Ya estamos maduros para ver tan descabellada una virgen románica, con sus ojos egipcios, como una Venus rosada, con su perfección primaveral.
Esa es la triquiñuela que nos ha tenido boquiabiertos durante siglos: "Existe un mundo ahí fuera, sólido y duradero, lleno de sentido y de consistencia arquitectónica. Yo sólo soy un cuadro, sólo soy el mensajero de esa realidad". El arte nos ha dado, ni más ni menos, tranquilidad ontológica.
Con todo, basta echar una ojeada para percatarse de que el día no amanece con la luz de Lorrain y que indudablemente no atardece con los claroscuros de Caravaggio. Miremos a nuestros vecinos con toda la fantasía posible y aun así no andarán como los filósofos de la Academia de Rafael. Realmente hemos sido ingenuos.
Observemos el milagro: a nuestros ojos, los árboles van volviéndose pictóricos y las túnicas se tornan escultóricas. Sin duda el arte no puede imitar nuestra experiencia del mundo, porque ésta no es más que una nebulosa de brumas y destellos hasta que, un día, llegan los pintores con sus pinceles fundadores.
foto: 'Concierto campestre', de GIORGIONE
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