03 abril 2013
Para volver a este 'Oz', mejor quedarse en Kansas
por JOAN PAU INAREJOS
Nota: 5
Aunque las baldosas amarillas y la Ciudad Esmeralda puedan
confundirnos, hay que recordar que ‘El mago de Oz’ terminaba con un giro
desmitificador. Dorothy –esa niña imposible encarnada por Judy Garland– llegaba
por fin al corazón del reino de fantasía y allí le esperaba poco menos que un
estafador. El "gran y poderoso" mago era un vulgar
simulador tecnológico.
Alegoría del cine que fabrica sueños y del poder mesiánico de
la propaganda, este final rotundo y moderno anticipaba ‘El show de Truman’ y tantas
otras fábulas contemporáneas que han imaginado mundos de cartón piedra,
universos ficticios que se manejan desde una sala de máquinas. Dorita regresaba
a Kansas convencida de que “se está mejor en casa que en ningún sitio” y traía
consigo una moraleja desalentadora: la fantasía es un camino inútil. Con aires
de conservadurismo rural tras la Gran Depresión, el film nos venía a decir que
hay que poner los pies en el suelo y dedicarse al trabajo y a la hacienda.
Justo cuando la Disney echaba a andar con Blancanieves, la película de la
Metro-Goldwyn-Mayer planteaba una enmienda a la totalidad a la industria del
escapismo infantil, mostrando a la luz del día sus rutinarios engranajes. Los
reyes son los progenitores.
Como muchos cuentos clásicos, ‘El mago de Oz’ era
amargo y fascinante a la vez. Imposible olvidar las turbadoras apariciones de
la Bruja del Oeste y su duelo freudiano con la niña. Imposible desembarazarse
del recuerdo de aquel huracán caótico, de la zozobra de sentir tu casa flotando
por los aires o de las bandadas de monos voladores que parecían profetizar a
los pájaros de Hitchcock. Al igual que la Alicia de Lewis Carroll, Dorothy era
la reina accidental de un modo que no controlaba ni comprendía, un mundo oscuro
y ambiguo donde la hoja de ruta debía descubrirse –dolorosamente– sobre la marcha.
La mala noticia es que todo aquel hervidero surrealista y de aroma agridulce ha
sido blanqueado de un plumazo por el mismo Hollywood que lo patrocinó. No es la primera vez.
Hace poco, el País de las Maravillas corrió una suerte similar en manos de un
insensato Tim Burton.
En este caso a Sam Raimi le ha correspondido el dudoso honor de simplificar,
achatar y descafeinar el Reino de Oz con una precuela que prometía algo
interesante –cómo llegó un timador de pueblo a convertirse en el respetado
Mago– pero que acaba vendiendo una nueva ración de barroco digital
emborrachante y excesivo.
No diremos que sus diálogos rozan el ridículo, que enreda
innecesariamente la trama brujil o que divaga desafinadamente entre la
aventura, el terror y la comedia chusca. No diremos que vuelve a triunfar el
músculo sobre el cerebro, o que los clásicos vuelven a ser paradójicamente más
modernos y rupturistas que sus novísimas versiones. Ante estas excursiones
temerarias en busca del dólar fácil, sólo nos uniremos a Dorothy y repetiremos
que se está mejor en casa que en ningún sitio.
OZ: UN MUNDO DE FANTASÍA, DE SAM RAIMI
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