Wittgenstein cae del caballo: me lo imagino atónito, con un nudo en la garganta en un sanedrín de filósofos analíticos
No existe la verdad, sino los lenguajes. Este descubrimiento "llevó a Wittgenstein al silencio", y de ahí, "al misticismo". El filósofo se olvida de sus antiguas pretensiones en el sentido de construir un lenguaje científico universal. Abandona esta empresa titánica, digna de un Buendía de Cien años de soledad, cuando cae en la cuenta de que incluso la ciencia es un lenguaje, un lenguaje distinto al arte y a la mitología pero un lenguaje al fin y al cabo.
Wittgenstein cae del caballo (me lo imagino atónito, con un nudo en la garganta en un sanedrín de filósofos analíticos) y se le ocurre aquello de que todo son 'juegos del lenguaje'. Es importante señalar que nunca abandona la idea de verdad última, la necesidad de un núcleo incondicional. En sus primeros años, el austríaco buscaba este meollo en la lógica: la lógica hace emerger la racionalidad del mundo, 'imita' las estructuras de la realidad.
El segundo Wittgenstein destierra la idea del 'isomorfismo'. No podemos simplificar la realidad en términos lógicos porque en el camino nos dejamos toda la pulpa. El deje, el gesto, la polisemia, el contexto al fin y al cabo, no es una mera circunstancia del mensaje sino toda su clave interpretativa. Los juegos del lenguaje no son espejismos de multiplicidad, sino que expresan una riqueza irreductible. El investigador ya no encerrará los fenómenos en su cuadrícula. Antes bien, observará el 'espectáculo del mundo' con humildad empirista y se guardará de la verborrea.
Como decía, Wittgenstein no renuncia a la idea de verdad a pesar del caleidoscopio multicolor en que se ha convertido su mundo. En realidad, lo que hace es lanzar el ancla a otra parte, bien lejos. Y así llega al misticismo. Si la verdad no está ninguna parte, está en todas partes. Más allá, o quién sabe si en el corazón de los mil lenguajes, del puzzle de la cultura, de la modernidad líquida, vive lo inefable. La sabiduría secreta.
Tiene que llover mucho, hasta el diluvio de la relativización total, para hacer este silencioso descubrimiento. No es una búsqueda desesperada, sino una paz súbita del alma. Después del bodorrio diurno, de la pompa y el sacramento, llegó la noche de los enamorados. Tú y yo. Y fuera los trajes.
JOAN PAU INAREJOS, octubre 2004 / foto: 'La danza', de Matisse
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