18 marzo 2015
El arte de no tener los pies en el suelo
Joan Pau Inarejos
Una entrada brillante del amigo Lluís Mata
me obligó, en un sentido poético e insoslayable, casi como un deber moral, a
leer ‘El barón rampante’ (1957). Sobre esta archifamosa novela italiana tenía,
por algún motivo, vagos prejuicios, injustificados recelos: el título, tantas
veces citado en mis libros escolares de literatura, me evocaba ambientes
cortesanos envarados y aburridos, y tendía a imaginar a su protagonista como un aristócrata con
el ceño eternamente fruncido. Qué equivocado estaba, por suerte. Y cuánta razón
tiene Machado al desear que no sea verdad nada de lo que pensamos.
Con una sencillez de estilo desarmante, Italo Calvino nos lleva
a un lugar imaginario de la costa de Liguria, Ombrosa, y nos cuenta la odisea
de un pequeño heredero de la nobleza local, Cosimo Piovasco di Rondò, dispuesto
a trepar por los árboles –rampar– y
vivir en ellos si hace falta con tal de zafarse de un padre autoritario. La
revolución arbórea de Cosimo, en pleno siglo de las luces (1767), bulle de un
primitivismo infantil, peterpanesco, que el título apenas permite adivinar. Inocente
y culto, insolente y carismático, Cosimo es de esos personajes de los que te
encariñas para siempre tras ver pasar su vida de papel. A mí, como al amigo
Lluís, tampoco me importaría tener un retoño Cosimo: más aéreo, más limpio de
espíritu que yo.
El duelo entre padre e hijo, entre Antiguo y Nuevo Régimen,
nos deja algunos de los pasajes más tronchantes del libro. El hermano de Cosimo,
discreto narrador de la historia, siempre secretamente fascinado por él, cuenta
que los padres jamás se preocuparon por si se rompían un brazo o una pierna al
deslizarse por las balaustradas de la finca señorial, "y fue la razón - creo yo
- de que nunca nos rompiésemos nada” –¡toda una lección de pedagogía!–, sin
olvidar los diálogos plagados de ironía entre el arrogante progenitor y su vástago, atrincherado
en las alturas: “- Buenos días, señor padre. - Buenos días, hijo. - ¿Estáis
bien? - De acuerdo con los años y los sinsabores. - Me complace veros animoso”.
La fábula de Calvino, con toques de realismo mágico, convierte a su
intrépido protagonista en una especie de Forrest Gump del siglo XVIII, capaz de
hacerse famoso en toda Europa, cartearse con los filósofos más importantes de
la época (desde Rousseau hasta el mismísimo Voltaire, que queda impresionado por
la justificación de su vida entre los follajes: “Quien quiere mirar bien la
tierra debe mantenerse a la distancia necesaria”) y hasta verse cara a cara con nada menos que Napoleón, a quien tiene el honor de hacerle sombra (“- ¿Puedo hacer algo por
vos, mon Empereur? - Sí, sí, poneos un poco más acá, os lo ruego, para
protegerme del sol, sí, así, quieto...”).
Desde su búnker vertical, el barón rampante ve pasar la vida de Ombrosa,
preserva el pueblo de los incendios, aborta los ataques de las fieras e incluso
organiza batallas contra los piratas o los austrosardos. Ora poeta, ora
estratega militar, Cosimo observa pacientemente el paso de las estaciones, presencia los
romances de las aves (“En primavera el mundo sobre los árboles era un mundo
nupcial”) e incluso asiste a los entierros, aunque los árboles de la muerte sean
más inasibles (“a los cipreses, de fronda tan espesa, no hay modo de trepar”). Desde
su hogar asilvestrado revive los impulsos y sentimientos más primitivos de la
humanidad (“ese amor que tiene el cazador por lo que está vivo y no sabe
expresarlo más que apuntando con el fusil”) sin dejar nunca su querencia febril
por la lectura y la escritura, para mejor comunicarse con el mundo y pergeñar
sus altos ideales (impagable el momento de las ardillas que se llevan las
letras Q, “y Cósimo tuvo que comenzar ciertos artículos Cuien y Cuienquiera”).
Entre las estampas tan vivas de la novela, cómo olvidar la colonia de
exiliados españoles, una cuadrilla de hidalgos y damiselas obligados a vivir en
los árboles porque el rey les impide pisar sus dominios (desterrados, pues, en
vertical). Calvino describe los “salones arbóreos” de estos hispánicos
huéspedes, que reciben al muchacho con “hospitalaria gravedad”, y cuán
sugestivo el rastro de esa amada granadina tras la partida, de la que quedan, prendidos en las ramas, “aún alguna pluma,
alguna cinta o encaje que se agitaba al viento, y un guante, un parasol con
puntillas, un abanico”. En las evocaciones goyescas de
España también se cuela Catalunya: véase cierto bandido que se arranca a
farfullar en la lengua de Llull, con gazapos ritabarberianos incluidos: “Bon dia!
Bona nit! Està a la mar molt alborotada”…
‘Il barone rampante’ es, también, un gozoso follón de lenguas y nacionalidades.
Incontables lecturas sobre el orden y
la revolución, sobre la dialéctica de padres e hijos, sobre la naturaleza y la
cultura, caben en este cuento entrañable de doscientas cincuenta páginas, donde
Ombrosa se asienta en nuestro imaginario con la fuerza del Macondo de García
Márquez o el Neverland de Peter Pan. Ombrosa se nos presenta como un remanso frondoso en medio de
la Europa bélica y jacobina, un lugar donde hasta los soldados se mimetizan con
el musgo y el liquen (Cosimo descubre la función civilizatoria de las pulgas),
un reino nostálgico de cuya existencia llega a dudar un atónito narrador (“Aquella
profusión de ramas y hojas (…) quizá existía solamente para que pasase mi
hermano con su ligero paso de chamarón, era un bordado hecho sobre la nada”).
Pero es la aparición triunfal del amor
la que eleva la pluma de Italo Calvino hasta alturas insospechadas y donde ésta nos
conquista definitivamente. La ley de vida quiere que el “barón en celo” pase
primero su época mujeriega y donjuanesca; le vemos entonces camelando a mil y
una doncellas desde las ventanas, cual amante furtivo y fugaz (¿qué es ese
ruido? “Es el barón que busca hembra. Esperemos que la encuentre y nos deje
dormir”), y hasta se habla de hijos bastardos que empiezan a llenar sospechosamente
tan decente pueblo. Pero el casanova de los árboles suspira: “¿De qué sirve
haber arriesgado la vida, cuando de la vida aún no conoces el sabor?”.
El encuentro con la amada, cuyo nombre
no podemos desvelar, y sobre todo el reencuentro cantado por Pedro Guerra
(gràcies, Lluís), nos reserva una declaración de amor insólitamente expeditiva
(antes de empezar la relación, ella le espeta “no voy a permitirte nunca que
estés celoso”; pero al fin y al cabo, ¡qué sería el amor sin estas elipsis, sin
estos felices sobreentendimientos!). De pronto, los hercúleos trabajos y
peripecias del joven se iluminan de sentido: “has vivido en los árboles para
aprender a amarme”. Por fin comprende: su aventura agreste era un entrenamiento del corazón.
Si Calvino narra la infancia de Cosimo
con ingenuidad dadaísta y juguetona, una hermosa lírica se apodera del relato
cuando nuestro joven librepensador descubre el amor, con toda su intensidad y
sus ingratos dolores y desgarros. “Se conocieron. Él la conoció a ella y a sí
mismo, porque en realidad no se había conocido nunca. Y ella lo conoció a él y
a sí misma, porque aun habiéndose conocido siempre, nunca se había podido
reconocer así”. Bello dilema de Cosimo entre el amor platónico y el carnal, cuando
se pregunta “si tenerla ahora es no tenerla nunca más” (en el recuerdo), y
deliciosamente teatrales las guerras de amor que entablan los donceles,
mirándose con ojos llameantes, “con pureza de arcángeles”, discutiendo
acaloradamente si el amor es paz o fuego incandescente, si estado de beatitud o
bendito padecimiento. Calvino deja maravillosos apuntes sobre la psique
femenina, harto poderosa incluso en la ausencia (“era siempre la mujer quien
triunfaba, incluso si estaba lejos”), y encuentra una metáfora feliz de los
celos en ese temor a los perfumes que no se pueden poseer, “aspirados por
muchas narices”.
¿Quién es, al fin, Cosimo? ¿Un héroe,
un loco quijotesco, una metáfora del hombre y sus edades? En todo caso no es un
imbécil (“la locura es una fuerza de la naturaleza, para bien o para mal,
mientras que la bobería es una debilidad de la naturaleza, sin contrapartida”),
es alguien muy convencido que cree firmemente que su huida del mundo es una
forma de militancia, como se empeña en dejar claro a quienes le conminan a apearse
de los árboles (- ¡Quieres retirarte! - No: resistir). ¿Llegará algún día la hora de
bajar? ¿Los héroes deben regresar a Ítaca? Lo dice su hermano con una frase llena
de juicio: “Incluso quien ha pasado toda su vida en el mar llega a una edad en
la que desembarca”. Y sin embargo, Cosimo encontrará la manera de seguir
rampando más allá de la última página.
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