04 abril 2013

De Taüll a Berlín

La nueva defensa de lo auténtico

Joan Pau Inarejos
La actualidad nos trae dos ejemplos interesantes acerca de nuestras relaciones cambiantes con lo nuevo y lo viejo. En Taüll, en el Pirineo catalán, la dirección de Patrimonio de la Generalitat ha decidido extraer la copia del célebre Pantocrátor (Maiestas Domini) expuesta desde hace más de 50 años en el ábside de la iglesia románica de Sant Climent. En su lugar se proyectará una imagen virtual de la obra original, que custodia actualmente el Museu Nacional d’Art de Catalunya (MNAC) en Barcelona, gracias a una técnica innovadora conocida como mapping. La decisión ha llamado poderosamente la atención por tratarse del kilómetro cero del universo del románico catalán y porque cambia las tornas de una forma de entender el arte.

En cierto modo –y ya me perdonarán los ortodoxos por la comparación– las pinturas románicas son para el Pirineo lo que los mármoles de la Acrópolis para Atenas. No sólo por su altísimo valor simbólico y artístico, sino por el sentimiento de orfandad que sienten ambos territorios hacia sus más preciados tesoros. Salvando las distancias históricas y geográficas, los relieves del Partenón fueron víctimas colaterales del colonialismo inglés y hoy lucen en el Museo Británico de Londres, mientras los frescos medievales de Taüll o Àneu fueron trasladados al palacio de Montjuïc merced al celo conservacionista de la burguesía barcelonesa.

Casi un siglo después, la apuesta por el mapping supone un giro evidente de mentalidad. Ya no se considera que la copia sea el mejor testigo de la pieza original, por exacta que sea esta imitación, sino que se prefiere una presencia virtual. Mientras los antiguos reconstruían físicamente las obras de arte ausentes, hoy se opta por desmaterializar para aprehender mejor la esencia. Ya no cotiza la meritoria copia artesana, sino el perfecto reflejo tecnológico. Donde antes había horror vacui, hoy triunfa la alianza entre la autenticidad y la sostenibilidad: restituir lo genuino sin causar impacto. Máxima calidad de mínimo coste.

El otro ejemplo nos lleva a Berlín. En la capital alemana ha sido noticia el archifamoso Muro tras la movilización ciudadana para salvar sus últimos vestigios, amenazados por un plan urbanístico. Una ironía brillante, sin duda. Los berlineses que derribaron heroicamente el gran telón de acero hoy claman "Salvemos el Muro". No para reconstruir su trazado, desde luego (aunque acaso intervenga una cierta Ostalgie, esa nostalgia del Este que tan divertidamente retrataba la película ‘Goodbye Lenin'). Quizá también haya un suspiro por el mundo de antes, donde existían marcas seguras, aunque fueran telones de acero o muros infranqueables. Pero por encima de todo parece un deseo de conservar un símbolo, un testigo de la explosión ciudadana que asombró al mundo entero en 1989. Una defensa de la memoria frente a la frivolidad recalificadora del capitalismo triunfante. Es la corriente popular y progresista la que se opone a las grúas.

Nótese el diálogo de este muro berlinés con la bóveda de Taüll. Del mismo modo que allí hemos visto que se desecha lo bueno pero falso –la copia ilegítima–, aquí se protege ardorosamente lo malo pero al fin y al cabo auténtico. Es el Muro, pero es nuestro Muro. Lo hemos tuneado con nuestros grafitis y nuestras inscripciones, como los amantes adolescentes que dejan sus fechas y corazones impresos en los lugares que han compartido. Un apego fetichista y sentimental, una suerte de síndrome de Estocolmo –¿habrá que llamarlo síndrome de Berlín?– que lleva a amar el antiguo símbolo de opresión si de este modo se conserva la propia identidad. Quizá llegue un día en que los últimos fragmentos del Muro sean arrancados y se alojen en algún museo. Entonces será la hora del mapping a gran escala, para recrear fidedignamente todo su trazado, incluídos los guardias y las alambradas, mientras los ciudadanos de ambos lados atraviesan milagrosamente las antiguas paredes.

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