17 abril 2007

Y el hombre se detuvo frente a la huella

JOSÉ ANTONIO MARINA, ‘TEORÍA DE LA INTELIGENCIA CREADORA’

En un momento de su evolución, el hombre aprendió a decir no al estímulo. Inhibió una respuesta ordenada en él desde hacía siglos. No sabemos cómo sucedió, pero no me resisto a imaginarlo, advirtiendo al lector que debe tomar este párrafo como un ejercicio literario y no como una exposición científica.

“Atraviesa corriendo un paisaje de olores y pistas; la presa es la luz al fondo de un túnel”

Nuestro antepasado de frente huidiza y largos brazos caza el bisonte en el páramo. Atraviesa corriendo un paisaje de olores y pistas. Arrastrado por el rastro, salta, corre, gira la cabeza, explora, husmea. La presa es la luz al fondo de un túnel. Sólo existe esa atracción feroz y una sumisión sonámbula. Sólo sabe que la ansiedad se aplaca al seguir aquella dirección. No caza, se desahoga. No persigue un bisonte: corre por unos corredores visuales y olfativos que le excitan. Las huellas le empujan. Los signos disparan los movimientos de sus piernas, con el certero automatismo con el que alteran los latidos de su corazón. No hay nada que pensar, porque aún no piensa. Su cerebro calcula y le impulsa.

Está sujeto a la tiranía del “Si A… entonces B”. La secuencia ‘If-then’. Si ve la oscura figura del animal en la entreluz de la maleza, corre sesgado (para cortarle el paso). Si está muy cerca aúlla (para atraer a sus compañeros de horda). Si el estímulo afloja su rienda, se detiene, se agita, gira a su alrededor (para uncirse otra vez a la rienda y, atado a ella, proseguir de nuevo su carrera). No conoce ninguno de los paréntesis. Como el sonámbulo guía sus pasos y elude los obstáculos sin tener conciencia de ello, así nuestro antepasado se deslizó durante siglos por las cárcavas inhóspitas de la prehistoria.

La transfiguración ocurrió un misterioso día, cuando al ver el rastro detuvo su carrera, en vez de acelerarla, y miró la huella. Aguantó impávido el empujón del estímulo. Y, de una vez para siempre, se liberó de su tiránico dinamismo. Aquellos dibujos en la arena eran y no eran el bisonte. Había aparecido el signo, el gran intermediario. Y el hombre pudo contemplar aquel vestigio sin correr. Bruscamente era capaz de pensar el bisonte aunque ni en sus ojos, ni en su olfato, ni en sus oídos, ni en su deseo estuviera presente ningún bisonte. Podía poseer el bisonte sin haberlo cazado. Y, además, indicárselo a sus compañeros.

“El yo deja de ser un torbellino de sentimientos; una fértil calma se apodera de los niños”

Esta descripción fantástica no es arbitraria. Está inspirado en los relatos que nos cuentan la educación de los niños sordomudos-ciegos. Las biografías de Marie Heurtin o Hellen Keller, por citar las más conocidas, son relatos patéticos y maravillosos. En ellos asistimos al momento glorioso en que unas subjetividades encadenadas, sometidas a impulsos espasmódicos, agitadas por sentimientos y experiencias no controlados, viviendo sin progreso, sin inteligencia, sin esperanza, son capaces de comprender un signo. Más aún, son capaces de proferirlo. Algo que hacen ellos puede dominar lo absolutamente lejano.

La realidad deja de ser una barahúnda de estímulos y el yo un torbellino de sentimientos. Una fértil calma se apodera de los niños que, de repente, con una rapidez emocionante, se descubren sujetos activos, dueños de sí mismos, capaces de suscitar, controlar y dirigir sus ocurrencias: inteligentes.

JOSÉ ANTONIO MARINA, ‘TEORÍA DE LA INTELIGENCIA CREADORA’, 1993

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