por JOAN PAU INAREJOS
Ruta por la Garrotxa, el Ripollès,
la Segarra y la Noguera
12-14 agosto 2011
Joan Pau Inarejos y Laura Solís
Ayer era un fortín
inexpugnable; hoy es una estampa romántica. Estamos en Besalú, pequeño mundo de
piedra que nos da entrada a la Garrotxa. Si damos crédito a la etimología del
nombre de la comarca, habremos de recorrer una "tierra áspera y mala",
aunque, dejando aparte sus cimas norteñas y sus riscos basálticos, lo cierto es
que es un nombre harto injusto para este amable paisaje de volcanes, beatos y
pintores de brumas. En el célebre puente medieval sobre el Fluvià empieza
nuestra ruta sofocante, esa periódica tortura placentera de los turistas
veraniegos, mientras se dibuja la silueta del antiguo Pagus Bisuldunenis, prestigiado
por el no menos insigne Bernat Tallaferro, conde catalán cuyo nombre ya trae al
ánimo las resonancias metálicas y agrestes del Alto Medievo. Para los amantes
de anomalías paisajísticas, muy cerca de los arcos angulosos del puente, en
medio de la verde explanada fluvial, nos aguarda una silla enigmática: de lejos parece un asiento
para poetas o dibujantes, pero al acercarnos comprobaremos que se trata de una silla bidimensional, totalmente plana, esculpida por el colombiano Duvan López como reivindicación de la paz y el
diálogo. Unas calles más allá, otras sillas aún más peculiares trepan por la
fachada de un edificio, liberadas de la tiranía de la gravedad.
Dentro del recinto amurallado nos esperan otros habitantes
singulares de Besalú: dos temibles leones encaramados a la fachada del
monasterio románico de Sant Pere, donde someten sin piedad las figuras
achicadas de un simio y un hombre. Las imponentes fieras de piedra custodian la
ventana del templo y proclaman la victoria de Cristo sobre el mal y el
paganismo (curioso mesías, que ora aparece como león, ora como cordero
degollado). La fauna medieval de la villa prosigue en los portentosos capiteles
que asoman por doquier, con una copiosa floración de bestias bimorfas, esfinges bailongas, cuadrúpedos gemelos que sostienen cabezas cortadas y otras muchas
alimañas de inquietante facha. Tan esperpénticos cancerberos no deben disuadir
al caminante de explorar el interior de las fascinantes iglesias medievales besaluenques, desde el bello deambulatorio con columnas de Sant Pere
hasta la sorprendente belleza y espaciosidad de Sant Vicenç, lugar de los que
vale la pena acordarse para regresar.
Viajeros, una vez salgáis
de Besalú, estáis avisados de que un milenario artista volcánico cincela todo tipo de geografías caprichosas en estas tierras. Una de estas fantasiosas creaciones emerge en el
camino hacia Olot, en forma de un formidable acantilado basáltico de 60 metros,
erguido sobre el río Fluvià y lecho privilegiado del pueblo de Castellfollit de
la Roca.
La construcción de esta
aldea es toda una declaración de guerra al vértigo, y aún más si se sube al
campanario de la iglesia-museo, amablemente accesible, desde donde se divisa
todo el paisaje, así como la hilera de tejados del núcleo antiguo, sobre sus
elevadísimas faldas pétreas. Suerte que antes de llegar a Olot podemos aplacar
el mal de altura en un apacible cenobio.
Estamos en el monasterio
de Sant Joan les Fonts, felizmente apartado de todo mundanal ruido, cuyo
interior alberga -hoy en forma de copia- una bella Majestad románica de madera
policromada, uno de esos Cristos crucificados que mira fijamente con sus ojos
almendrados ignorando todo sufrimiento físico, mientras, en el exterior, los
árboles lloran sobre el solitario ábside. Y ahora sí, es momento de emprender
el camino hacia la capital de la Garrotxa.
Agazapada entre volcanes,
Olot no es una ciudad hermosa. Qué se la va a hacer. No vamos a desairar su
robusta iglesia barroca, ni sus elegantes chaflanes modernistas, pero los
terremotos se llevaron irremediablemente su más añejo patrimonio, y por si
fuera poco, hoy paga una injusta penitencia mediática por un historial de
crímenes que la han teñido de negro durante los últimos años. Afortunadamente, poetas
y pintores le han dado un aura imborrable de urbe romántica, novelesca y, por
qué no decirlo, clerical y beata, a fuer, entre otras cosas, de la célebre
industria de imaginería religiosa allí establecida desde el siglo XIX. Ciudad
de carlistas y segadors,
se antoja uno de esos mundos que hubiera sido olímpicamente detestado por
Nietzsche de haberlo contemplado desde sus cimas solitarias. Por ejemplo, sobre
el volcán Montsacopa.
Lo del "vulcanismo inactivo" cada cual puede
tomárselo como quiera. Los adeptos al vaso medio lleno subirán al Montsacopa
confiados por su dormición, mientras que los aprensivos y agoreros lo pensarán
dos veces antes de meterse en las fauces de unos volcanes todavía no
extinguidos, a pesar de sus bucólicas siluetas verdes y de sus cruces y
ermitas, que parecen coronar y reprimir la milenaria líbido de estos gigantes
fogosos (una cruz en lo alto: la más brillante operación de márketing de la
Historia, sin duda). Aun siendo breve, la ascensión al Montsacopa puede
resultar matadora bajo la canícula de agosto -quizá por eso nos acompaña la
secuencia de imágenes del Viacrucis-, pero vale la pena llegar hasta su cráter
para fabular, por ejemplo, hasta que insospechadas alturas nos llevaría un
repentino chorro eruptivo.
El paisaje volcánico tiene hasta su propia cocina, cuya meca
es el pequeño y seductor pueblo medieval de Santa Pau.
Los fesols (judías) son las joyas de la corona de este antiguo enclave
de la Garrotxa, y cada 22 de enero tienen su propia fiesta en el Firal dels
Bous, plaza porticada de rústico atractivo. Otra fecha señalada llega en
agosto, con la fiesta mayor que aquel día reunía a decenas de niños
alborozados, lanzándose por improvisados toboganes de plástico en las empinadas
calles del casco antiguo, mientras otros se dedicaban a humedecer la función
con mangueras (un amable transeúnte tuvo a bien indicarnos una ruta seca para turistas).
Tras el jolgorio infantil, a pocos kilómetros nos esperaba
un santuario vegetal.
Sobre un mar de lava dormita desde tiempos inmemoriales la
Fageda d'en Jordà, mítico hayedo del imaginario catalán, donde los visitantes,
al decir de Joan Maragall, sufren un "dolç oblit de tot el món",
antes de bautizar este paisaje, con vehemente misticismo, como una
"deslliurant presó" (a la guisa de San Juan de la Cruz cuando hablaba
de la imposible "noche luminosa"). Lo cierto es que la grandiosa
arboleda, creadora de una vasta intimidad en la sombra, como mínimo consigue
detener el tiempo, y hasta olvidar lo difícil que ha sido llegar hasta ella.
EL RIPOLLÈS
Hemos dejado atrás los dominios volcánicos de la Garrotxa
para adentrarnos en los territorios vecinos del Ripollès, y nuestro primer
destino es el carismático monasterio de Sant Joan de les Abadesses. Este es el
cenobio donde el comte Arnau se enamoró fatalmente de la abadesa Adelaisa, para
luego pagar penitencia como alma errante. Lo que parece carne de culebrón o de
jugoso folletín es en realidad una vigorosa leyenda medieval, entusiastamente
recreada y comentada por románticos y modernistas (de nuevo Maragall, que
sentía un estremecimiento y una "cosa" indescriptible al pisar el
escenario del mito). Mil años después de las andanzas del conde, el mismo
templo rebosaba aquel día de jóvenes peregrinos franceses, en ruta hacia la
Jornada Mundial de la Juventud de Madrid, y aglomerados frente al
Descendimiento gótico, de áureo fulgor. La belleza y señorío de la cabecera de Sant Joan
de les Abadesses también está fuera de toda duda: sus cinco ábsides rosados con
arcos, columnas adosadas y acicalados capiteles escultóricos secuestran las pupilas y los objetivos fotográficos. Hoy, deslumbrados por la dictadura de la
fachada y de lo accesible, quizá nos cuesta entender que el centro estético de tantas
iglesias románicas no sea su entrada, sino su cabecera, el corazón sacro que
reviste el altar y que resalta así la importancia del adentro, embelleciendo por fuera el lugar interno del sacramento
eucarístico. La secularización turística ha olvidado estas cosas.
Llegados a Ripoll, vamos
a admirar una de las más gigantescas operaciones de reconstrucción simbólica y
arquitectónica de la historia de Catalunya: el celebérrimo monasterio románico,
levantado de nuevo en el siglo XIX en un ambicioso proyecto liderado por Elies
Rogent, el profesor del mismísimo Antoni Gaudí, que dudaba si había aprobado "a un loco o a
un genio" (divierte imaginar qué hubiera hecho el autor de la Pedrera con
las ruinas monásticas). Así fue como el inveterado foco de cultura de la Europa
medieval se convirtió en una convicente ficción a mayor gloria del nacionalismo nostálgico catalán, con estandarte cuatribarrado incluído, a cargo del modernista Puig i
Cadafalch. El único testimonio de la vieja gloria cenobial es la
espectacular portalada, un auténtico Arco de Triunfo cristiano, "Biblia
impresa en el corazón de Catalunya" al decir del poeta Jacint Verdaguer,
que a pesar de la fuerte erosión de la piedra sigue deslumbrando con su
compendio figurativo de la historia sagrada, por donde desfilan estampas
singulares, como un esforzado Caín enterrando a Abel, o cuadrillas de ángeles
que parecen aquejados de tortícolis (¿no tenían visión omnidimensional?). Al
salir del monasterio, una libélula muerta yacía en el suelo, quizá abrasada por
tanto calor, o quién sabe si mimetizada con la piedra, deseando unirse al divino retablo.
LA SEGARRA Y LA NOGUERA
Nuestra última ruta se ha
trasladado bien lejos: a las tierras de Ponent, de vastas extensiones pajizas
que hacen las delicias de los poetas del secano, como Don Quijote y todos sus
discípulos espirituales ("¡Qué hermosura la de una puesta de sol en estas
solemnes soledades!", decía Unamuno a propósito del campo castellano). La
primera parada de este camino agostado y amarillento es la ciudad de Cervera.
Las cosas como son: la capital de la comarca de la Segarra tiene los elementos
en contra. Lejos de Barcelona, lejos de las concurridas costas, a medio camino
de la hermana mayor Lleida y carente de reclamos fluviales o pirenaicos, ha
caído en el club de las parientes pobres del corazón de Catalunya, junto a otras
urbes de similar condición, como Solsona. Lo cierto es que su visita merece la
pena ya sólo por contemplar la espléndida iglesia de Santa Maria, verdadera
sorpresa escondida, que cobija uno de los interiores más austeros y hermosos
del gótico catalán, en la estela de la barcelonesa Santa Maria del Mar. También
aquí hicieron acto de presencia las masas peregrinas en dirección a su cita
madrileña con Benedicto XVI, feligreses gabachos que no dudaron en besar la
virgen local y subir en tromba al magnífico campanario de ese pueblo que les
debía de parecer un exotismo de la España tórrida y profunda. A todo esto,
Cervera se preparaba para festejar la beatificación de una de sus hijas
ilustres, Anna Maria Janer, fundadora de la orden de la Sagrada Família
d'Urgell, así que el fervor sacro tocaba máximos.
No podemos irnos de Cervera sin visitar su peculiar
universidad neoclásica-barroca, fundada por Felipe V y coronada por su
inconfundible corona-araña, sin olvidar el célebre Teatre de la Passió, donde
los ingeniosos carteles con los estigmas de Cristo compartían protagonismo con
la pasión por Manel, a pocas semanas de deleitar el auditorio con sus himnos al
mar, al Soldadet o a la dona estrangera, entre otras historias pop-folk que han propiciado un merecido renacimiento para la música en catalán.
Nuestra sucinta incursión a los interiores de Catalunya
termina en Balaguer.
Si elogiábamos la iglesia
gótica de Cervera, no podemos decir menos del templo, también gótico y también
dedicado a Santa Maria, que se alza sobre las aguas del Segre en la capital de
la Noguera. Insólitamente sobria y robusta, la iglesia de Balaguer impresiona
por su nave única, amplísima y desnuda, donde aquel día menudeaban -a ver si lo
adivinan- los peregrinos de Madrid, algunos incluso de origen indio, ataviados
con sus mochilas ecuménicas, y uno no podía evitar preguntarse qué se les había
perdido en la periférica villa del Poniente catalán. Para acabar, una historia local que no puedo dejar de anotar. Según una leyenda, una escultura de Cristo
esculpida por Nicodemo, testigo de su ejecución en la cruz, viajó
desde el Líbano, por las aguas del Mediterráneo, hasta llegar a Balaguer por el
cauce del Ebro, y después de su afluente Segre. Los vecinos quisieron rescatar
la imagen del río, pero no fue posible hasta que compareció la abadesa del
monasterio de Almatà, que se arrodilló y consiguió que una ola de agua llevara
al milenario Cristo hasta sus brazos. Con el debido respeto a las tradiciones, no me digan que no es entrañable cómo todas las aldeas fabulan los
relatos más inverosímiles para demostrar que son el centro del mundo.
JOAN PAU INAREJOS
DIARIO DE VIAJE A LA GARROTXA, EL RIPOLLÈS,
LA SEGARRA Y LA NOGUERA, AGOSTO 2011
1 comentario:
molt bé Pau! ( com sempre )
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