¿No está la animación para permitirlo todo? ¿No es nuestra válvula para lo imposible o lo esperpéntico? Pues ahí está Flint, un inventor chiflado, un joven ingeniero incomprendido, que un buen día concibe, ni más ni menos, un sistema ¡para que llueva comida!. Como el café de Juan Luis Guerra, pero a lo bestia: hamburguesas, pasteles, helados, albóndigas, filetes, macarrones, cualquier comestible puede venir del firmamento en caída libre y de paso resucitar la economía hundida de una pequeña población pesquera (ni el Plan Marshall, vamos).
La copiosa 'Lluvia' de los amigos de Sony tiene dos grandes bazas a su favor. Primero, la tronchante parodia que consigue dibujar en torno al consumismo norteamericano, casi como un correlato animado de las investigaciones made in Michael Moore. Para esta América profunda, lo más parecido al paraíso es una brutal tormenta de grasas, proteínas y glucosas en dosis industriales, y el mayor regocijo (tan ingenuo e infantil como salvajemente capitalista) consiste en hozar entre la materia orgánica y dormir el soberano empacho sobre tronos de deshechos; tanta gula tendrá su castigo, de modo que la lluvia alimenticia se convertirá -nada por aquí, nada por allá- en una inesperada monster movie, donde los donuts y los perritos calientes ejercen de Godzilla y King Kong.
Y la segunda gran baza son las espectaculares creaciones visuales que consiguen los directores Phil Lord y Cristopher Miller para dar veracidad a sus meteoritos comestibles. Entre todas las sensacionales texturas y gradaciones cromáticas de 'Lluvia de albóndigas' (incluída una Gran Albóndiga generatriz, monstruosa como la nave de Alien), entre tanta ingeniofagia (toma palabro), sin duda merece un lugar honorífico el castillo de gelatina donde Flint invita a su amada. Este palacio de color meloso y superficies blandas es un conmovedor homenaje a la fantasía infantil, con esas paredes que se pueden atravesar de golpe, esas piscinas donde uno se puede dar un chapuzón a riesgo de quedarse atrapado como una mosca, o ese guiño genial de recrear al David de Michelangelo o a la Venus de Milo en sus versiones de gelatina-pop, tan decorativos como sabrosamente engullibles.
Todo el largometraje se beneficia de este aire refrescante de gran parodia, rematada con personajes desternillantes en su jocosidad sin complejos: léase un alcalde populista que multiplica su peso por cien hasta convertirse en un mega-globo a bordo del taca-taca, o un joven engreído que encuentra su misión enfundándonse en el cuerpo de un enorme pollo a l'ast. Aun con sus tics imitativos (amor de flechazo, joven incomprendido y luego laureado, final feliz reparador, verborrea pseudo-graciosa al estilo DreamWorks, etc), y sin ser ni aspirar a ser ninguna obra maestra, 'Lluvia de albóndigas' enseña a tantos animadores despistados lo locos que podrían llegar a volverse (si quisieran).
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