15 agosto 2005

Mentiras al óleo






















Ya estamos maduros para ver tan descabellada una virgen románica, con sus ojos egipcios, como una Venus rosada, con su perfección primaveral.


Se ha dicho que el arte clásico es tramposo, porque nos engaña con burdas imitaciones de la realidad. Pero un arte estafador, un arte meramente ilusionista, habría pasado por la historia sin pena ni gloria. Y no es el caso. Lo clásico fascina, en efecto, pero no porque se parezca mucho a la realidad, sino porque nos hace creer que existe tal realidad.

Esa es la triquiñuela que nos ha tenido boquiabiertos durante siglos: "Existe un mundo ahí fuera, sólido y duradero, lleno de sentido y de consistencia arquitectónica. Yo sólo soy un cuadro, sólo soy el mensajero de esa realidad". El arte nos ha dado, ni más ni menos, tranquilidad ontológica.

Con todo, basta echar una ojeada para percatarse de que el día no amanece con la luz de Lorrain y que indudablemente no atardece con los claroscuros de Caravaggio. Miremos a nuestros vecinos con toda la fantasía posible y aun así no andarán como los filósofos de la Academia de Rafael. Realmente hemos sido ingenuos.
Quizá hemos confundido el arte con una ventana, cuando en realidad es un set, un plató de televisión, una propuesta ficticia sobre cómo podrían ser las cosas. Ya estamos maduros para ver tan descabellada una virgen románica, con sus ojos egipcios, como una Venus rosada, con su perfección primaveral. Será verdad, al fin, que el arte no imita la vida sino al revés. La vida aprende y toma nota del arte, de su escenografía y sus maneras. La pintura de ayer y la pantalla de hoy nos dicen todo el día ‘así, así’, hasta hacernos creer que los árboles son como los árboles de Giorgione y que las túnicas de verdad se pliegan como las de mármol.

Observemos el milagro: a nuestros ojos, los árboles van volviéndose pictóricos y las túnicas se tornan escultóricas. Sin duda el arte no puede imitar nuestra experiencia del mundo, porque ésta no es más que una nebulosa de brumas y destellos hasta que, un día, llegan los pintores con sus pinceles fundadores.

JOAN PAU INAREJOS, octubre 2004
foto: 'Concierto campestre', de GIORGIONE

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