«¡Marcas sí, productos no!»: tal fue la divisa del renacimiento del marketing, liderado por una nueva clase de empresas que se consideraban como «vendedoras de significado» y no como fabricantes de artículos. Lo que estaba cambiando era la idea de lo que se estaba vendiendo, tanto en cuanto a la publicidad como en cuanto a las marcas. El antiguo paradigma era que todo el marketing consiste en la venta de productos. En el nuevo modelo, el producto siempre es secundario respecto al producto real, que es la marca, y la venta de la marca integra un nuevo componente que sólo se puede denominar espiritual.
La publicidad es la caza de productos. La construcción de las marcas, en sus personificaciones más auténticas y avanzadas, es la trascendencia de la empresa. El concepto puede parecer dudoso, pero así debe ser. El Viernes de Marlboro trazó una línea divisoria entre las empresas que recortan los precios para vender y las que construyen marcas. Triunfaron las que construyen marcas, y se llegó a un nuevo consenso: los productos que tendrán éxito en el futuro no serán los que se presenten como «artículos de consumo», sino como conceptos: la marca como experiencia, como estilo de vida.
Desde entonces, un grupo selecto de grandes empresas ha intentado liberarse del mundo corpóreo de los bienes de consumo, de la fabricación y de los productos a fin de existir en otro plano. Argumentan que cualquiera puede fabricar un producto (y así es, como lo demostró el éxito de las marcas de la casa durante la recesión). En consecuencia, esas tareas menudas deben ser entregadas a subcontratistas, cuya única tarea consiste en servir los pedidos a tiempo y a bajo coste (y preferentemente en el Tercer Mundo, donde la mano de obra es barata, las leyes son permisivas y las exenciones impositivas llueven del cielo). Mientras tanto, las sedes centrales de las empresas tienen libertad para dedicarse al verdadero negocio: crear una mitología corporativa lo suficientemente poderosa como para infundir significado a estos objetos brutos imponiéndoles su nombre (…).
“IBM no vende ordenadores, sino «soluciones» empresariales». Swatch no se ocupa de relojes, sino de la idea del tiempo”
Con la manía de las marcas ha aparecido una nueva especie de empresario, que nos informa con orgullo de que la marca X no es un producto sino un estilo de vida, una actitud, un conjunto de valores, una apariencia personal y una idea. Y ello parece realmente algo espléndido, muy distinto de cuando la marca X era un sacacorchos o una cadena de hamburgueserías, o incluso una exitosa marca de zapatillas de deporte. Nike, anunciaba Phil Knight a finales de la década de 1980, es «una empresa deportiva»; su misión no consiste en vender zapatillas, sino en «mejorar la vida de la gente y su estado físico» y en «mantener viva la magia del deporte». Tom Clark, alto ejecutivo y gurú de la industria de las zapatillas, explica que «la inspiración del deporte nos permite renacer constantemente».
Estas epifanías de «la visión de la marca» comenzaron a aparecer por doquier. «En Polaroid, el problema consistía en que seguían pensando que la empresa equivalía a las cámaras fotográficas», diagnosticaba John Hegarty, el presidente de su agencia publicitaria. «Pero el proceso de la visión (de la marca) nos enseñó que Polaroid no consiste en sus cámaras, sino que es un lubricante social». IBM no vende ordenadores, sino «soluciones» empresariales». Swatch no se ocupa de relojes, sino de la idea del tiempo (…)
“¡Cread marcas! ¡¡Cread marcas!! ¡¡¡Cread marcas!!!”
Durante los últimos seis años y perseguidos por la experiencia terrible del Viernes de Marlboro, las multinacionales se han subido al tren con un fervor que sólo se puede calificar de religioso. El mundo de las empresas no habría de inclinarse nunca más para orar ante el altar del mercado de los artículos de consumo. En adelante, sólo veneraría las imágenes mediáticas. O para citar a Tom Peters, el hombre de las marcas: «¡Cread marcas! ¡¡Cread marcas!! ¡¡¡Cread marcas!!! Ése es el mensaje (...) para la década de 1990 y más allá».
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