El largometraje de Carles Bosch nos propone un periplo por el mundo para constatar el impacto de la enfermedad degenerativa en personas de diferentes países y etnias, pero ni este recurso ni las reiteradas explicaciones científicas consiguen suficiente consistencia ni personalidad si se comparan con los pasajes centrados directamente en el ex president y ex alcalde olímpico y las sorprendentes confidencias de su entorno más íntimo: desarma la sinceridad de sus hijos al admitir que a veces ya no reconocen a su padre, o de su esposa, Diana Garrigosa, que lamenta la pérdida de libertad en su papel de cuidadora y no rehúye relatar con estoica emoción qué ocurre cuando, además de los recuerdos, también se pierde el amor. La catarsis de la familia es absoluta y digna de aplauso.
Respecto a Maragall, ya nos advierte en un singular prólogo que quiere que sea una película "divertida, tu", y hace gala de su espontaneidad incorrecta cuando se dirige a un auditorio y profiere: "Us he de dir una cosa: estic pitjor", entre tantos otros momentos donde también reflexiona con brillante lucidez sobre la actitud sobreprotectora de los demás (que "tenen por d'estar malalts i per això posen una barrera"), y, pese a sus amargos suspiros ("morir-se sense saber qui ets és molt fotut") ofrece todo un ejemplo de lucha y esperanza, de movilización permanente frente a la patología. Por eso chirría inevitablemente un final demasiado melancólico y casi luctuoso, que suscita en el fuero interno del espectador lo que el interfecto tanto dice detestar: "Pobre Maragall".
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