Umbria, Toscana, Las Marcas y Roma
Joan Pau Inarejos y Laura Solís
Día 3. Perugia
Partimos hacia la Toscana y llegamos a Cortona, muy cerca de Perugia y de nuevo encaramada a una colina serpenteante. El pueblo medieval guarda un íntimo secreto en sus alturas: el austero templo de San Niccolò, no apto para buscadores de emociones turísticas fuertes, se yergue modesto y silencioso sobre estas líneas y, agazapado en medio de un recinto de piedra, dejadme aventurar que casi invita a la soledad monacal.
De nuevo a bordo del coche, nos sorprendió una nueva fortaleza: esta vez el bosque de torres respondía al nombre de Castello di Montecchio. Y tras unos quilómetros, llegó Arezzo.
En Arezzo, ciudad amurallada del sur de la Toscana, se pueden saborear los mejores efluvios del Medievo italiano, como esos templos porosos, llenos de ventanas y galerías, de ojos y agujeros: ved la cincelada piel románica de la Pieve di Santa Maria, que a 35 grados casi hace fabular con el erotismo de la piedra...
Caminando por Arezzo, uno también puede toparse con un ángel arrodillado en una habitación de colores primaverales. Está pintado en el frontispicio de la iglesia de la Santissima Annunziata, y trae a la retina las más sedosas ingenuidades del Trecento, aquel siglo de la pubertad, privado de ansiedades modernas, en que aún no se conocían las cuadrículas renacentistas ni las urgencias propagandistas del Barroco. Aún no había volúmenes perfectos ni claroscuro alguno, sino santos livianos y campos de colores primarios. Siglos más tarde, una generación de ingleses hastiados por el rigor victoriano soñarían con aquella centuria de fe juvenil que sólo se contentaba con la belleza piadosa y el lirismo de las florecillas. Luego vendría Rafael y lo estropearía todo: de ahí que esos británicos nostálgicos se hicieran llamar, no sin cierto rencor personal, los Prerrafaelistas.
Pero no nos vayamos de Arezzo sin gozar de su tesoro más espléndido, porque la villa toscana guarda en su seno una cuadrícula inolvidable, quizá de las más bellas de Italia: la Piazza Grande, presidida por la cabecera románica de la Pieve di Santa Maria, se extiende majestuosa -maestosa, dicen en italiano, siempre tan bello en el léxico- con su perímetro de balcones medievales orlados de escudos multicolores. Es de esas plazas de las que cuesta irse.
De nuevo nuestro pequeño Cinquecento tuvo que jadear esforzadamente, esta vez para cruzar el valle de los Apeninos que nos condujo a la región de Las Marcas. Tras las carreteras montañosas, las urgencias del cuerpo nos hicieron parar en un pueblo llamado Sant'Angelo in Vado, que lucía ni más ni menos que un arco triunfal de época fascista: Il credo del borghese e' l'egoismo; il credo del fascista e' l'eroismo, así reza la anacrónica sentencia, apenas contestada por un impotente chorro de pintura roja. Que baje Berlusconi y lo vea, aunque quizá Il Cavaliere y a la par magnate audiovisual se sienta más concernido por mensajes como este que encontramos en las calles de Ancona: non credere alla propaganda (televisiva).
Después de comer visitamos la ciudad de Urbania, bautizada por un Papa y no especialmente agraciada, y a todo esto ya nos acercábamos a un enclave de líricas resonancias venusianas.
Urbino o el plató de Disney
Atención viajeros: no se dejen intimidar por esta estampa romántica. Notarán que la silueta limpia y brillante del Duomo y el Palazzo Ducale les reclama con cantos de sirena, y les suscita calenturientas fantasías caballerescas, pero traten de atarse al mástil y mantengan la cabeza fría, porque, en realidad, la ciudad de Urbino, en la región adriática de Las Marcas, es lo más parecido a un decorado para rodar la Bella Durmiente 2. Están advertidos.
Si son visitantes intrépidos, hagan la prueba: suban a Urbino y verán que, tras su fastuoso escaparate, apenas hay un pueblo de cartón piedra, con frías escalinatas neoclásicas y un árido trazado de casas de ladrillo. En fin, todo un acierto para una urbe mentirosa y disneyana como esta que Pinocho sea uno de los protagonistas de sus escaparates...
los mercadillos de dios
Paseando por Urbino también pudimos visitar otras imposturas más divertidas: tras la portalada de una iglesia, no apareció un lugar de culto, sino un mercadillo de pulseras, cerámicas y manualidades, todo a cargo de niñas y púberes bajo el epígrafe de "Mostra Missionaria". Les compramos una pulsera de Scooby-Doo a 1 euro y las jóvenes dependientas de los baratillos de Dios nos regalaron un tímido y risueño "Ciao, grazie".
rafael y las frialdades
Rafael, el que mató la ingenuidad italiana según el atestado de los románticos ingleses, nació un Viernes Santo en esta ciudad de Las Marcas, y así lo atestigua el museo del fastuoso Palazzo Ducale. Antes de dibujar a los portentosos filósofos de la Academia, el maestro de Urbino hizo su propia Gioconda con La Muta, el íntimo retrato de una aristócrata florentina que hechiza por sus manos plegadas hiperrealistas. Por la pinacoteca también desfilan arquitecturas inquietantes: ved esa limpia y desértica Ciudad ideal renacentista, atribuída a Luciano Laurana, o la Flagelación de Piero della Francesca, donde los dolores de Cristo pasan a un misterioso segundo plano, tras las frívolas conspiraciones de los nobles.
DIARIO DE VIAJE ITALIA 2009 / 3-14 AGOSTO 2009
Dejamos atrás las frialdades palaciegas de Urbino y nos fuimos a la sal y al ajetreo portuario del Adriático. La ciudad de Ancona, sucia, entrañable y desordenada, aparece en plena marabunta de tráfico, con carreras y adelantos improcedentes al más puro estilo italiano -la patria de los condottieros parece que no ha sabido llegar con elegancia a la era de la gasolina- y con una batería de hoteles de carretera amontonados frente a la estación. Al llegar a nuestro alojamiento nos atendió una recepcionista de confuso acento cubano-italiano, y nos recomendó aparcar el coche "en lah lineah blú" -zonas azules, en caribeño-adriático-, cosa que sólo se podía responder mentalmente con un "Felice di stare lassu".
Las calles de Ancona reservan alguna curiosa sorpresa, como este monumental dibujo de una Virgen invertida. Perdón por la blasfemia tan poco representativa del lugar -quién sabe si ya la habrán tapado con otros garabatos-, pero la estampa iconocida parece revelar hasta qué punto Italia es la gran patria del pensamiento figurativo: aquí es donde ha triunfado el Olimpo de madonnas y santos, de venus y césares, de ángeles y fuentes zoomórficas. Ni la España mística de la noche oscura, ni la Francia clásica de la razón solar, ni por supuesto las abstractas naciones protestantes, pueden arrebatarle este título a Italia, el país más narrativo y más visual de Europa, donde los devotos entronizan vírgenes y los ateos las vuelven a dibujar para invertirlas.
Grandes palacios góticos, lonjas monumentales y venerables ruinas romanas jalonan el centro de Ancona, bosque urbano de altibajos junto al mar que en pleno ferragosto, como se dice en catalán, hacen suar la cansalada. Paseamos por grandes plazas y escalinatas abandonadas: esos enormes dispositivos barrocos se diseñaron en su día para deslumbrar y hoy casi son platós olvidados, monumentales vacíos de sentido de funciones extraviadas. Sin ningún entusiasmo romántico, el griego Giorgio de Chirico comprendió el carácter de carcasa de las ruinas, y las pobló de tristes almas errantes.
La casualidad nos llevó a la bellísima portada románica de Santa María della Piazza, otra fachada en carne viva, porosa y palpitante como la de Arezzo, esta vez plagada de arcos ciegos y descacharrantes relieves escultóricos, como esta especie de acróbata en forma de rana antropomorfa que no me atrevo a buscar en la Biblia. Y aún nos faltaba subir a la verdadera acrópolis de Ancona.
La catedral medieval de San Ciriaco quizá es uno de los edificios más bellos que se pueden ver en el Adriático. Flanqueada por dos leones formidables, con su planta de cruz griega, su torre-minarete y el mar a sus pies, casi pasaría por un templo primitivo de Persia o por una ensoñación pagana y solar de Nietzsche, habiéndose cascado una absenta tras proclamar la muerte de Dios. Pero los despojos de San Ciriaco, en la cripta de la catedral, con toda seguridad se escandalizarían al oír estas comparaciones, así que mejor dejemos los espejismos del calor para otra ocasión.
Lo cierto es que el dios sol no quiso dar tregua en Ancona, y no tuvimos más remedio que huir a toda prisa hacia la playa. Bajo un templete neoclásico que recuerda a los Caídos de la Primera Guerra Mundial se extendía una larga escalinata hacia la costa, plagada de bañistas de la tercera edad que se freían como lagartos. En aquella playa de hormigón, la arena ni estaba ni se la esperaba, así que subimos de nuevo al coche y nos dirijimos a un pequeño y cercano paraíso adriático.
La Península de Conero, según dicen, es el único accidente que rompe la línea costera de la región de Las Marcas, pero como accidente resulta bastante bienaventurado: el paraje verde y frondoso se adentra mayestático frente al mar y permite descender sus acantilados para darse un baño, previa caminata escarpada. Llegamos al enclave de Portonovo en plena operación salida, cuando la mayoría de visitantes y excursionistas ya subían. Pero la maratón tuvo premio: abajo nos esperaban las espumosas aguas del Adriático, tibias y plateadas irrigando una playa de piedras redondeadas frente a los oscuros acantilados del atardecer. No nos podía caer la noche encima, así que fue lo más parecido a un baño de urgencia para apagar el fuego del calor. Ciao Ancona.
DIARIO DE VIAJE ITALIA 2009 / 3-14 AGOSTO 2009
Seguimos en ruta por el Adriático y tras pasar por campos de girasoles que miraban hacia el suelo nos detuvimos en un lugar de resonancias voladoras.
Dice la tradición católica que el santuario de Loreto, en Las Marcas, alberga la auténtica casa de la Virgen María en Nazareth, que fue arrancada por los ángeles y transportada a tierras mucho menos hostiles en un pionero puente aéreo Palestina-Italia.
Desde tiempos modernos, la virgen lauretana es venerada como la patrona de la aviación, y el mismísmo Juan Pablo II, de visita en 1979, se descolgó con una ¡"Oración por los viajes en avión"!, que si sois aprensivos haréis bien en anotar: "Señor nuestro Dios / que caminas sobre las alas del viento (...) / los aviones que surcan el cielo / propaguen más lejos en el espacio / la alabanza de tu nombre (...) / que con tu bendición / pilotos, técnicos, auxiliares, obren con sabia prodencia / a fin que cuantos viajan en el aire, / superado todo peligro, / alcancen felizmente la meta que les espera".
Quién sabe si la casa voladora de María, transportada por los ángeles, inspiró los relatos de El Mago de Oz o incluso el más contemporáneo largometraje de animación Up, de Pixar, donde la pequeña vivienda de un anciano asediado por la especulación se eleva hacia las alturas gracias a un ingenio de globos. El caso es que la letra pequeña de los folletos hace aterrizar las fantasías: hay indicios históricos de que la morada de la Virgen pudo ser trasladada vía marítima por los cruzados expulsados de Tierra Santa en 1297: así lo plasman antiguos dibujos, que retratan una casa llevada en barco, bajo la nube protectora de la madonna emigrante.
Una vez dentro del santuario, pasadas las parafernalias barrocas, viendo las tres paredes de la pequeña casa judía, de humildes e irregulares ladrillos, con inscripciones y pequeñas oberturas como celosías del alma, a uno le cuesta imaginarse las vírgenes gloriosas montadas en las nubes o asentadas en las lujosas habitaciones que pintan las Anunciaciones. Más fácil es evocar a una joven invisible, fuera de los focos y los pinceles, íntima y sola, contemplando asustada como la diminuta morada se llenaba con una luz desconocida. Al fin y al cabo sólo son 40 metros cuadrados (aunque vive Dios que la recalificación espiritual ha sido millonaria).
Al salir del santuario, los chiringuitos de la plaza vendían estampas, rosarios y llaveros que hacían luz, abrían botellas y lo que hiciera falta.
En el sur de Las Marcas nos esperaba una sorpresa formidable: la vetusta ciudad de Ascoli Piceno, encajada entre montañas rocosas sobre el fragor del río Tronto y continuamente cruzada por vecinos ciclistas. Lejos de las miniaturas burguesas y las coqueterías de Perugia, aquí todo es a lo grande: se alzan venerables y robustos palacios, soportales renacentistas y cuadrículas más que imponentes, como la que se asoma sobre estas líneas, la Piazza del Popolo. La urbe se supone antiquísima -las leyendas más entusiastas fechan su nacimiento nada menos que en el 7.500 a.C.-, y ante las impenetrables rocosidades que la rodean, de ella se puede musitar, como canta el salmo sobre Sión, que "su fundación esta sobre los montes santos".
La fortuna quiso que fuéramos a hospedarnos justo enfrente de la magnífica Piazza del Popolo, en el hotel Relais Ducale, de modo que en la ventana de nuestro cuarto asomaban los esbeltos campanarios de San Francesco y las almenas del Palazzo dei Capitani. Además, en la plaza estaban instalando un sofisticado escenario con el rótulo de "Miss Italia", y mira tú por dónde, por la noche pudimos seguir en directo, sin movernos de la habitación, la gala televisiva para seleccionar a las mejores bellezas femeninas de los Alpes para abajo. Las calles estaban abarrotadas, con un público entregadísimo a los desfiles, las vehementes arengas del presentador y una batería de chistes e imitaciones polifónicas a cargo del humorista de turno de cuyo nombre no quiero acordarme. Por unas horas, se puede decir que la vieja Ascoli fue fashion.
cuadrículas y olivas
Pasados los efluvios televisivos, las severidades de la ciudad seguían ahí, como esa fachada absolutamente cuadrada de Sant'Agostino, pequeña genialidad racionalista, o la portada cuajada de cuadrículas de Santi Vincenzo e Anastasio, que hubiera hecho las delicias de Mondrian y su mundo de retículas abstractas. Igualmente austera es San Pietro Martire, amplia iglesia donde un rayo anaranjado de media tarde apenas iluminaba a unas diez ancianas que susurraban el rosario entre fragmentos de pinturas medievales. Por cierto que los lugareños son parcos incluso en sus platos regionales: el manjar más indígena es una aceituna rebozada, sin más salsas ni alegrías. Eso sí, con denominación de origen: "Oliva Ascolana".
asesinos y atormentados
También Ascoli Piceno cobija sus rarezas: quizá una de las más espléndidas es el Palazzo Malaspina, con un nombre que ya trae malos augurios y un friso de columnas en forma de árboles talados. Por la piel del edificio aúllan caras desesperadas y expresionistas gritos de piedra de pobres diablos que parecen haber visto un fantasma. Tampoco es muy reconfortante que un cartel invite a visitar "Il bazar dell'Assassino", pero en fin, confiemos que todo se deba a las bromas locales (:-S ).
Largos túneles y vías sinuosas por los Montes Sibilinos nos llevaron de vuelta hacia las tierras interiores de la Umbria, y la primera parada fue Norcia. En estos parajes hay verdadero overbooking de beatos y beatas, y la pequeña villa umbra tiene el honor de ser la cuna de San Benito "padre de la Europa cristiana" según el monumento, y considerado el inventor de la vida monacal y sus seculares silencios laboriosos. Sin embargo, las calles del pueblo revelan que la Norcia actual es más bien un centro de peregrinación gastronómica, con decenas de templos dedicados a las deidades de los bosques y las granjas, como el jabalí -cinghiale-, la trufa -tartufo-, el queso y los embutidos. Desde su púlpito de piedra, San Benito observa imperturbable el espectáculo de carnes, sabores y aromas que quitan el aliento. Queda dicho: si vais a Norcia entre horas, corréis el peligro que se os haga la boca agua.
Finalmente llegamos a Spoleto, ciudad desordenada y montuosa donde nos recibió un cupido montado sobre un pórtico. Construída sobre una colina, con la imponente Rocca -fortaleza- en lo más alto, la urbe exige ir encabalgando subidas y bajadas para descubrir sus callejuelas pintadas de colores, su casa romana de amplios mosaicos o sus bellísimas iglesias románicas, como la sólida y modesta Sant'Eufemia o la sorprendente San Gregorio, con un interior sostenido por recias columnas cilíndricas y orlado por resplandecientes fragmentos de pinturas medievales.
Pasadas las honorables piedras llegó el bullicio humano, con el ajetreado mercado que se extendía cerca del teatro romano y con un gran parque verde, donde los niños jugaban entre figuras de setas alucinógenas.
Una majestuosa rampa descendente lleva hasta el Duomo de Spoleto, un solemne templo románico, por todas partes agujereado en forma de rosetones y rematado con un alto campanario de pináculo apuntado. Dentro de la catedral nos abrió sus brazos un mesías medieval y colorista, crucificado con los ojos abiertos de par en par y un caprichoso paño transparente colgado sobre los muslos. Sorprenden estos martirizados indolentes de la Edad Media, pero cabe constatar que, para que Cristo fuera humano y sufriera, habría que esperar a los desgarros carnales y las piedades del Barroco.
las bestias de spoleto
El último de los tesoros de Spoleto requería subir a las alturas. La venerable fachada de San Pietro fuori le Mura, aupada a una larga escalinata, se abre como un libro repleto de narraciones esculpidas en la piedra, con escenas de pastores, ángeles, salvajes depredadores y una interminable imaginería zoomórfica. Cuando nos fuimos, bajo el sol sofocante, un apacible perro leonado, éste de carne y hueso, parecía custodiar las alturas de la ciudad, aunque, a juzgar por su expresión, se diría que le quedaba poco para la siesta.
montefalco, las momias y los buenos augurios
Al atardecer nos fuimos a la cercana Montefalco, una pequeña ciudad que se preparaba para celebrar fiestas desde su alto emplazamiento que le ha hecho ganar el apodo de Balcón de Umbría. Además de sus formidables vistas, otro de los reclamos de Montefalco, éste a medio camino de las reliquias santas y el pasaje del terror, es el cuerpo incorrupto de Il Beato Pellegrino. Según la leyenda, este buen caminante llegó exhausto por estos pagos, se estiró y murió en la postura que hoy todavía se puede observar. La verdad es que viendo la cabeza amarillenta y caída, las lacias mangas de la túnica y los pies agarrotados no se siente demasiado fervor, sino más bien unas ganas urgentes de salir corriendo (será que hemos visto muchas películas de momias).
Antes de irnos, una señora entrada en años, vecina del lugar, se fijó que hacía fotos a una calle y me preguntó "Ti piace la via?". Le respondí que sí, que me piacía molto (:-S) y le dije adiós por cortesía. "Ciao, amore", respondió la mujer, antes de añadir su personal bendición: "Auguri. Auguri per tutta la vita".
Esto es Todi. Desde el mirador del Montesanto se puede contemplar la preciosa silueta de esta pequeña ciudad de Umbria, modesta y florecida, que se erige alrededor de la Piazza del Popolo. En esta cuadrícula central se miran a la cara el austero Palazzo civil y la no menos sobria fachada del Duomo, simple y armónica como una adolescente tímida. En la plaza burbujeaba un mercadillo cubierto de toldos blancos con todo tipo de artículos, desde inocentes prendas de ropa hasta un tenderete de símbolos nazis y fascistas, donde uno podía llevarse, pongamos por caso, un llavero con la esvástica, un póster de Mussolini o incluso inquietantes armas de fuego que unos transeúntes con aspecto de gorilas quisieron examinar. Junto al amo del negocio, altivo y corpulento, un cartel tranquilizaba los ánimos: La política non c'entra, e puro collezionismo. Pues eso, que coleccionen, que nosotros nos vamos.
el gigante de orvieto
Este sin duda es uno de los impactos mayores que uno se puede llevar si recorre las tierras de Umbría. La catedral gótica de Orvieto se alza espectacular en medio del trazado de callejas de la ciudad, y luce su impresionante fachada pintada de arriba abajo, como un enorme lienzo cuajado de mármoles rosas y verdes, de bajorrelieves y estatuas y de oscuros cuadrúpedos que se asoman al visitante. Irreal y gigantesca, la fachada casi parece un decorado de cartón piedra que vaya a caerse en cualquier momento...
Entramos en el vigoroso templo, vestido con su pijama a rayas típico del gótico italiano, y vimos un tumultuoso Juicio Final, pintado por Lucca Signorelli a caballo de los siglos XV y XVI, donde una marabunta de demonios y condenados se amontona en una montaña sulfuruosa de músculos y alas crepitantes. Los verdugos mutantes muestran sus extraños culos de colores, mientras, en otro fresco, un turbador demonio susurra al oído al Anticristo para que ejerza su malvada predicación. No es de extrañar que toda esta agonía carnal -del griego agón, lucha- inspirase a un espíritu tan atormentado como Michelangelo para su célebre Juicio de la Capilla Sixtina.
Otra vez en las calles de Orvieto, la tarde dorada invitaba a las tertulias de la tercera edad y a los largos paseos sin rumbo.
En lontananza apareció la basílica de San Francisco de Asís, uno de los lugares de peregrinación más importantes del orbe. Todo parecía apacible hasta que, sin darnos apenas cuenta, nos vimos rodeados de un hervidero de coches. Un hombre flaco y nervioso compareció para ordenar el tráfico manualmente y llevarnos a un aparcamiento al aire libre. Suerte que el Cinquecento era pequeño y cabía en cualquier rincón. Luego sabríamos que tanto colapso, con marea blanca de monjas clarisas incluída, se debía a la fecha: 11 de agosto, día de Santa Clara de Asís.
Ríos de turistas inundaban el lugar de nacimiento de quien hoy casi es una figura de la cultura popular, ese santo tonsurado de hábito marrón que amansaba los lobos y hablaba con los pájaros. Lo que aún resulta misterioso es cómo, sobre una biografía personal, se pueden edificar tamaños montajes arquitectónicos y simbólicos (y Michael Jackson demuestra que no es algo privativo de los beatos del pasado). Uno sólo puede detenerse ante la gran basílica, absolutamente revestida de pinturas góticas en su interior, y preguntarse quién es ese del que hablan tanto, o, si se permite el incorrecto símil comercial, dónde está el producto entre tantas marcas.
Ya en las calles de Asís entramos a la librería Fonteviva, donde la dependienta exclamó un espontáneo "Mamma, que caldo!". En efecto, los termómetros no daban tregua, y más valía no ponerse en la piel de esas monjas estrujadas en sus hábitos o de esos frailes de largas barbas a lo pastor afgano. Afortunadamente, el cielo se fue cubriendo de velos húmedos hasta que milagrosamente se puso a llover. Bajo el firmamento variable pudimos admirar la bella Piazza del Comune de Asís, donde se alza algo tan inesperado como un templo romano dedicado a la diosa Minerva. Cuando volvió a salir el sol, cuadrillas de niños nórdicos se acercaban a la fuente de la plaza para remojarse y espantar a las palomas.
Siguiendo inconscientemente los pasos de San Francisco, por la tarde nos dirigimos a nuestro último destino de Umbría.
De nuevo tuvimos suerte con el alojamiento y fuimos a parar a la misma plaza del Palazzo dei Consoli, un severo e imponente edificio civil de época medieval que ya se divisa desde la lejanía. Sin adornos, sin colores, sin zalamerías, es esta una ciudad desnuda y severa, llena de cuestas y pendientes, aunque aquí han tenido el acierto de colocar ascensores para subir a las zonas más altas. En la calle, unos jóvenes músicos aporreaban tambores, mientras un mercadillo junto a la augusta iglesia de San Francisco hacía las delicias de los buscadores de potingues, calzoncillos, chirimbolos y cacharros de cocina a buen precio.
Al día siguiente nos despedimos de nuestro Cinquecento de alquiler en el aeropouerto de Sant'Egidio (Perugia) y nos subimos a un tren en dirección a la ciudad eterna.
Nos reencontramos con Roma el 11 de agosto de 2009, y tras la marimorena caótica y multicultural de la estación de Termini, llegó el barullo constante de motos y coches que dando cumplimiento a las tradiciones patrias más arraigadas, se saltan la más mínima señal de tráfico, adelantan con fiereza y embestirían a su propia madre si hiciera falta (lo siento, escribo aún en caliente).
Pero quién se acuerda de los semáforos y de las leyes cuando la vieja Roma anochece.
ruinas nocturnas
Estas ruinas iluminadas son lo que hacen de Roma una ciudad irreal, donde en una noche cualquiera, uno puede cabalgar entre los vestigios imperiales, las horrendas pompas neoclásicas de Vittorio Emmanuele II o el gozoso bosque mitológico de la Fontana de Trevi, siempre tan preciosa como la última vez, por muchos flashes y monedas que inunden sus aguas. Mendigos y camareros deben de suspirar por toda esa calderilla que se lanza a diario a la mítica fuente y que siempre invita a volver a Roma, una y otra vez o, por qué no, a recordar que allí te enamoraste.
Recorriendo el centro de Roma, el soberbio Panteón seguía allí, con el ojo de Dios siempre enfocando su mirada luminosa, mientras la Piazza Navona exhibía los formidables dioses de Bernini, voluptuosos y vibrantes celebrando la victoria del mito sobre el sentido común, de la forma sobre la piedra, de la carne sobre el metal.
En la entrada de la iglesia de Santa Maria in Cosmedin advertimos que la gente tiene una urgente necesidad de comprobar su honestidad, porque a todas horas había largas colas para meter la mano en la archifamosa Bocca della Verità, que supuestamente muerde a los mentirosos. Di que sí: luego pones la foto encima de la tele y quedas como un caballero de la integridad moral.
Menos frecuentada es la vecina llanura del Circo Máximo, mayormente porque ya no queda ni una mota de polvo de aquel glorioso hipódromo que inmortalizó Ben-Hur. Sólo se puede pasear por su largo perímetro vacío, entornar los ojos y creer a pies juntillas que por allí relinchaban los caballos y vitoreaban los aficionados.
El Tíber (Tevere), uno de los ríos míticos del imaginario europeo, junto al Danubio, el Sena o el Támesis, aún debe conservar cierta aureola romántica: aquí veis a estos recién casados inmortalizándose junto al fiume romano, y desde luego la imagen de la ciudad eterna no sería lo mismo sin la silenciosa serpiente verde que surca todo su trazado. Pero también hay mucha literatura sobre la nauseabunda suciedad del río: ya nos advirtió una napolitana en nuestro primer viaje que "Il Tevere e sporco, bello ma sporco" (El Tíber es hermoso pero sucio) e incluso hay quien ha fabulado con ratas gigantescas menudeando cerca de su cauce (¿por qué todavía no fan filmado alguna Monster Movie con un engendro saliendo de las aguas romanas para destruír el Vaticano?).
La leyenda negra y la urbanidad desaconsejan darse un chapuzón en el Tíber, así que la fortuna quiso regalarnos un oasis de refrigerio en otro lugar.
el altar de los pies
El Ara Pacis (Altar de la Paz), junto al Tíber, conmemora las victorias del emperador Augusto en el siglo I dC, pero seguro que muchos turistas veraniegos lo celebran como Altar de los Pies, y lo que ayer era triunfante hoy es tonificante, porque las fuentes adyacentes al monumento ofrecen un maravilloso estanque de no más de 10 cm de profundidad donde uno puede aliviar las duricias y callosidades que provoca esta Roma de ferragosto tan falta de metro y de sombras. No sé de quién ha sido la idea de hacer la vista gorda ante esta invasión de pies extranjeros, pero desde aquí se lo agradecemos.
españoles todos
"Va un tío y se muere el lunes. Entonces dice: ¡joer, pues sí que empezado bien la semana!" (risas). Un turista propagaba a voces el humor hispánico en la escalinata de la Plaza España -valga la redundancia-, donde por algún extraño fenómeno de boca-oreja siempre se agolpan montones de grupos ruidosos armados con gorras y cámaras. Si dicen que media España está en crisis y no se puede ir de vacaciones, desde luego la otra media está en Roma: vayas por dónde vayas te cruzas con psicofonías celtibéricas de diversa índole, desde las estruendosas chanzas de brocha gorda hasta los más recogidos "Gloria, ponte aquí que te haré una foto" o "No, que no, que yo te digo que es por allí", con alguna que otra disputa matrimonial: "Que esto no te lo conoces, Manolo, que no te hagas el valiente". Etcétera.
Perdón por la opinión personal soltada a bocajarro, pero no deja de ser chocante que la sede del apóstol San Pedro sea uno de los edificios más feos de la cristiandad. Entendámonos: no tengo nada que objetar a su bella cúpula blanca, ni a su ingenioso juego de columnas, todo tan icónico y fotografiable, pero es su pretenciosidad, el contraste entre lo que quiere ser y lo que acaba siendo, lo que convierte el Vaticano en un enorme artefacto vacío y plúmbeo. Lejos del lirismo florentino y de la encendida espiritualidad medieval, el gran medallón hueco de la plaza diseñada por Bernini más bien encoge el ánimo y despierta ligeros instintos agorafóbicos.
Pasados los controles de seguridad preceptivos -que incluyen imprescindibles indicaciones sobre la longitud de faldas y pantalones-, el interior de San Pedro seguía tan poco inspirador como la última vez: todo gris y dorado, todo armazón y trampantojo, con ostentosos baldaquinos y papas disecados, es de aquellos templos donde los interminables árboles sacros no dejan ver el bosque.
Al atardecer, los enormes apóstoles de piedra nos observaban con severidad, pero yo estoy por solidarizarme con las sectas novelísticas que quisieran volar toda esta mole gris.
el trastero trastevere
Como en una llanura surrealista de Giorgio de Chirico, solitarios mendigos persiguen silenciosamente a los turistas hasta llegar a la Piazza di Santa Maria. Allí se alza la inveterada iglesia de Santa Maria in Trastevere, templo que luce un atrio cuajado de SMS paleocristianos: breves mensajes y fragmentos de los primeros seguidores de la cruz, que agarraban el mármol para escribir despedidas y encendidas promesas de salvación. Por este enorme y pétreo libro de visitas desfilan orantes y barcos, anclas y pájaros, y todos los símbolos primitivos que remiten al largo viaje del alma a las moradas del cielo, donde "hasta el gorrión encuentra una casa".
3 comentarios:
Echo en falta ese viaje, como me gustó!
Salud
no em vas dir que ja havies acabat el diari? què vol dir " seguirá" ???? ara que m'hi havia posat a llegir.... jolin.... he de reconèixer que m'ha fet riure la descripció que fas del Vaticà.
Però Assisi, com que a mi em va agradar tant..... " me ha sabido a poco".
Glòria
la foto de " ruinas nocturnas" és realment preciosa.
Glòria
Publicar un comentario