21 julio 2011

El cuerpo o la cruz

JOAN PAU INAREJOS
El Renacimiento, aún imbuído de espíritu clásico, nunca oculta su apego a la corporal y su fe en el ser humano como centro armónico del cosmos: de ahí que el mismo Jesucristo en el calvario aparezca siempre con su rotunda carnalidad, simétrico y frontal, casi como un torso griego o a la manera del famoso hombre de Vitrubio de Leonardo. Pero en el siglo XIX, tal como subraya el profesor de estética Rafael Argullol ('La atracción del abismo', 1983) las tornas han cambiado: la ciencia ha desplazado la Tierra a la periferia del universo,  el Rey Adán se ha convertido en el último mono y los artistas románticos son los encargados de pintar el nuevo estado de ánimo: ya no somos testigos directos del crucificado, sino espectadores lejanos de la cruz, apenas un monumento melancólico y mineral perdido entre la niebla.
RAFAEL ARGULLOL
Es enormemente elocuente comparar la representación iconológica de la Cruz -y de la Crucifixión- en el Renacimiento y en Romanticismo, por tratarse de uno de los grandes temas de la pintura occidental, Caspar David Friedrich, que lo trata en multitud de ocasiones, es perfectamente representativo de la estética romántica; la desantropomorfización se consuma, en este caso, con la irrelevancia que adquiere el cuerpo de Cristo en relación a la habitual grandiosidad de la Naturaleza e, incluso, en relación a la misma cruz. Frente a ello, ninguna de las grandes obras renacentistas que se ocupan del tema deja de dar una absoluta prioridad a la representación corporal de Cristo.

Rafael Argullol, 'La atracción del abismo', 1983(reeditado 2000)
Imágenes: Crucifixión de Mantegna (siglo XV) y Cruz de Rügen de Friedrich (siglo XIX)

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