19 febrero 2013

‘¡Rompe Ralph!’: mucho ladrillo y poco cemento


LA PELÍCULA EN LA MEJOR WEB DE CINE: LABUTACA
per JOAN PAU INAREJOS
Nota: 5


Una lástima que ‘Toy Story’ ya exista. De no ser así, nos habría sorprendido mucho más esta película donde los personajes de los videojuegos cobran vida y, al igual que los habitantes del cuarto de Andy, se plantean insólitas cuestiones existenciales. Si por entonces topábamos con un juguete que creía ser astronauta (Buzz Lightyear), esta vez descubrimos a un villano de las maquinillas (Ralph) que pretende salir de su juego rutinario para conquistar la heroicidad en otras pantallas más pixeladas.

Una buena metáfora de lo que le ocurre a Disney en estos momentos. Atrapada entre el viejo régimen principesco y las nuevas narrativas digitales, perdiendo a chorretones el monopolio de la creatividad animada del que antaño había gozado –ay, el castillo de la Bella Durmiente–, también la compañía del ratón intenta salir de su rutina para conseguir el asombro del público. La operación es de alto riesgo y consiste en renovarse sin morir, esto es: exhibir modernidad y frescura digital made in Pixar –compañía que absorbió hace años– manteniendo a la vez la conexión neuronal con los cuentos de hadas. Algo que, lógicamente, no se puede hacer sin pestañear. Hay nervios. Resbalones. Ruido de sables entre facciones.

Sin duda, la historia de Ralph tiene el aroma de las creaciones de Pixar, de las que casi parece un resumen en 100 minutos: el ingenioso planteamiento inicial remite a ‘Toy story’, las terminales de paso de los personajes recuerdan muy mucho a ‘Monstruos, S.A.’ –lo mismo la relación paternal del grandullón buenazo con esa niñita traviesa–, las carreras electrizantes nos hacen pensar en ‘Cars’… y toda la estética en general acusa una clarísima herencia de la brillante factoría del flexo.

A la película de Rich Moore no le faltan sus propios hallazgos visuales, desde esos parientes de Mario Bros que se mueven con imágenes sincopadas hasta el drama de la niña virtual, amenazada por su ‘enfermedad’ parpadeante, pasando por la banda sonora de inspiración Nintendo o ese reyezuelo zopas con aspecto del sombrerero de ‘Alicia en el país de las maravillas’ –guiños constantes a Carroll-Disney- que acaba convertido en un monstruoso virus informático.

Entonces, ¿por qué Ralph no alza el vuelo? Quizá porque quiere ser demasiadas cosas a la vez. Ambiciona películas muy distintas en una sola. Sirvan algunos ejemplos. En un cuento blanco y chispeante no hay lugar para esa Lara Croft atormentada por la muerte de su marido. En un mundo futurista resulta inexplicable el cameo del personaje-princesa, metido exactamente con calzador en los minutos finales (‘Brave’, ‘Tiana’: las princesas son como Drácula, nunca se acaban de morir y siempre resucitan con engañosos trajes modernos). Otro desencaje: en una terapia de ‘villanos anónimos’ no se entiende que los participantes acaben cerrando filas con esa profesión que tantas penas les acarrea. Nunca se encuentra el equilibrio infantil-adulto, el tono adecuado entre lo cómico, lo dramático, lo sentimentaloide.

En medio de tantas amalgamas, de tanto experimento, surge una pregunta nada baladí. ¿Dónde está Disney? ¿Dónde queda la vieja Dream Factory, la agraciada con aquel don especial para contar historias? Ya no sabemos encontrar su faz ni distinguirla de los nuevos vendedores de zarandajas en el gran bazar de la animación digital. Nos lo enseña Cher: si quieres ser joven y viejo a la vez, no consigues ser joven, ni viejo, sino irreconocible. 

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