Ellos (los europeos) hablan del mundo como si lo tuvieran a sus pies; en cambio nosotros (en las islas británicas) vivimos entre agua y niebla y sabemos que no hay verdad sino destellos
El empirista recela de la lógica pura y de los razonamientos formales. Ya los nominalistas se mostraban hastiados ante el diálogo de besugos de los escolásticos. ‘Si A, entonces B. A. Luego, B’. Los silogismos llegaban a justificar verdades teológicas mediante concatenaciones de laboratorio. Así fue con Tomás de Aquino y también, de modo más refinado, con Descartes.
Santo Tomás tiene enfrente a los nominalistas ingleses. Guillermo de Ockam critica el matrimonio escolástico de fe y razón. Según él, hay que separar las verdades físicas de las verdades divinas. Las primeras son observables y la razón las puede comprender. ¿Y las segundas? Son competencia exclusiva de la creencia, de la confianza. Hablar de ellas es palabrería, verborrea. Son irracionales e incluso pueden llegar a contradecir la razón. En el misticismo, por ejemplo, se experimenta la unidad de los contrarios y la sabiduría inefable.
Curiosa vuelta de tuerca. Mediante sus métodos escépticos y antiteológicos, los nominalistas devuelven un lugar de honor a la experiencia religiosa subjetiva. Guillermo de Ockam rompe con Santo Tomás y vuelve a San Agustín, a la fe emancipada de la filosofía. Los alumnos rebeldes de la escolástica preparan, sin quererlo, la pólvora romántica del Renacimiento.
En el siglo XVII el racionalismo metafísico se reencarna en René Descartes. El filósofo francés da un carpetazo al platonismo lírico renacentista y vuelve a sistematizar las ideas de Dios, el alma y el cosmos. No son ideas locas, intuciones místicas, sino productos nítidos del raciocinio. ‘Pienso, luego existo. Como pienso, pienso en la idea de Dios: mi creador. Como ser supremo bondadoso, Dios crea el mundo físico y es mi garantía de verdad. Él me gradúa como científico’.
Los ingleses vuelven a la carga contra la teología continental. Berkeley y Hume de un modo especial se rebelan contra la soberbia de Descartes, Leibniz y Spinoza. Ellos (los europeos) son filósofos de la ‘objetividad’, hablan del mundo como si lo tuvieran a sus pies o como si lo leyeran en el Libro de la Vida. En cambio nosotros (en las islas británicas) vivimos entre agua y niebla y sabemos que no hay verdad sino verdades, destellos de subjetividad, percepciones particulares.
Bien es verdad que los empiristas legitiman y promueven la revolución científica: Bacon, Galileo, Newton y tantos otros siguen sus pasos. Defienden la dignidad de los sentidos, de la observación directa, la filosofía ‘al aire libre’.
Pero quien consagra la ciencia como nueva religión y cuerpo de dogmas es un francés, Auguste Comte. El padre del positivismo interpreta la historia de la ciencia como una epopeya que nos saca del caos de las sensaciones para conducirnos al paraíso de los hechos objetivos, como quien, con un puñado de musgo y madera, fabricase un belén y lo congelara como retablo definitivo.
Aunque parezca lo contrario, Comte tiene más genes de Tomás y Descartes que de los empiristas ingleses. Su cielo es el del absolutismo: el enorme sol de la Francia monárquica. La razón como centro ordenador. A Comte le faltan todas las virtudes del científico inglés: frescura, humildad, ironía, escepticismo. El positivismo es arrogancia sin límites, una enésima versión de la filosofía de la objetividad.
En el fondo, Comte no es un científico, sino un teólogo. Suerte que donde hay niebla siempre asoman la duda, la libertad y la posibilidad.
JOAN PAU INAREJOS, septiembre 2004
foto: 'El Astrónomo' de Jan VERMEER
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