15 junio 2012

Gatos


Joan Pau Inarejos

Cada madrugada, al doblar la esquina de camino al trabajo, un gato me observa. Ha salido de su refugio diurno, un gran descampado rodeado de vallas, y acude puntualmente a la cita, erguido y monumental en medio de la acera. En su Libro del desasosiego, Pessoa quiere ver en la contemplación profunda de los gatos, concentrados ante la luna, un posible indicio de la inteligencia abstracta de los animales. ¿Qué pensará un gato cuando nos mira? No me digan que no es admirable cómo aguanta esos ojos profundos, como mandalas o caleidoscopios, con la tiesura del reptil y la suavidad del mamífero. 

Rebuscador de basura pero también vigía de las estrellas, con razón ha sido tantas veces sospechoso de magia negra y siempre cotizado en las civilizaciones mistéricas. Hay algo de secreto, algún as en la manga de estas criaturas aterciopeladas, que mantienen su inalterable quietud aunque pases a su vera, en las antípodas de la vulgaridad asustadiza de las ovejas y las gallinas. Esa confianza en si mismos. Ese saber que siempre podrán salir corriendo más rápido que tú (música de western entre nosotros dos). Esa envidiable flexibilidad a prueba de alturas y agujeros, buceando por la ciudad, recomponiendo el cuerpo con felina resiliencia y tratando el suelo que pisan con la delicadeza de las bailarinas. 

Si tiene razón José Antonio Marina cuando dice que el arte es esfuerzo convertido en gracia, entonces los gatos son genios, capaces de dominar el escenario sin hacer apenas ruido, consiguiendo el efecto sin que se note el cuidado. Y son lo más parecido al ojo avizor de Dios, porque, cuando te alejas, siempre te siguen mirando.


No hay comentarios: