NAOMI KLEIN, 'NO LOGO', 1999
¿Es esto lo que queríamos? ¿Todas nuestras protestas y nuestra teoría supuestamente progresista sólo han servido para alegrar las industrias de la cultura, para proporcionar una imaginería feminista a la nueva campaña publicitaria «What's True» de Levi's y para permitir que las discográficas logren ventas récord de discos con mensajes sobre el poder de la mujer? En otras palabras, ¿por qué nuestras ideas sobre la rebelión política resultan tan poco amenazadoras para la buena marcha de los negocios?
Por supuesto, la pregunta no es por qué, sino por qué diablos no. Del mismo modo que los inteligentes empresarios adoptaron la ecuación «marcas sí, productos no», tampoco tardaron en darse cuenta de que los inconvenientes a corto plazo —ya se tratara de la exigencia de contratar más mujeres o de cuidar más el lenguaje en una campaña publicitaria— eran un precio pequeño a pagar por la inmensa cuota de mercado que les prometía la diversidad. Así que aunque puede ser verdad que el proceso ofreció progresos reales, también lo es que Dennos Rodman viste formalmente y que Disney World celebra el Día del Orgullo Gay no tanto porque sean progresistas, sino porque les resulta financieramente rentable.
"La necesidad de una mayor diversidad, que era el grito de guerra de mis años universitarios, se ha convertido en el mantra del capital mundial"
El mercado se ha apoderado del multiculturalismo y de los géneros del mismo modo que de la cultura juvenil en general, no sólo en tanto que sectores del mercado, sino como fuente de una nueva imaginería carnavalesca. Como señalan Roben Goldman y Stephen Papson, «sencillamente, la cultura blanca ya no funciona». Los 200 mil millones de giro de la industria de la cultura —que ahora es el mayor artículo estadounidense de exportación— necesita un suministro ininterrumpido y siempre diferente de estilos callejeros, de vídeos musicales de última y toda la gama de colores del arco iris. Y los críticos radicales de los medios de comunicación que exigían estar «representados» en ellos a comienzos de la década de 1990 virtualmente regalaron su identidad a las marcas para que las empaquetaran y las vendieran.
La necesidad de una mayor diversidad, que era el grito de guerra de mis años universitarios, no sólo es aceptado por la industria de la cultura, sino que se ha convertido en el mantra del capital mundial. Y la política de la identidad, tal como se practicaba en la década de 1990, era una mina de oro. «Esta revolución», escribe el crítico de la cultura Richard Goldstein en The Village Voice, «resultó ser la salvadora del capitalismo tardío». Y llegó a tiempo.
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