05 octubre 2013

Papel de plata

Joan Pau Inarejos
Hay objetos cotidianos que sorprenden por su nombre aristocrático. Por ejemplo, el papel de plata. A oídos de un extraterrestre, eso de envolver los bocadillos con un mineral precioso debe de ser como atar a los perros con longanizas: un delirante despilfarro. Sin embargo, ahí está el hijo doméstico del aluminio, llenando de brillos efímeros nuestras vidas, abrazando tortillas y embutidos a pesar de las admoniciones de los ecologistas.

El papel de plata es toda una condensación poética: lo sublime y lo pedestre se amalgaman en su piel reluciente. Su voz de tempestad al ser desenrollado anuncia un carácter rudo y jupiterino, pero se torna lo más manso cuando lo doblegamos. Es una plata hogareña y maleable, vecina del estropajo de níquel y dócilmente resignada a su destino como lecho del horno. Ahí y solamente ahí, en las ardientes entrañas de la cocina, se encuentra su nicho y su eterno purgatorio. Nunca hay que olvidar la prohibición ritual de sepultarlo en el microondas, so pena de maldiciones eléctricas.

De niño me fascinaba la vulnerabilidad de este material, oculta bajo una apariencia noble. Hacer una bola de papel de aluminio es envejecerlo para siempre, puesto que jamás se recupera de sus arrugas. Y al revés: contemplar su virgen tersura es como tener entre los dedos una rosa perenne, que nunca va a marchitarse si no es por ti. 

Sólo tiene una vida y la entrega generosamente. Puede proteger las esquinas para que no se salpiquen con la pintura, puede rodear unos cabellos recién teñidos, puede incluso simular el cauce del río en los belenes navideños. Pero será su último servicio. Como mucho, la humilde kryptonita abrillanta un tiempo las papeleras o siembra los patios de los colegios de pequeños asteroides.


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