En este mundo desembarazado de Dios y de las ideas morales, el hombre vive ahora solitario y sin dueño. Nadie menos que Nietzsche, y en este sentido se distingue de los románticos, ha dejado creer que tal libertad podía resultar fácil (…). A partir del momento en que el hombre ya no cree en Dios, ni en la vida inmortal, se hace “responsable de todo lo que vive, de todo lo que, nacido del dolor, está condenado a sufrir de la vida”.
Es a él, a él sólo, a quien toca encontrar el orden y la ley. Entonces comienza el tiempo de los réprobos, la búsqueda extenuante de las justificaciones, la nostalgia sin objetivo, “la cuestión más dolorosa, la más desgarradora, la del corazón que se pregunta: ¿dónde podría sentirme en mi casa?” (…).
Dicho de otro modo, con Nietzsche la rebeldía conduce a la ascesis. Una lógica más profunda sustituye entonces el “Si nada es verdad, todo está permitido” de Karamazov por un “Si nada es verdad, nada está permitido” (…). Donde nadie puede decir ya qué es negro y qué es blanco, la luz se apaga y la libertad se convierte en prisión voluntaria.
A este callejón sin salida al que empuja metódicamente su nihilismo cabe decir que se precipita Nietzsche con una especie de júbilo horrible (…). Si entonces el hombre no quiere perecer entre los nudos que lo ahogan, tendrá que cortarlos de un solo golpe, y crear sus propios valores (…). “Cuando no se encuentra la grandeza en Dios –dice Nietzsche- no se la encuentra en parte alguna; hay que negarla o crearla”. Negarla era la tarea del mundo que lo rodeaba y al que veía correr al suicido. Crearla fue la tarea sobrehumana por la que quiso morir.
ALBERT CAMUS, ‘EL HOMBRE REBELDE’ (1951)
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