el taxista novel. Con muchísimos quilos menos, pero con su misma sonrisa zorruna, el gran Robert De Niro absorbe por completo la historia de este sociópata insomne, excombatiente en el infierno americano, que aterriza en los bajos fondos de la megalópolis y se mezcla, muy a su pesar, con legiones de prostitutas, delincuentes, adúlteros y decadentes de todo pelaje. Ya se sabe, el taxímetro obliga, pero Travis Brickle es incapaz de llevarlo con la misma naturalidad tabernaria que sus compañeros de gremio.
el perturbado. El Leonardo Di Caprio de 'Shutter Island', como el Eduardo Noriega de 'Abre los ojos' y tantos otros, no son más que tipos normales metidos en paranoicas circunstancias: podemos seguir el asombro de estos hombres corrientes y solidarizarnos con su enajenación, porque es el mundo el que está loco y son otros los que mueven los hilos. En cambio, el Robert de Niro de 'Taxi driver' es un verdadero perturbado, y la película, una gran monografía sobre el marginado, sobre el excluído, ese que pasa desapercibido por la calle pero que después se pasa la tarde hablando con el espejo y probando armas secretas enfundadas en su cuerpo para provocar un magnicidio. Como en las novelas naturalistas, Scorsese evita ensalzar y condenar y se limita a poner el foco sobre la cotidianidad de estos personajes oscuros que a menudo sólo conocemos por los titulares de sucesos.
el héroe. Como un San Jorge o un Quijote del siglo XX, Travis considera que no puede quedarse de brazos cruzados ante la miseria, la explotación y el libertinaje de la Babilonia moderna y decide pasar a la acción. De este modo emprenderá su particular perfomance guerrera, dejándose una puntiaguda cresta y asaltando un sórdido prostíbulo para liberar a su Dulcinea, una jovencísima prostituta interpretada por Jodie Foster (mucho antes de estremecerse con el silencio de los corderos). Bravo por el paisaje después de la batalla que nos regala Scorsese con un soberbio plano cenital.
el fascista. Con el trasfondo de una sociedad herida por la guerra, con un lenguaje pausado y lleno de difuminados nocturnos, 'Taxi driver' ilustra magistralmente lo que seguramente no olvidan los políticos e historiadores más informados: que el verdadero fascismo nace de abajo. Desde Hitler hasta Le Pen, la tentación autoritaria más peligrosa no viene de ningún despotismo caprichoso ni de ningún abuso de poder, sino de los anhelos de orden y restauración de muchos nacionales que se sienten desclasados o extranjeros en su propia tierra y que buscan una propulsora identidad de superhombre a través del nacionalismo, el fundamentalismo religioso, el moralismo sectario o la xenofobia. La obsesión por la pureza siempre es trágica, y ahí están las ruinas de los Balcanes y el burdel ensangrentado de 'Taxi driver' para demostrarlo.
(Aún así, como constata el epílogo onírico de la película -difícil de entender a la primera-, el paladín de la limpieza social siempre cree que ha hecho bien y que todos le agradecerán los servicios prestados con elogiosas epístolas y golpecitos en la espalda).
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