27 julio 2012

Sus cosas y las mías

Joan Pau Inarejos
Cada vez que me voy a afeitar debo enfrentarme a un enredo. Por extrañas circustancias domésticas que no sabría dilucidar, el cable de mi maquinilla siempre amanece embrollado entre sus pulseras y collares. El prosaico enchufe negro se ve rodeado de un coro de anillos y la cuchilla se alza entre un mar de perlas tanto más coloreadas y vistosas conforme llega el verano. Cables y brazaletes se trenzan caprichosamente, cual secuencia improvisada de ADN, y uno se las ve y se las desea para desfacer el entuerto y romper el renuente nudo gordiano.
     Lo sé. Por mucho que me esfuerce, la imagen tiene poco de literaria. Podría hablar de la luz matutina que se cuela en nuestra habitación, o del rumor de los pájaros que anidan en nuestra plaza y se encaraman a las farolas. Pero hay algo muy verdadero en ese enredo de cosas mías y suyas. El conde de Lautréamont decía que la belleza era el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección. Y a buen seguro no habría nada tan triste como un mundo concebido a imagen y semejanza de uno mismo, perfecto pero sin alma: el sueño estético del ego produce monstruos. 
     Con su desorden irremediable, con su contraste patente, con sus usos y texturas tan dispares, el cable y las pulseras cohabitan promiscuamente, y se han encontrado en el camino sin diseño previo alguno. Si los objetos tuvieran horóscopo, de éstos se diría que son incompatibles, pero a ver quién los separa de su persistente abrazo mestizo.


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