La respuesta queda lejos de ser sencilla. Resulta absurdo pretender que imprecamos a una máquina. Pero, en rigor, tampoco insultamos a una persona física, real, sino más bien a un ente mixto, que existe únicamente en cuanto la persona ejerce como conductor y se halla dentro de su auto.
Recuerdo ahora un viejo corto de animación de la factoría Disney. Lo protagoniza Goofy. El corto se titula Motor Mania, y es del año 1950. Se puede encontrar fácilmente en YouTube, véanlo, es gracioso. Goofy es allí un escrupuloso y pacífico ciudadano incapaz de pisar una hormiga. Una vez sentado a su auto, sin embargo, sufre una transformación como la del Dr. Jekyll en Mr. Hyde y se convierte en una especie de demonio, infinitamente susceptible y agresivo.
Pongamos que, en el peor de los casos, el crítico sea como Goofy. Un tipo corriente que, sin embargo, con un libro entre las manos, y puesto en situación de leerlo con vistas a pronunciarse públicamente sobre él, se transmuta en celoso guardián de su propia concepción de la buena literatura y exacerba su susceptibilidad hacia todo lo que la confirma o la contraría. Del mismo modo que, en esta tesitura, él deja de lado al ecuánime ciudadano que suele ser, los ataques que entonces prodiga no van dirigidos al -a su vez- pacífico ciudadano que se aloja en el libro en cuestión, no al menos en cuanto sujeto independiente, aislable del libro mismo. Después de maltratar por escrito su libro en las páginas de un diario, podría coincidir con él en un ascensor y mostrarse reverencioso y amable, sin ninguna hipocresía.
Y es que no se trata, en rigor, de nada personal.
Cómo explicarlo.
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