La voz de la muchacha se recorta en los rascacielos, y su llanto está secreto en el tembleque de los planos de Tokyo
La disociación tiene un enorme poder conmovedor. Vemos una cosa y escuchamos otra. Alguien nos habla y otro alguien -oh, desconcierto- nos toca el hombro por detrás. El arte moderno ha comprendido este fenómeno, y divorcia la línea del color, el tema del estilo. Pensemos en Matisse, en Miró, en los expresionistas. Las figuras están escindidas de sus perfiles, se rebelan contra sus límites.
Nuestras ciudades son tan caleidoscópicas que, o bien nos hundimos en el remolino de la complejidad, o bien nos hundimos en el placer de la disociación. Tras este exagerado dilema, imaginemos Barcelona de noche. El tráfico es agobiante: el enjambre de coches y bocinas rodea una precaria silueta peatonal. El semáforo reverdece en la Diagonal, el peatón se pone los auriculares y he aquí que todo se transforma. A izquierda y derecha se extiende la urbe nocturna, infinitamente alumbrada, mientras él desfila por el paso de cebra con los ensueños del track 3.
foto: Tokyo de noche
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