31 diciembre 2011

CREER DESDE LA EXPERIENCIA DEL MAL

Juan Luis Ruiz de la Peña
Teología de la creación (1988)


EL MISTERIO DEL MAL
“Las presuntas ‘explicaciones’ del mal arrojan siempre un saldo decepcionante, entre otras cosas porque está por ver que una respuesta especulativa haya acallado alguna vez una pregunta vivencial; está por ver que el más irreprochable silogismo posea virtualidades analgésicas”

La teología no debería aspirar a ‘explicar’ el mal. Primero, porque es ésta una aspiración presuntuosa y antipática, por desmesurada: “el afán de los teólogos de interpretar y hablar donde sería más conveniente callar es realmente insoportable” (Sölle). Pero, además, porque tal menester probablemente no compete a la teología (…) en exclusiva; otras ciencias humanas –filosofía, psicología, sociología, medicina, etcétera- pueden y deben decir algo sobre esto (…). Las presuntas “explicaciones” del mal emprendidas por las teodiceas y las teologías clásicas arrojan siempre un saldo decepcionante, entre otras cosas porque está por ver que una respuesta especulativa haya acallado alguna vez una pregunta vivencial; está por ver que el más irreprochable silogismo posea virtualidades analgésicas. Ni el más entusiasta marxista dejará de sufrir por la desaparición de un ser querido leyendo la “explicación” engelsiana de la muerte en términos de necesidad biológica (…).

CREER DESPUÉS DE AUSCHWITZ
“No sólo resulta imposible creer después de Lisboa [terremoto siglo XVIII]; la cuestión es si es posible vivir después de Auschwitz; y puesto que la negación de Dios estaba ya consolidada, este nuevo choque con la realidad conduce a la negación del sentido”

Al igual que ocurriera con el lebniziano [el optimismo teológico de Leibniz chocó con el terremoto de Lisboa, como constató Voltaire], el optimismo tecnocrático se da de bruces con la realidad [en el siglo XX], esta vez en forma de guerras mundiales, campos de exterminio, archipiélagos Gulag, bombas de napalm, etc. Y puesto que la negación de Dios estaba ya suficientemente consolidada, este nuevo choque con la realidad conduce a la negación del sentido. El mal, en suma, ha puesto en marcha un proceso que comenzó declarando a Dios inexistente y que termina declarando al mundo insensato. El naufragio dela teodicea lo es también de la cosmodicea; de la antiteodicea se transita sin solución de continuidad al sinsentido. En efecto, no sólo resulta imposible creer después de Lisboa [terremoto siglo XVIII], como escribía Voltaire; la cuestión que se debate hoy es si es posible “vivir después de Auschwitz”, como escribe Adorno. “Después de Auschwitz, la sensibilidad no puede menos de ver en toda afirmación de la positividad de la existencia una charlatanería, una injusticia para con las víctimas, y tiene que rebelarse contra la extracción de un sentido, por abstracto que sea, de aquel trágico destino”. El pensador judeo-alemán concluye lapidariamente: “después de Auschwitz, toda cultura es basura” (…).

EL DIOS SILENCIOSO
 “Lo que alimenta el furor de Job no es el dolor que sufre, sino el silencio de un Dios que calla; de no creer en Dios, todo sería infinitamente más sencillo: bastaría con dejarse morir sin tantos aspavientos”

“Existe el mal, luego no existe Dios y, por ende, no hay sentido”. ¿Es esto todo cuanto puede dar de sí la meditación secular sobre el mal? No; aún cabe otra salida. “Existe el mal, luego tendría que existir Dios” (…). Observemos, por de pronto, que es la existencia de Dios lo que hace del mal un enigma torturante (…). Y sobre todo, si Dios no existe, ¿a quién pedir cuentas, ante quién litigar, contra quién presentar denuncia? Recordemos el verso de Alcántara: “si Dios existe, me debe una explicación” (…). Lo que alimenta el furor de Job no es el dolor que sufre, sino el silencio de un Dios que calla. Como he tratado de mostrar en otro lugar (‘La otra dimensión. Escatología cristiana’), el poema de Job es teocéntrico, no antropocéntrico. De no creer en Dios, todo sería infinitamente más sencillo, como lo es para la mujer de nuestro personaje; bastaría con dejarse morir sin tantos aspavientos.

(…) Otro gran frankfurtiano, M. Horkheimer, ha popularizado lo que él llama “la añoranza de lo absolutamente distinto”, “la esperanza de que exista un absoluto positivo”, “la esperanza de que la injusticia que caracteriza al mundo no pueda permanecer así, que lo injusto no pueda considerarse como la última palabra”, “la nostalgia de que el asesino no pueda triunfar sobre la víctima inocente”. En la misma línea un teólogo judío (Eugene B. Borowitz) se pregunta por qué el ateísmo no ha logrado arraigar en la sociedad israelita superviviente al genocidio nazi (…) “Podíamos no hablar, pero no podíamos no creer” (…). “El pensamiento que no se decapita desemboca en la trascendencia”, señala Adorno. Efectivamente, a la razón no dispuesta a capitular ante la sinrazón del sinsentido absoluto y de la iniquidad irrevocable le resta sólo la anhelante sospecha de que, después de todo, quizá exista un “absolutamente otro” que salve in extremis a la realidad de la irracionalidad del mal.

EL ESCEPTICISMO DERROTISTA
 “Los discursos del “todo es igual”, “todo es inútil”, “nada merece la pena”, conducen derechamente al derrotismo, bloquean todo posible movimiento de resistencia al mal, entregan inerme al inocente a la violencia; La presunta lucidez desencantada de la razón pura, es, en realidad, connivencia con el mal”

(…) ¿Es posible creer desde la experiencia del mal?, nos preguntábamos al comienzo. La razón pura responde: no; este universo (…) no es digno de crédito. La razón práctica, en cambio, retorna al postulado kantiano y apuesta por una postrera acreditación de la realidad, se atreve a nutrir esperanza en una instancia última que termine justificando el universo, librándolo del juicio sumarísimo y del consiguiente ajusticiamiento a que lo ha sometido su hermana mayor, la razón pura. Esta actitud de la razón práctica es, pues, razonable (…). Recordemos de nuevo a Adorno: “el abstracto nihilismo tendría que enmudecer ante la réplica: ‘¿por qué entonces vives también tú?’”. Si el mundo no es cosmos, sino caos irreparable, si la existencia no posee ningún sentido, la lógica racional debiera decretar la dimisión de la vida, la negativa a prolongar la tráfica farsa. ‘Finita la commedia’. De otro lado, los discursos del “todo es igual”, “todo es inútil”, “nada merece la pena”, conducen derechamente al derrotismo, bloquean todo posible movimiento de resistencia al mal, entregan inerme al inocente a la violencia que lo destruye, desmantelan su capacidad de reacción. La presunta lucidez desencantada de la razón pura, es, en realidad, connivencia con el mal. Por eso la razón práctica ha tenido siempre, y seguirá teniendo, firmes valedores.

LA RAZÓN PRÁCTICA ESPERANZADA
“Mientras que el pesimismo radical es un fenómeno elitista, la actitud generalizada es acoger la realidad, querer vivir, pese a todo; ¿Por qué? Porque se intuye, más o menos oscuramente, que la esperanza es más razonable que la desesperación –y más sana también-, que la inevidencia del sentido no equivale a la evidencia del sinsentido; y que, en fin, al hombre le es consustancial la capacidad radical de conferir crédito y albergar confianza”

Más aún: mientras que el pesimismo radical es un fenómeno minoritario, elitista, la actitud generalizada, espontánea e irrefleja del hombre de lacalle ante la vida es la actitud afirmativa. El hombre propende connaturalmente a acoger la realidad, a aceptarla, más que a repudiarla o a negarla. No debería causar sorpresa que el ser humano aborrezca vivir –le sobran motivos para ello-, sino que quiera vivir. Y sin embargo, este querer vivir, pese a todo, es al dato que registra la experiencia como actitud masivamente mayoritaria. ¿Por qué? Porque se intuye, más o menos oscuramente, que la esperanza es más razonable que la desesperación –y más sana también-; que la inevidencia del sentido no equivale a la evidencia del sinsentido; y que, en fin, al hombre le es consustancial (como mostrara Laín brillantemente) la credentialidad y la fiducialidad, esto es, la capacidad radical de conferir crédito y albergar confianza (…).

JESÚS ANTE EL MAL
“Jesús no trivializa el mal, pero no se deja deslumbrar por él; también ha tenido ojos para ver los lirios del campo que florecen cada primavera y ha tenido oídos para escuchar los pájaros del cielo, que cantan siempre en modo mayor”

La cuestión que nos ocupa, formulada cristianamente, podría enunciarse así:¿cómo ha vivido Jesús la experiencia del mal?(…) Empecemos por un rasgo que los evangelios subrayan muy singularmente: Jesús parece haber comprendido su ministerio público, entre otras cosas, como un duelo a muerte contra el demonio (…); Jesús no ha trivializado el mal. Le ha reconocido una envergadura, un espesor y una densidad sobrehumanos. Jesús encara el mal a sabiendas de que es algo tremendamente serio, poderosamente devastador. Por otra parte, Jesús no se ha dejado deslumbrar por el mal. Aun percibiéndolo con insuperable nitidez, también ha tenido ojos para ver los lirios del campo que florecen cada primavera espléndidamente y ha tenido oídos para escuchar a los pájaros del cielo, que cantan siempre “en modo mayor”. La experiencia del mal no ha sido su única experiencia; como advierte González Faus, dicha experiencia se da para él en el marco de una excepcional capacidad para el gozo, la serenidad y la paz (…): saluda a los suyos invariablemente con el schalom, la paz contagiosa de los bienes salvíficos; transmite a la muchedumbre la sensación de confianza, de fortaleza acogedora; sabe consolar… Realmente, de la figura de Jesús irradian aquellos rasgos de credentialidad y fiducialidad a que nos referíamos antes como inherentes a toda condición humana sana, en equilibrio con su interioridad y con su entorno, y está totalmente ausente el unamuniano “sentimiento trágico de la vida”.

Y sin embargo, Jesús ha conocido y sondeado en profundidad el cáliz amargo del sufrimiento. La historia de la pasión es la historia dela ‘desdicha’, en el sentido que Simone Weil da a esta palabra, con la que se significa una situación en que se acumulan las tres dimensiones del dolor (físico, psíquico y social). El rabino de Nazaret no sólo ha soportado una tortura corporal de indecible crueldad, sino que ha padecido el fracaso de su misión, el entenebrecimiento de su propia identidad, el eclipse de Dios que constituía su polo de referencia permanente, la negación y el abandono de los que le fueran adictos, el descrédito público de su causa, la befa escarnecedora de sus pretensiones (…). La historia de Job se iguala y sobrepuja en el último tramo de la historia de Jesús. La escena de Getsemaní, más quizás que la del Gólgota, representa la quintaesencia del dolor químicamente puro; este hombre, que bascula patéticamente entre la oración a Dios y la cercanía física de los amigos, la búsqueda angustiosa de un consuelo que no encuentra, porque Dios calla (como callara ante Job) y a los amigos les ha entrado el sueño, este hombre es verdaderamente el arquetipo de la desventura, el vivo retrato de la desdicha (…).

Al igual que lo que seguramente ocurre alguna vez en la vida de cada uno de nosotros, llegó un momento en la vida de Jesús en el que se borraron todas las respuestas y quedó en pie solo un ‘por qué’ (…). Pues bien, Jesús ha creído en Dios desde el ‘por qué’ sin respuesta empírica posible. Ha creído en Dios, no a pesar o al margen de, sino ‘desde’ la experiencia del mal (…). En suma: Jesús no se ha comportado ante el mal como un asceta, sino como un místico (…): el místico sabe que se trata de una realidad en éxodo, cuyo destino es la resurrección (…).

EL DIOS CONSUFRIENTE
“La SS colgó a un joven que agonizó media hora y alguien detrás de mí preguntaba ¿dónde está ahora Dios?; En mí mismo escuché la respuesta: ‘Aquí… está ahí, colgado de la horca”

Pero con esto no está dicho aún lo más decisivo que la fe cristiana puede decir al respecto, a saber, que todo cuanto acabamos de afirmar sobre Jesús y su experiencia del mal se puede y se debe afirmar de Dios. Aquí se emplaza el escándalo más insoportable del cristianismo: el qué, amén de repugnar a judíos y gentiles, horrorizó a Arrio y a Nestorio: que en Getsemaní sufrió Dios, que en el Gólgota murió Dios (…).

“La SS colgó a dos hombres judíos y a un joven delante de todos los internados en el campo. Los hombres murieron rápidamente, la agonía del joven duró media hora. Alguien detrás de mí preguntaba: ’¿dónde está Dios?, ¿dónde?’. Cuando, después de un buen rato, el joven continuaba sufriendo colgado de la soga, oí otra vez al hombre decir: ‘¿dónde está Dios ahora?’. Y en mí mismo escuché la respuesta: ‘¿dónde está? Aquí… Está ahí, colgado de la horca’”. Este episodio, recogido por un superviviente de Auschwitz, es el eco de una sentencia de Jesús: “lo que a uno de éstos hicisteis, a mí me lo hicisteis”. El hombre situado detrás del narrador, que pide que Dios intervenga, no sabe que está interviniendo. Pero como sujeto paciente, no como deus ex machina. Como víctima, no como espectador o verdugo (…); ignora que el Dios verdadero es un Dios sim-pático, con-sufriente, no apático, y ya está en escena, no causando, enviando o permitiendo el mal, sino sufriéndolo en mí y conmigo; tampoco suprimiéndolo, sino mostrándolo asumible, desvelándome que incluso en ese mal hay sentido o, mejor, que a través de esa noche oscura amanece ya la aurora de la salvación.

La teología cristiana se nos propone así como la inversión de la teodicea deísta; ésta declara a Dios inocente del mal del hombre; aquélla declara a Dios sufriente del mal del hombre. La teodicea cree a Dios capaz de evitar el mal al hombre. El evangelio cree al hombre capaz de inferir el mal a Dios y proclama a Dios a alguien que ha sufrido ese mal. Para decirlo con palabras de Bonhoeffer: “Dios es impotente y débil en el mundo, y sólo así está Dios con nosotros y nos ayuda… La religiosidad humana remite al hombre necesitado al poder de Dios en el mundo… La Biblia lo remite a la debilidad y al sufrimiento de Dios”.

CREER DESDE EL MAL
“El mal no es el problema a solucionar ‘antes’ de creer en Dios; es la situación en que Dios se nos ha revelado; deja de ser un problema técnicamente soluble para ser un misterio a esclarecer vivencialmente”

Mientras las diversas metafísicas se obstinan en reducir el mal al rango de subproducto residual de la finitud (Teilhard), o de simple ausencia de bien (San Agustín, Santo Tomás), las soteriologías laicas sólo saben postular y prometer su abolición. Esta actitud trivializa el mal, que, de misterio ontológico, se degrada a problema técnico, con lo que se incide otra vez en un vano optimismo neoleibniziano (el mundo no es tan malo como parece caso y, en todo caso, tiene arreglo). Además, prometiendo su abolición en el futuro, dichas soteriologías hacen de él un sinsentido en el presente, desarman al que sufre hoy y lo dejan sin recursos ante la fatalidad de un sufrimiento ‘todavía’ no superable (…).

La fe cristiana imprime al tema un sesgo rigurosamente inédito. El mal no es el problema a solucionar ‘antes’ de creer en Dios; el mal es la situación en que Dios se nos ha revelado tal cual es; como aquel que lo vence asumiéndolo solidariamente y transmutándolo en semilla de resurrección. El mal deja así de ser un problema soluble teóricamente para convertirse en un misterio a esclarecer vivencialmente (…). Creer desde la experiencia del mal es creer desde la esperanza en una victoria sobre el mal (…); Creer desde la experiencia del mal es alinearse contra el mal experimentado. Formulado cristológicamente: creer desde la cruz es alinearse contra toda forma de crucifixión (…) [esto] podría dar pie a la objeción del evasionismo (…); creer puede ser un modo de huir. Pero no hay tal. Esperar es operar en la dirección de lo esperado. Si se alberga la convicción de que el mal será totalmente vencido mañana, ello significa que puede ir siendo vencido hoy. La esperanza en la victoria quiebra el fatalismo del mal como ‘ananké’, como destino irrebasable; esa esperanza está, pues, contra la pasividad resignada y postula, para ser coherente, la actitud militante.

Juan Luis Ruiz de la Peña
Teología de la creación (1988)

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