A cualquiera que esté mínimamente familiarizado con la iconografía cristiana medieval no puede más que sorprenderle un detalle capital, que quizá un primer vistazo dejaría desapercibido: en el lugar que suele ocupar la Virgen, con el Niño Jesús en su regazo, se encuentra un hombre. No es otro que Dios Padre, cobijando a su criatura en un modo insólito para un arquetipo clásicamente viril, habitualmente representado con aire severo y solitario. Rara vez aparece Dios Padre en su condición de progenitor y mucho menos de cuidador, puesto que, a diferencia de Cristo y María, no es un ser de carne y hueso.
El por qué de esta efigie harto minoritaria (únicamente tiene réplicas en Silos, Tudela, Santiago y Santo Domingo de la Calzada) parece tener raíces teológicas: se trataba de afirmar la divinidad de Jesús, cuestionada por la herejía arriana (Arrio, presbítero de Alejandría del siglo IV) y ensalzada por la posterior cristiandad oficial, para cerrar así el dogma de la Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo son una misma persona).
De ahí que el icono se llame precisamente Trinidad Paternitas, dejando, por cierto, definitivamente fuera de juego al pobre San José... No puedo evitar una personal postdata para el abnegado carpintero y padre putativo que, a pesar de haber aceptado matrimonio en bochornosas circunstancias y de haber recorrido medio Oriente Próximo en busca de alojamiento y escondrijo, se ha quedado sin la pertinente gloria mediática.
http://www.tesisenred.net/bitstream/handle/10803/8604/ll.VII.TIMPANO.PDF?sequence=12
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