27 febrero 2012

‘El viaje de Chihiro’ (2001): la Alicia de Carroll habla japonés y nos deja mudos


LA PELÍCULA EN LA MEJOR WEB DE CINE: LABUTACA
por JOAN PAU INAREJOS
Nota: 10
Este año se cumple una década del triunfo en los Oscar de ‘El viaje de Chihiro’ y algunos habíamos cometido la insensatez de no verla. Hay que dar las gracias al canal temático Súper 3, que, en un gesto loable, le ha dedicado más de dos horas seguidas de su programación, sin publicidad alguna que pueda distraernos de esta odisea maravillosa.

Lo que nos propone Hayao Miyazaki no es fácil de describir con palabras (afortunadamente). Digamos que el genio de la animación se saca de la chistera una ‘Alicia en el país de las maravillas’ a lo grande y en japonés, relatando el viaje iniciático de una niña llamada Chihiro. Y donde allí había madrigueras de conejos y puertas inquietantes, aquí hay un largo túnel y un parque temático en ruinas, que se convierte en inopinado lecho de un mundo durmiente de fantasía.

Al escapar de la mano de sus padres, la rebelde protagonista infantil emprenderá sin quererlo una expedición en busca de su propia personalidad y huelga decir que el mismísimo Carl Jung hubiera dado un millón de francos suizos por verlo (no en vano fue el descubridor del sueño como hábitat de las simientes de la identidad del hombre, más que de sus traumas o subproductos). Este Wonderland nipón, aún más rico, prodigioso e irónico que los mundos descritos por el reverendo Carroll, exhibe una geografía onírica deslumbrante. Ahí está ese castillo en medio del mar, esas súbitas transformaciones del paisaje, esas arquitecturas y maquinarias laberínticas, brillantemente detalladas, con ascensores que suben sin término o trenes melancólicos que surcan el mar, esa microfauna de los espíritus del polvo y las minúsculas aves de papel, o esos seres zoomórficos que menudean por puentes, baños y subterráneos. El papel de la Reina de Corazones corresponde a la hechicera Yubaba, una bruja macrocéfala encerrada en sus complejos maternales con un bebé gigantesco (todo un hallazgo el escenario de esa habitación de juguetes hipertrofiados), mientras que Haku, el enigmático joven-dragón, hará las veces de aliado secreto de Chihiro.

Miyazaki viste su fábula con un dibujo de belleza cautivadora, un colorido sedoso y grácil, imbuido de amor a la naturaleza, a sus texturas y a sus crueldades animales (esos cerdos castigados), a todas luces más deudor de las fuentes sintoístas y mitológicas que de la animación occidental, tan cargada de complejos infantiloides y políticamente correctos. Del circuito neuronal hollywoodiense jamás hubiera salido esta joya. ¿Quizá por eso unos académicos deslumbrados le concedieron la estatuilla?

Ojalá pudieramos aquilatar en estas pocas líneas las incontables escenas antológicas que jalonan el viaje de Miyazaki, como la visita del monstruo baboso a la gran bañera, el espíritu sin rostro que ofrece pepitas de oro para zamparse al personal, la purga emocional de una Chihiro llorosa mientras come arroz, o esa inolvidable caída a pleno vuelo, donde escuchamos un diálogo extremadamente íntimo y poético: “Yo soy el río donde caíste de pequeña y perdiste el zapato”. Crucé todo un mundo por encontrarte.

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