Los organismos –desde el perejil hasta el ser humano- son realidades abiertas, que necesitan interactuar continuamente con su entorno. Tienen que mantener un equilibrio bioquímico para sobrevivir, y para conseguirlo necesitan realizar actividades más o menos complejas. Al percebe le resulta más fácil que al leopardo. Breve animal travestido en planta, enraizado en la roca batida por las olas, no tiene que moverse para encontrar alimento, es nutrido por un mar maternal e incesante. Y si éste retira su salada ubre, el huérfano muere. Su trabajo es escaso, pero también lo son sus posibilidades. El leopardo, en cambio, sale a la aventura todas las mañanas para buscar su alimento y cazar, mientras la gacela lo hace para buscar alimentos y no ser cazada.
Así es la naturaleza, una Shakespeare sin palabras, autora de dramas continuos y violentos, donde se entrelazan y chocan pulsiones poderosas y casi siempre incompatibles. Cuanto más complejos son los organismos, más capaces son de sentir y de moverse, y más variados son sus entornos, lo que hace que el esquema de la acción se complique sin parar. Recordaré una vez más la advertencia de mi maestro, el gran neurólogo Sperry: el cerebro no es un órgano diseñado para conocer ni para alcanzar el cielo de las ideas platónicas. Está al servicio el estómago, del sexo y de las demás necesidades. Su finalidad es dirigir la conducta, para lo cual necesita, por supuesto, percibir, aprender, conocer, pero también muchas cosas más. Desear y emocionarse, por ejemplo. Otro de mis maestros, el filósofo Maurice Blondel, en sus ‘Lettres philosophiques’, dice lo mismo en otro tono: “El conocimiento no es un fin en sí mismo, ni un término final, sino un medio, una puesta a punto para obrar y por lo mismo para obtener más del ser”.
JOSÉ ANTONIO MARINA: ‘LAS ARQUITECTURAS DEL DESEO’ (2007)
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