20 febrero 2007

El sublime personaje Yahvé

A Yahvé no se le puede domar. En términos shakespearianos, Yahvé fusiona aspectos de Lear, Falstaff y Hamlet: las impredecibles furias de Lear, el desbordante vitalismo de Falstaff y la inquieta conciencia de Hamlet (...).

"Yahvé es la única personalidad literaria más memorable que Halmet, Falstaff, Iago y Cleopatra"

Sabemos que, para muchos de nosotros, Yahvé sigue siendo la respuesta más precisa a la angustiada pregunta de "¿Quién es Dios?". Ni los budistas, ni los hindúes ni los taoístas estarían de acuerdo, ni tampoco muchos cristianos, musulmanes y judíos contemporáneos, pero la mía es una respuesta de crítico literario, y se basa en la fuerza y el poder de la única personalidad literaria que es más vital y memorable que Hamlet, Falstaff, Iago y Cleopatra.

Para traducirlo en términos religiosos, diría que el Yahvé de J ['El escritor J', redactor de la Biblia hebrea] es la representación más convincente de esa 'otredad' trascendente que me he encontrado nunca. Y no obstante, Yahvé no es sólo "antropomórfico" (¡qué palabra tan absurda!), sino totalmente humano, y no es un tipo nada agradable, ¿por qué iba a serlo? No se presenta a ningún cargo, ni busca la fama, ni pretende que los medios de comunicación lo traten bien. Si el cristianismo insiste en que Jesucristo es la buena nueva (un aserto que la brutalidad de los cristianos a lo largo de la historia ha invalidado), entonces Yahvé es la mala nueva encarnada, y la Cábala nos dice que sin duda tiene un cuerpo, y que es enorme. Es algo terrible caer en manos del Yahvé vivo.

No pretendo blasfemar ni ironizar, sino ofrecer tan sólo nuevas perspectivas. Amar a Jesús es una moda americana, pero amar a Yahvé es una empresa quijotesca, y mal dirigida, pues se niega a conocer todos los hechos. Puedes respetar a Próspero, y obedecerle, como aprenden a hacer todos los personajes de 'La tempestad', pero sólo Miranda le ama, pues para ella ha sido padre y madre. En los Evangelios (excluyendo el de Juan), Yahvé es el padre de Jesús sólo en la medida en que Abraham lo fue de Isaac, en la sencilla analogía de la Aqedah ["átame"], el casi sacrificio del niño como ofrenda a Dios.

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