora de dramas continuos y violentos, donde se entrelazan y chocan pulsiones poderosas y casi siempre incompatibles”

Los organismos –desde el perejil hasta el ser humano- son realidades abiertas, que necesitan interactuar continuamente con su entorno. Tienen que mantener un equilibrio bioquímico para sobrevivir, y para conseguirlo necesitan realizar actividades más o menos complejas. Al percebe le resulta más fácil que al leopardo. Breve animal travestido en planta, enraizado en la roca batida por las olas, no tiene que moverse para encontrar alimento, es nutrido por un mar maternal e incesante. Y si éste retira su salada ubre, el huérfano muere. Su trabajo es escaso, pero también lo son sus posibilidades. El leopardo, en cambio, sale a la aventura todas las mañanas para buscar su alimento y cazar, mientras la gacela lo hace para buscar alimentos y no ser cazada.

Así es la naturaleza, una Shakespeare sin palabras, autora de dramas continuos y violentos, donde se entrelazan y chocan pulsiones poderosas y casi siempre incompatibles. Cuanto más complejos son los organismos, más capaces son de sentir y de moverse, y más variados son sus entornos, lo que hace que el esquema de la acción se complique sin parar. Recordaré una vez más la advertencia de mi maestro, el gran neurólogo Sperry: el cerebro no es un órgano diseñado para conocer ni para alcanzar el cielo de las ideas platónicas. Está al servicio el estómago, del sexo y de las demás necesidades. Su finalidad es dirigir la conducta, para lo cual necesita, por supuesto, percibir, aprender, conocer, pero también muchas cosas más. Desear y emocionarse, por ejemplo. Otro de mis maestros, el filósofo Maurice Blondel, en sus ‘Lettres philosophiques’, dice lo mismo en otro tono: “El conocimiento no es un fin en sí mismo, ni un término final, sino un medio, una puesta a punto para obrar y por lo mismo para obtener más del ser”.

JOSÉ ANTONIO MARINA: ‘LAS ARQUITECTURAS DEL DESEO’ (2007)

El zapping deseante

Dice Lipovetsky: “La falta de atención de los alumnos es como la conciencia telespectadora, captada por todo y nada, excitada e indiferente a la vez”

La exaltación del capricho permite situar las dos últimas piezas de la adivinanza: el aumento de las adicciones y la falta de atención de los alumnos en les aulas. La proliferación de deseos crea personalidades caprichosas que soportan muy mal el aplazamiento de la satisfacción y la frustración. El marco del mercado opulento es adictivo, restringe la libertad, aunque al hacer posible la elección entre productos, enmascara esa reducción. Además, como señala Lipovetsky, la insistencia en el deseo y en la consumación del deseo, ese hedonismo ‘light’ que define nuestra cultura, y que identifica placer con diversión, desprestigia el esfuerzo.
Deleuze –uno de los creadores de la “filosofía del deseo”- definió al ser humano como un “haz de maquinitas deseantes”, plurales, inconexas y contradictorias. Éste el cliente ideal del mercado opulento. Nietzsche había indicado mucho antes que la “pluralidad y la desagregación de los impulsos, la falta de un sistema entre ellos, desemboca en una ‘voluntad débil’”. La ideología del deseo provoca un desmenuzamiento del Yo, un ‘zapping’ deseante. Lipovetsky comenta: “La falta de atención de los alumnos, de la que todos los profesores se quejan hoy, no es más que una de las formas de esa nueva conciencia ‘cool’ y desenvuelta, muy parecida a la conciencia telespectadora, captada por todo y nada, excitada e indiferente a la vez. El Yo ha sido pulverizado en tendencias parciales según el mismo proyecto de la desagregación que ha hecho estallar la sociabilidad en un conglomerado de moléculas personalizadas”. En la sociedad del capricho, la atención se vuelve caprichosa.
JOSÉ ANTONIO MARINA: ‘LAS ARQUITECTURAS DEL DESEO’ (2007)

12 diciembre 2007

Con la cabeza en las nubes

IMMA MONSÓ

“Tuvo que descender en paracaídas atravesando el vientre de la nube feroz; pudo explicar cómo su cuerpo se había hinchado y deshinchado”

Casi todas las expresiones que incluyen la palabra nube tienen connotaciones negativas. Si "una nube se cierne sobre el horizonte inmobiliario", ello significa que a los promotores les va a ir mal. Empleamos imágenes como "una nube de verano" para ilustrar un amor breve y superficial. "Tener la cabeza en las nubes" se aplica a aquel que en lugar de estar centrado en su trabajo da libre curso a sus pensamientos alados.

Esta última expresión, además de asociar las nubes a un déficit de atención, es engañosa: dudo mucho que a William Rankin, que tuvo la cabeza en el interior de un cumulonimbo, se le pusiera la cara de pasmarote que sugiere la expresión "tener la cabeza en las nubes" cuando, durante un vuelo rutinario en el verano de 1959, le falló el motor y tuvo que descender en paracaídas atravesando el vientre de la nube feroz. Sobrevivió y pudo explicar cómo su cuerpo se había hinchado y deshinchado, desgarrado por los vientos y los cambios de presión.

Sin embargo, como todo lo que tiene mala prensa, las nubes también tienen sus fanáticos y sus devotos. Yo misma, sin ir más lejos. Por eso me ha alegrado saber que existe la Sociedad de Observación de las Nubes, cuyo manifiesto reza así: "Nos comprometemos a luchar contra la obsesión por los cielos azules allá donde la encontremos". En dicho manifiesto, los amantes de las nubes se quejan amargamente de que la mayoría de las personas no se fijan en ellas, y si lo hacen, es sólo para verlas como un impedimento para "ese día perfecto de verano" o como una excusa para estar deprimido.

“En el cuadro de Correggio, la mortal Ío mantiene relaciones íntimas con un cúmulo oscuro y azulado; envuelve a Júpiter, que se oculta de su celosa mujer”

Estamos en pleno puente, y quizá no sea este el mejor momento para ensalzar los cielos inestables. Pero ocurre que nunca me he sentido en sintonía con sus detractores. Siempre que los oigo suspirar por un monótono cielo azul, me acuerdo de aquella deliciosa canción de Brassens en que el narrador cuenta cómo conoció a su gran amor: una noche, en plena tormenta, una vecina llamó a la puerta. Estaba asustada y sola, porque su marido era representante de una empresa de pararrayos y había salido a cazar clientes. Tanto se amaron aquella noche de tempestad, que concertaron una cita para la tormenta siguiente.

Sin embargo, el marido regresó a casa forrado: había vendido tantos pararrayos que se jubiló y se la llevó a uno de "esos países estúpidos donde siempre luce el sol". Desde aquel día, el vecino afectado odia los cielos sin nubes y se pasa la vida asomado a la ventana, esperando ver aparecer algún cúmulo en el horizonte. Acaso Brassens había visto alguna vez el cuadro de Correggio que lleva por título Júpiter e Ío, de 1531, en el que la mortal Ío mantiene relaciones íntimas con un cúmulo oscuro y azulado que supuestamente envuelve al dios Júpiter, que se oculta mediante esta estratagema de su celosa mujer.

“La ‘Guía del observador de nubes’ nos habla de la belleza de cirros, altostratos, nimbostratos, cumulonimbos”...

Los amantes de las nubes son a menudo seres apasionados. Debe de ser por eso que solemos ver a los hombres del tiempo, desde Rodríguez Picó a Tomás Molina, presas de gran excitación cuando nos presentan los fenómenos nubosos, hasta el punto de que consiguen contagiarnos a casi todos el interés que sienten por su materia. Lo mismo trata de hacer Pretor Pinney en un curioso libro que Salamandra acaba de publicar: la Guía del observador de nubes. No es un texto meteorológico, sino una invitación irresistible a contemplar las nubes. Es un libro que nos habla de la belleza de cirros, altostratos, nimbostratos, cumulonimbos, y también nos ayuda a distinguirlos.

Contiene anécdotas como la de Rankin, y también grandes dosis de poesía. Nunca se vuelven a ver las nubes del mismo modo tras leer un libro así. "¡Qué aburrida sería la vida si tuviéramos que sufrir monótonos cielos despejados días tras día!", dice el autor. Y lo malo es que a eso vamos, si no tenemos la suerte de que el tiempo empeore un poco.

IMMA MONSÓ, “EN LAS NUBES”, EN ‘LA VANGUARDIA’, 8/12/2007


La venganza contra los judíos

LUIS RACIONERO

“Steiner teoriza sobre el holocausto como una venganza, porque los judíos han exigido duros progresos éticos: Moisés el monoteísmo, Jesús el cristianismo y Marx el comunismo”

George Steiner, crítico literario, e Isaiah Berlin, historiador de las ideas, son los humanistas más relevantes del fin del siglo XX. Me tomo la libertad de señalarlo porque en este país su influencia ha sido tardía. Debido a nuestra atormentada historia intelectual desde que Felipe II prohibió los libros europeos, las ideas llegan aquí retrasadas y deformadas. La última inquisición fue la escuela marxista que, en época de la dictadura franquista, dominó el pensamiento progresista español, imponiendo pseudopensadores como Althusser, Lacan o Lévi-Strauss, que confundieron más que ilustraron a la generación de posguerra. Entre tanto, y desde los años sesenta, en el mundo anglosajón se dejó sentir la influencia de Berlin y Steiner. Berlin, un judío letón emigrado a Gran Bretaña, Steiner un judío checo-vienés emigrado a Francia y Estados Unidos.


El filósofo A. J. Ayer, en su prólogo al compendio The Age of Analysis,señala que la característica de la filosofía del siglo XX es la ausencia de grandes sistemas: Hegel o Kant no sólo son imposibles de momento, sino para siempre, y nos queda la lógica matemática fallida de Russell y Whitehead, el positivismo lógico de Carnap y el Círculo de Viena refutado por Popper o la filosofía del lenguaje de Wittgenstein que acababa callándose.


Las palabras, el concepto, combinados según las reglas de la lógica ya no dan más de sí. Para conocer el conocimiento se usa la neurología y para conocer las esencias, la física cuántica que, por cierto, no es compatible con la lógica aristotélica, como reconoció desconcertado Heisenberg.


No hay sistema, pero hay pensamiento, y este no ha venido de filósofos puros, sino de un crítico literario y un historiador, cuya lectura recomiendo a quienes aún les interese el humanismo. Isaiah Berlin, fallecido hace diez años, fue un don de Oxford en All Souls donde el sistema ha llegado a la perfección de un college: no hay estudiantes, sólo investigadores. Famoso por sus ensayos Dos conceptos de libertad, o El erizo y la zorra, su idea central fue el pluralismo: "El ideal platónico cree que todas las cuestiones deben tener una respuesta veraz y sólo una, que existe un método para descubrir esas verdades y que las respuestas veraces deben necesariamente ser compatibles entre sí. No es así".

No hay una sola respuesta verdadera a cada problema y, además, las respuestas no tienen por qué ser compatibles entre sí. Hay pluralidad de verdades y de valores que se deben acomodar por consenso racional. Lo explica en La búsqueda del ideal que está en la antología publicada en 1997, The proper study of mankind, que reúne sus mejores ensayos sobre Vico, Herder, Maquiavelo, el romanticismo y el nacionalismo.


Steiner tiene - estuvo en Barcelona recientemente- una vida más movida: nace en París, estudia allá y se traslada a Estados Unidos, donde se gradúa en Chicago y luego se va a Oxford. Luego vive en Cambridge - donde coincidí con él en Churchill College- , pero da clases en Ginebra y Oxford. De ahí su elogio del tren, el café y la estación en su precioso ensayo La idea de Europa. Menos sionista que Berlin, pero más religioso - Presencias reales-, Steiner teoriza sobre el holocausto como una venganza, no de una nación, sino de toda la cultura europea porque los judíos le han exigido por tres veces duros progresos éticos: Moisés el monoteísmo, Jesús el cristianismo y Marx el comunismo.

“¿Por qué la cultura no impidió la barbarie nazi?, ¿cómo se puede oír a Schubert de noche y gasear niños por la mañana?”


Realmente, si no son un pueblo elegido, son al menos perfeccionistas, elevando al listón ético a la humanidad; y esas exigencias morales provocan, según Steiner, resentimientos, odio y venganza. ¿Por qué la cultura no impidió la barbarie nazi?, ¿cómo se puede oír a Schubert de noche y gasear niños por la mañana? Esta cuestión recurre en sus obras. Su explicación no me parece convincente: "Antes la barbarie que el aburrimiento, dijo Teófilo Gautier respecto al siglo XIX"; yo creo que los civilizados son todavía una minoría, incluso en Europa, y son menos aún en el norte.


Pero Steiner no es un profeta sino un crítico literario, probablemente el mejor de nuestra época, y su pensamiento desborda hacia temas humanistas y cosmopolitas (…). Su preocupación es adónde va la cultura clásica - esa que se expresaba en francés-, la high culture amenazada por el pop y la contracultura. A lo largo de su labor como crítico y docente, ha asistido al declive de la palabra, al auge de la imagen y la música; ha visto, más bien oído, cómo el pop y el rock se convertían en la lingua franca de la juventud.

En la civilización - es un decir- actual, que él califica de posclásica, yo la llamaría posneoclásica, los lenguajes ajenos a la palabra serán la música y las matemáticas. Las ciencias ocuparán, como fuentes creativas, el lugar del arte y las humanidades; los talleres plásticos ya han sido superados por los laboratorios, pero son ciencias que han tocado los límites de la razón cartesiana o aristotélica y necesitan otro modelo de intelección que vaya más allá del racionalismo y, por supuesto, del mecanicismo.

Aquí Steiner se encuentra con el pluralismo de Berlin, al aceptar la existencia de verdades diversas, admitir que la razón llega a valores diferentes en contextos diversos, que la realidad es más confusa que el método platónico y que el futuro se abre a un humanismo más complejo y sutil que el neoclasicismo de la Ilustración.

LUIS RACIONERO, “STEINER Y BERLIN”, EN ‘LA VANGUARDIA’, 11/12/2007