Sin filtros ni artificios, cosa que se agradece, la película nos permite seguir los pasos del padre y la hija durante un viaje turístico a Gran Canaria, y, paradójicamente, consigue sus mayores logros con los destellos de ficcionalización: por momentos, las imágenes documentales se tornan chispeantes dibujos animados made in Gallardo -¡bravo!-, de modo que veremos a una Maria de tinta dentro del avión, ensimismada con las motas de polvo, cual fascinantes constelaciones, o un original repaso biográfico a través de los bocetos de una libreta.
Este viaje visual al autismo nos deja también imágenes de certera simplicidad: ahí está el fotograma de la adolescente absorta con la arena de la playa, ante la comprensiva mirada de su padre; el reguero constante de trocitos de papel, esa fragmentación permanente que sirve a Maria para hallar un orden cósmico; o las conversaciones aparentemente absurdas, donde la joven recompone los datos de la memoria a través de una sucesión interminable (e hilarante) de nombres propios...
No nay ninguna duda de que Miguel Gallardo y Félix Fernández de Castro, el director, han pergeñado algo original y sugestivo. Pero, tras un cómo reluciente, el qué del asunto se nos escapa inexorablemente de las manos. Si se trata de hacer una aproximación creativa al autismo, con ánimo pedagógico y sensibilizador, sus autores tienen los papeles en regla. Pero 'Maria y yo' no puede ocultar su mirada afectiva y familiar, la triple condición de Gallardo como padre, creador visual y testimonio documental. Son ellos quienes nos abren sus puertas, así que los espectadores nos quedamos con la margarita en la manos, preguntándonos si debemos deleitarnos con la obra de arte o bien encariñarnos con la entrañable Maria, real hasta la médula por mucha viñeta que amenice su biografía. Con cara de no sé que lo que me han contado.
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