28 enero 2013
'Django': spaguetti western a la boloñesa
Jesús García Bueno
@jesusgbueno
En el país de Tarantino, los padres de la patria proclaman
ufanos: "In blood we trust!". La sangre, bien roja y densa, corre por Django:
unchained como vuelan los caballos por las praderas de Texas, una
tierra poblada por paletos blancos y desdentados y negros que se mueven entre
la sumision -¡qué impacto ver a uno de los suyos a lomos de un corcel!- y la
sed de venganza. La cinta vacía los revólveres al tiempo que
suministra descargas de adrenalina. Es un experimento cinematográfico de
los shoot'em up, esos videojuegos en los que solo hay que disparar y
disparar. A la que puede, Django (Jamie Foxx) no deja títere con cabeza.
Como Máximo en Gladiator, también Django pasa de
esclavo a señor, convertido en el cazarecompensas más rápido del Oeste, un
Lucky Luke afroamericano que conecta con la estética de los raperos negros más
malotes de la costa Este. Porque una cosa está clara: aunque el sufrimiento de
los esclavos se ilustra con toda su crudeza -el spaguetti western a la
boloñesa cocinado por Tarantino nos regala el descuartizamiento de un
hombre por dos perros de presa- Django no plantea ningún
dilema moral en relación con la esclavitud, aunque ridiculiza a sus defensores:
desde un hacendado fingidamente culto que se entretiene con las peleas de mandingos hasta
una horda de pueblerinos precursores del Ku Klux Klan que se enzarzan en una
hilarante discusión sobre la incomodidad de compaginar las capuchas con una
carga de caballería como Dios manda.
Su protagonista tampoco es un libertador del pueblo. Le
mueve el amor por su mujer, una esclava que fue acogida por una familia
alemana y que por ello habla la lengua de Goethe. Esa feliz circunstancia
nos enreda en una historia verosímil y traza una narración simple, pero
vibrante y efectiva. El doctor King Shultz, un cazarecompensas cultísimo, sutil
e irónico -aunque implacable con la pistola- convierte a Django en un nuevo
Sigfrido, el héroe germánico que debe superar las adversidades para reunirse
con su amada.
Es de agradecer que Tarantino no olvide esos anhelos
universales, aunque alarga excesivamente el filme (¡tres horas!) y se
resiste a ponerle un punto y final. A fuerza de prepararnos para el habitual
baño de sangre -que nos redime de nuestros pecados y excita nuestros sentidos-
solo logra que la catarsis colectiva aparezca algo descafeinada. Es
cierto: no debí esperar de Django una segunda parte de Unglorious
bastards, que porfinezza y sentido del humor sigue un peldaño
por encima en el altar del libérrimo Tarantino.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario