14 octubre 2013

El árbol de la ciencia

Joan Pau Inarejos
La obra más famosa de Pío Baroja es algo así como un gran tratado sobre el pesimismo. Relata la tragedia espiritual de un médico –Andrés Hurtado- enfrentado a la España decadente de 1900. Parafraseando el mito bíblico del árbol de la ciencia, que Dios desaconseja en favor del árbol de la vida, sus páginas invitan a una concepción de la existencia tan desconsolada como bella e inteligentemente expuesta. Una vida donde “cada instinto subversivo tiene al lado su gendarme” y donde la felicidad sólo es posible viviendo dentro de la fantasía, como don Quijote, paradójico símbolo de afirmación de la vida (“El hombre, cuya necesidad es conocer, es como la mariposa que rompe la crisálida para morir”). Baroja se expresa como un Schopenhauer ibérico, aunque el personaje de Iturrioz advierte contra los filósofos alemanes que “emborrachan y no alimentan”; después de Kant, el mundo es como un gigante que parecía marchar con un fin, pero se revela ciego.

Baroja no ahorra diatribas contra la España negra, pueblerina y petulante. El atribulado hombre de ciencias carga contra “toda aquella sucia morralla de chulos” que ejerce “la moral del espectador de toros", es decir, "exigiendo valor en otros”. Apenas esconde su desprecio hacia el mundo aldeano de Alcolea (“uno de esos odios que llegan a dar serenidad”) mientras la gran ciudad tampoco satisface sus deseos de cambio y vitalidad (Madrid, un “campo de ceniza” atrapado en la perpetua interinidad). Una España presa de la nostalgia caduca del Siglo de Oro (ahí está la cuadrilla de don Blas, hablando impostadamente como los personajes arcaicos) y convencida de la futilidad de toda ciencia: el español cree que “la investigación de un sabio se echa abajo con una frase graciosa”.

Los temas románticos de la naturaleza y el amor no escapan del bisturí desesperanzado de Baroja: el amor es para él el puro encuentro de “la sexualidad y el fetichismo”; la naturaleza, a la guisa de Woody Allen, aparece ante sus ojos reducida a un ejército de bichos que se comen entre sí (“la justicia humana es una ilusión; todo es destruir, todo es crear”). Lejos de él las utopías revolucionarias y socialistas (“La fuerza de la ley disminuye proporcionalmente al aumento de medios del triunfador”) por mucho que el ateneo republicano busque las complicidades del huidizo protagonista, obsesionado con la miseria y el dolor, buscando con su vocabulario médico un imposible diálogo con la absurdidad de la vida. Apenas un consejo: embrutecerse y vivir mundanamente para “conservar el espíritu límpio”. Como dice el personaje de Lamela:  “Hay que dar al cuerpo lo que es del cuerpo, y al alma lo que es del alma”.
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Pío Baroja
El árbol de la ciencia (1911)

el pesimismo
—Verdaderamente —murmuró Andrés— el mundo es una cosa divertida: hospitales, salas de operaciones, cárceles, casas de prostitución; todo lo peligroso tiene su antídoto; al lado del amor, la casa de prostitución; al lado de la libertad, la cárcel. Cada instinto subversivo, y lo natural es siempre subversivo, lleva al lado su gendarme. No hay fuente limpia sin que los hombres metan allí las patas y la ensucien. Está en su naturaleza.

ficción quijotesca y árbol de la ciencia
El hombre, cuya necesidad es conocer, es como la mariposa que rompe la crisálida para morir. El individuo sano, vivo, fuerte, no ve las cosas como son, porque no le conviene. Está dentro de una alucinación. Don Quijote, a quien Cervantes quiso dar un sentido negativo, es un símbolo de la afirmación de la vida. Don Quijote vive más que todas las personas cuerdas que le rodean, vive más y con más intensidad que los otros. El individuo o el pueblo que quiere vivir se envuelve en nubes como los antiguos dioses cuando se aparecían a los mortales. El instinto vital necesita de la ficción para afirmarse. La ciencia entonces, el instinto de crítica, el instinto de averiguación, debe encontrar una verdad: la cantidad de mentira que es necesaria para la vida. ¿Se ríe usted?
—Sí, me río, porque eso que tú expones con palabras del día, está dicho nada menos que en la Biblia.
—¡Bah!
—Sí, en el Génesis. Tú habrás leído que en el centro del paraíso había dos árboles, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. El árbol de la vida era inmenso, frondoso, y, según algunos santos padres, daba la inmortalidad. El árbol de la ciencia no se dice cómo era; probablemente sería mezquino y triste. ¿Y tú sabes lo que le dijo Dios a Adán?
—No recuerdo; la verdad.
—Pues al tenerle a Adán delante, le dijo: Puedes comer todos los frutos del jardín; pero cuidado con el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, porque el día que tú comas su fruto morirás de muerte. Y Dios, seguramente, añadió: Comed del árbol de la vida, sed bestias, sed cerdos, sed egoístas, revolcaos por el suelo alegremente; pero no comáis del árbol de la ciencia, porque ese fruto agrio os dará una tendencia a mejorar que os destruirá. ¿No es un consejo admirable?
—Sí, es un consejo digno de un accionista del Banco —repuso Andrés.
—¡Cómo se ve el sentido práctico de esa granujería semítica! —dijo Iturrioz—. ¡Cómo olfatearon esos buenos judíos, con sus narices corvas, que el estado de conciencia podía comprometer la vida!

el espíritu pueblerino
Muchas veces a Hurtado le parecía Alcolea una ciudad en estado de sitio. El sitiador era la moral, la moral católica. Allí no había nada que no estuviera almacenado y recogido: las mujeres en sus casas, el dinero en las carpetas, el vino en las tinajas. (…) Con aquel régimen de guardarlo todo, Alcolea gozaba de un orden admirable; sólo un cementerio bien cuidado podía sobrepasar tal perfección (…).

El odio contra el espíritu del pueblo le sostenía en su lucha secreta, era uno de esos odios profundos, que llegan a dar serenidad al que lo siente, un desprecio épico y altivo. Para él no había burlas, todas resbalaban por su coraza de impasibilidad.

madrid, campo de ceniza
Siempre en este Madrid la misma interinidad, la misma angustia hecha crónica, la misma vida sin vida, todo igual.
—Sí; esto es un pantano —murmuró Montaner.
—Más que un pantano es un campo de ceniza

la españa anticientífica
Para él [don Blas] los datos comprobados no significaban nada. Creía en el fondo que se escribía para demostrar ingenio, no para exponer ideas con claridad, y que la investigación de un sabio se echaba abajo con una frase graciosa.

contra los chulos
Toda aquella sucia morralla de chulos eran los que vociferaban en los cafés antes de la guerra, los que soltaron baladronadas y bravatas para luego quedarse en sus casas tan tranquilos. La moral del espectador de corrida de toros se había revelado en ellos; la moral del cobarde que exige valor en otro, en el soldado en el campo de batalla, en el histrión, o en el torero en el circo. A aquella turba de bestias crueles y sanguinarias, estúpidas y petulantes, le hubiera impuesto Hurtado el respeto al dolor ajeno por la fuerza.

la injusticia
Andrés pudo evidenciar que la fuerza de la ley disminuye proporcionalmente al aumento de medios del triunfador. La ley es siempre más dura con el débil. Automáticamente pesa sobre el miserable. Es lógico que el miserable por instinto odie la ley.

al cuerpo lo que es del cuerpo
A Andrés le gustaba encontrarse con un tipo distinto a la generalidad. En las novelas se daba como una anomalía un hombre joven sin un gran amor; en la vida lo anómalo era encontrar un hombre enamorado de verdad. El primero que conoció Andrés fue Lamela; por eso le interesaba.
El viejo estudiante padecía un romanticismo intenso, mitigado en algunas cosas por una tendencia beocia de hombre práctico. Lamela creía en el amor y en Dios; pero esto no le impedía emborracharse y andar de crápula con frecuencia. Según él, había que dar al cuerpo sus necesidades mezquinas y groseras y conservar el espíritu limpio.
Esta filosofía la condensaba, diciendo: Hay que dar al cuerpo lo que es del cuerpo, y al alma lo que es del alma.

definición del amor
—Pues el amor, y le voy a parecer a usted un pedante, es la confluencia del instinto fetichista y del instinto sexual.

nostalgia del siglo de oro
Este buen hidalgo había llegado a identificarse con la vida antigua y a convencerse de que la gente discurría y obraba como los tipos de las obras españolas clásicas, de tal manera, que había ido poco a poco arcaizando su lenguaje (…).
—Este mi señor don Blas, querido y agareno amigo, ha tenido la dignación de presentarme a su merced como un hijo predilecto de Euterpe; pero no soy, aunque me pesa, y su merced lo habrá podido comprobar con el arrayán de su buen juicio, más que un pobre, cuanto humilde aficionado al trato de las Musas, que labora con estas sus torpes manos en amenizar las veladas de los socios, en las frigidísimas noches del helado invierno.
 (…) Tenían frases hechas, que las empleaban a cada paso: el ascua de la inteligencia, la flecha de la sabiduría, el collar de perlas de las observaciones juiciosas, el jardín del buen decir...

filósofos alemanes: emborrachan y no alimentan
Tú quieres una síntesis que complete la cosmología y la biología; una explicación del Universo físico y moral. ¿No es eso?
—Sí.
—¿Y en dónde has ido a buscar esa síntesis?
—Pues en Kant, y en Schopenhauer sobre todo.
—Mal camino —repuso Iturrioz—; lee a los ingleses; la ciencia en ellos va envuelta en sentido práctico. No leas esos metafísicos alemanes; su filosofía es como un alcohol que emborracha y no alimenta. ¿Conoces el “Leviathan” de Hobbes? Yo te lo prestaré si quieres.
—No; ¿para qué? Después de leer a Kant y a Schopenhauer, esos filósofos franceses e ingleses dan la impresión de carros pesados, que marchan chirriando y levantando polvo.
—Sí, quizá sean menos ágiles de pensamiento que los alemanes; pero en cambio no te alejan de la vida.

el mundo después de Kant
—Si la vida fuera tan fuerte que le arrastrara a uno, el pensar sería una maravilla, algo como para el caminante detenerse y sentarse a la sombra de un árbol, algo como penetrar en un oasis de paz; pero la vida es estúpida, sin emociones, sin accidentes, al menos aquí, y creo que en todas partes, y el pensamiento se llena de terrores como compensación a la esterilidad emocional de la existencia.
—Estás perdido —murmuró Iturrioz—. Ese intelectualismo no te puede llevar a nada bueno.
—Me llevará a saber, a conocer. ¿Hay placer más grande que éste? La antigua filosofía nos daba la magnífica fachada de un palacio; detrás de aquella magnificencia no había salas espléndidas, ni lugares de delicias, sino mazmorras oscuras. Ése es el mérito sobresaliente de Kant; él vio que todas las maravillas descritas por los filósofos eran fantasías, espejismos; vio que las galerías magníficas no llevaban a ninguna parte.
—¡Vaya un mérito! —murmuró Iturrioz.
—Enorme. Kant prueba que son indemostrables los dos postulados más trascendentales de las religiones y de los sistemas filosóficos: Dios y la libertad. Y lo terrible es que prueba que son indemostrables a pesar suyo.
—¿Y qué?
—¡Y qué! Las consecuencias son terribles; ya el universo no tiene comienzo en el tiempo ni límite en el espacio; todo está sometido al encadenamiento de causas y efectos; ya no hay causa primera; la idea de causa primera, como ha dicho Schopenhauer, es la idea de un trozo de madera hecho de hierro.
—A mí sí. Me parece lo mismo que si viéramos un gigante que marchara al parecer con un fin y alguien descubriera que no tenía ojos. Después de Kant el mundo es ciego; ya no puede haber ni libertad ni justicia, sino fuerzas que obran por un principio de causalidad en los dominios del espacio y del tiempo.

el oscuro espejo de los animales
—¿Hay que indignarse porque una araña mate a una mosca? —siguió diciendo Iturrioz—. Bueno. Indignémonos. ¿Qué vamos a hacer? ¿Matarla? Matémosla. Eso no impedirá que sigan las arañas comiéndose a las moscas. ¿Vamos a quitarle al hombre esos instintos fieros que te repugnan? ¿Vamos a borrar esa tendencia del poeta latino: “Homo, homini lupus”, el hombre es un lobo para el hombre? Está bien. En cuatro o cinco mil años lo podremos conseguir. El hombre ha hecho de un carnívoro como el chacal un omnívoro como el perro; pero se necesitan muchos siglos para eso (…).
Ahí tienes el “ichneumon”, que mete sus huevos en una lombriz y la inyecta una substancia que obra como el cloroformo; el “sphex”, que coge las arañas pequeñas, las agarrota, las sujeta y envuelve en la tela y las echa vivas en las celdas de sus larvas para que las vayan devorando; ahí están las avispas, que hacen lo mismo arrojando al “spoliarium” que sirve de despensa para sus crías, los pequeños insectos paralizados por un lancetazo que les dan con el aguijón en los ganglios motores; ahí está el “estafilino” que se lanza a traición sobre otro individuo de su especie, le sujeta, le hiere y le absorbe los jugos; ahí está el “meloe”, que penetra subrepticiamente en los panales de las abejas, se introduce en el alvéolo en donde la reina pone su larva, se atraca de miel y luego se come a la larva; ahí está...
—Sí, sí, no siga usted más; la vida es una cacería horrible.
—La naturaleza es lo que tiene; cuando trata de reventar a uno, lo revienta a conciencia. La justicia es una ilusión humana; en el fondo todo es destruir, todo es crear. Cazar, guerrear, digerir, respirar, son formas de creación y de destrucción al mismo tiempo.

Pío Baroja
El árbol de la ciencia (1911)



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