31 enero 2012

'Pequeñas mentiras sin importancia' (2010): fresco veraniego con claroscuros

LA PELÍCULA EN LA MEJOR WEB DE CINE: LABUTACA
por JOAN PAU INAREJOS
Nota: 8
Se nota que los franceses inventaron el realismo. Desde entonces, el grueso de sus creaciones artísticas está atravesado por ese halo de verosimilitud, henchido de la paciencia y las dotes de observación de quien saca el caballete y se pone a pintar al aire libre (bueno, ellos dicen plein air, pero ya está bien de hacerles la pelota).

Sirva este preámbulo para saludar el nuevo y palpitante pedazo de realidad extraído en las minas del cine galo, que si, por poner un ejemplo, ya retrató con soberbia agudeza a los adolescentes de un aula de secundaria (‘La clase’ / Entre les murs) esta vez se luce con una notable disección de los que ya tienen treinta y muchos y navegan de modo cimbreante entre el placer y el compromiso.

Filmada con tiento y frescura, la película ha sido traducida al castellano como ‘Pequeñas mentiras sin importancia’, disipando inevitablemente esa metáfora de los petits mouchoirs, pequeños pañuelos que se ponen encima de las cosas para fingir infantilmente que no existen. Nada que no hagan a diario los adultos, tanto más cuando el ambiente vacacional relaja los vasos sanguíneos e invita a limar asperezas y a gozar por decreto (cuántas neurosis no habrá provocado la felicidad obligatoria de veranos y fines de semana).

Una fenomenal escena de madrugada en las calles de París, siguiendo el final de juerga de Ludo (Jean Dujardin) da el punto de arranque a la friolera de dos horas y media de metraje, seguramente recortables, pero más que eficaces para introducirnos en la dramedia coral de este grupo de amigos, que emprende unas vacaciones en la playa con más de un muerto en el armario. Léase inesperadas tensiones sexuales (genial vodevil entre François Cluzet y Benoît Magimel); abandono poco limpio de un amigo convalesciente (todo un puñetazo en el ojo, ese rostro destrozado); o vidas sentimentales que agotan la batería de los móviles y dejan perplejo a un sobresaliente Gilles Lellouche (convertido en trovador barriobajero en los concurridos balcones de la ciudad de las luces).

Quizá todo este surfeo de risas y amarguras termina demasiado abruptamente, como si el director Guillaume Canet sintiera la necesidad de dar una respuesta moral a tantos cabos sueltos, con una lamentación colectiva por la fugacidad de las cosas. Lo cantaba Amaral: “no quedan días de verano para pedirte perdón”.

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