En este nuevo contexto globalizado, las victorias de la política de la identidad se han reducido a redistribuir el mobiliario mientras la casa arde. Sí, hay muchos programas televisivos multiétnicos y hasta más ejecutivos negros, pero cualquiera que sea el grado de mejora cultural posterior, no se ha evitado las rebeliones de los marginados ni que el problema de los sin techo alcance proporciones de crisis en muchos centros urbanos estadounidenses.
Es verdad que los medios de comunicación y la cultura popular ofrecen mejores modelos a las mujeres y a los homosexuales, pero la propiedad de las industrias de la cultura se ha consolidado tan rápidamente que, según William Kennard, presidente de la Comisión Federal de Comunicaciones de EE.UU., «los grupos minoritarios y comunitarios y las pequeñas empresas en general tienen menos oportunidades de integrarse en ellos».
Y aunque puede ser cierto que las adolescentes gobiernan en América del Norte, siguen sudando en Asia y en América Latina, fabricando las camisetas con el eslogan impreso «Las chicas Mandan» o las zapatillas Nike que en último término permiten a las chicas integrarse en el juego. Todo esto no es simplemente una traición del feminismo, sino una traición de los principios mismos sobre los que descansa el movimiento feminista.
Aunque la política sexual con la que me crié en la década de 1980 se ocupaba casi exclusivamente de que las mujeres tuviesen representación igualitaria en las estructuras de poder, la relación entre el género y la clase no siempre ha sido tan descuidada. Pan y rosas, que era el grito de guerra del movimiento feminista, se origina en el eslogan de un cartel que se vio durante la huelga de las trabajadoras textiles de Lawrence, Massachusetts, en 1912.
«Lo que quiere la mujer trabajadora», explicó la histórica militante Rose Schneiderman en un discurso de ese año, «es el derecho de vivir, y no simplemente de existir». Y el 8 de marzo, el Día Internacional de la Mujer, se seleccionó para conmemorar el aniversario de la manifestación de 1908 en que «las obreras de la industria del vestido recorrieron las calles de Nueva York para protestar contra las pésimas condiciones de trabajo, contra el trabajo infantil, las jornadas laborales de doce horas y los salarios paupérrimos».
Las jóvenes que crecieron leyendo El Mito de la Belleza y que consideraban los trastornos alimentarios y la poca estima de sí mismas como los subproductos más perniciosos de la industria de la moda tendían a olvidar a aquellas mujeres que salieron a la calle el 8 de marzo, y quizá ni siquiera conocían su existencia. Cuando recordamos todo esto, parece tratarse de una ceguera voluntaria. El abandono de los fundamentos económicos radicales del movimiento feminista y de los derechos humanos debido a la unión de causas que llegaron a ser conocidas como lo políticamente correcto educó a una generación de militantes en la política de la imagen y no de la acción.
Y si los invasores del espacio no tuvieron problemas para penetrar en nuestras escuelas y comunidades, eso se debió, al menos en parte, a que los modelos políticos de moda en el momento de la invasión nos habían equipado mal para enfrentar temas más relacionados con la propiedad que con la representación. Estábamos demasiado ocupados analizando las imágenes que se proyectaban en la pared para advertir que habían vendido hasta la pared misma.
Pero si las cosas fueron así hasta hace poco, ahora ya no lo son (…). En los colegios secundarios y en las universidades está apareciendo una nueva cultura política radical. En vez de poner el acento en ese juego de espejos que pasa por ser la verdad empírica (como hicieron los académicos posmodernos), y en vez de luchar por espejos mejores (como los luchadores de la identidad), los militantes actuales de los medios de comunicación se dedican a conmover la superficie impenetrablemente brillante de la cultura de las marcas, a recoger los despojos y a utilizarlos como armas afiladas en una guerra de acciones, y no de imágenes.
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