El Nuevo Testamento puede considerarse como una tentativa para responder, de antemano, a todos los caínes del mundo, suavizando la figura de Dios, y suscitando un intercesor entre él y el hombre. Cristo ha venido a resolver dos problemas principales, el mal y la muerte, que son precisamente los problemas de los hombres en rebeldía. Su solución ha consistido primero en asumirlos. El dios hombre sufre también, con paciencia. Ni el mal ni la muerte le son en absoluto imputables, ya que es desgarrado y muere.
La noche del Gólgota no tiene tanta importancia en la historia de los hombres sino porque en aquellas tinieblas la divinidad, abandonando ostensiblemente sus privilegios tradicionales, vivió hasta el final, incluída la desesperación, la angustia de la muerte. Así se explica el ‘Lama sabactani’ y la duda horrenda de Cristo agonizante. La agonía sería leve si estuviera sostenida por la esperanza eterna. Para que el dios sea un hombre, es preciso que se desespere (…).
Así se hallaba entonces la figura implacable de un dios de odio, más acorde con la creación tal como la concebían los hombres en rebeldía. Hasta llegar a Dostoievsky y Nietzsche, la rebeldía no se enfrenta más que contra una divinidad cruel y caprichosa, la que prefiere, sin motivo convincente, el sacrificio de Abel al de Caín y que, con ello, provoca el primer crimen. Dostoievsky, en imaginación, y Nietzsche, de hecho, ampliarán desmesuradamente el campo del pensamiento en rebeldía y pedirán cuentas al mismo dios del amor.
ALBERT CAMUS, EL HOMBRE REBELDE (1951)
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