Movimientos sinuosos, amor por los detalles, orquestación de colores y muchas otras virtudes acompañan esta historia romántica ambientada en la Cuba de los años 40, donde un joven pianista (Chico, mulato y soñador) se queda prendado de una aspirante a vocalista (Rita, morena y peleona). Como solo pueden hacer los enamorados de los oficios o los nostálgicos más enfermos, Mariscal y Trueba recrean un país y una época de forma rica y palpitante, con un poema cinematográfico que arranca suspiros con simples movimientos de faldas (brillante animación: que aprendan muchos encegados con la Pixar) y con una calidez sexual sin rastro de complejos anglosajones, más bien con un mestizo espirítu mediterráneo-caribeño, aunque, eso sí, narrado con el mejor clasicismo del Hollyood dorado.
Además del homenaje al jazz, a Bebo Valdés e incluso al flamenco, Chico y Rita nos deja paisajes urbanos deslumbrantes por su lirismo desgarbado: véase esa Habana desordenada a la que se asoma un anciano inquilino, la inmensidad de Nueva York transfigurada con ojos poéticos -casi con los de Lorca- e incluso una fugaz visita a la Barcelona del modernismo, con la postal preciosista del interior del Palau de la Música.
Sin olvidar los entrañables toques de comedia que bañan toda la función, desde esa amante despechada y deslenguada que se lía a tortazo limpio hasta el antológico vecindario insomne donde los inquilinos están en diálogo constante las 24 horas, discutiendo sobre apagones, sobre matrimonios o sobre el Che Guevara. Con su insobornable peculiaridad y su mirada verdaderamente adulta, esto es lo más parecido a un jarrón chino en medio de la animación actual, y, quien no quiera comprarlo, vive Cuba que él se lo pierde.
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