01 febrero 2013

El lapsus feliz de Rajoy

Joan Pau Inarejos
“España no se reduce a lo castellano”. Inteligente y sutil réplica al independentismo, aunque me temo que efímera.

Los deslices de los políticos no siempre entran en la categoría del gazapo. Al contrario: a veces nuestros gobernantes ponen la mente en blanco y, como llevados por una inspiración angélica, dicen algo sensato. Eso le ocurrió el otro día a Mariano Rajoy.

En una mañana apacible, justo antes de que descargase el huracán Bárcenas, el presidente del gobierno huyó del mundanal ruido y se refugió en el museo del Prado. Tras las columnas neoclásicas de la pinacoteca madrileña está el templo de la España que muchos amamos utópicamente: no la de Cánovas y Sagasta, sino la de Velázquez y Goya. La España de la cultura y de la pintura, la humanista y también la castiza, la España atravesada por la luz italiana y por las tinieblas de El Greco. La que se vistió de negro en las noches místicas y la que amaneció roja con Lorca y Miguel Hernández. La que me emociona en el cementerio de Colliure, frente a los colores republicanos que decoran la tumba de Machado. Propia y extraña a la vez para muchos catalanes, pero siempre fascinante.

“España no se reduce a lo castellano”. Así habló Rajoy en inteligente y sutil réplica al independentismo, aunque me temo que efímera. Esta fue la frase del ex registrador de la propiedad gallego, a quien no le conocíamos ambición alguna por inventariar la complejidad hispana (por supuesto el guion no era suyo: el lúcido secretario de estado de cultura, José María Lassalle, sonreía a su lado satisfecho). Al contrario, los sarcasmos marianos contra la España plural zapaterista han sido gruesos, sinceros y de puro en boca.

Sin embargo, algo mágico deben de tener esos 400 metros que median entre el Congreso y el Prado, porque el de Pontevedra tuvo aquella mañana un lapsus feliz. Resucitó, quizá sin quererlo, un bello ideal que creíamos enterrado: la España previa al españolismo, si se nos permite tal fantasía. La Commonwealth anterior a la macrocefalia madrileña y al borbonismo deseoso de superar sus complejos con el centralismo francés. La nación que se puede compartir. La nación que los catalanes, por ejemplo, han estado buscando durante los últimos siglos como denodados argonautas y que ahora llega irremediablemente tarde y en forma de evocación literaria. Una España quizá tan imaginaria como la de los óleos del Prado, pero la única en la que querríamos vivir muchos buscadores del vellocino de oro definitivamente desencantados.

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