08 mayo 2013
Hola, soy yo
Joan Pau Inarejos
El teléfono, como el trabajo y la pareja, ha dejado de ser
fijo. En este caso nos alegramos: la comunicación ya no conoce fronteras ni
limitaciones. Al perder su cordón umbilical con el hogar, el aparato incluso
perdió su nombre y quedó el mero adjetivo –el móvil-, mientras los
italianos, siempre mucho mejor dotados para la plástica, se inclinaron por
encoger el sustantivo con el entrañable telefonino.
Hace poco han conseguido rescatar la voz de Alexander Graham
Bell. Es un documento emocionante: el padre del teléfono balbuciendo sus
primeras palabras. Lo hizo en un disco de cartón encerado, cual mensaje en una
botella, y la grabación es de lo más franca: “Escuchad mi voz. Alexander Graham
Bell”. 15 de abril de 1885. El insigne inventor no aprovechaba para vindicar la
paz mundial ni el fin de la esclavitud. Olímpicamente despreocupado del
contenido, sólo quería comprobar el canal. Un dos tres probando.
Sin saberlo, Graham Bell inauguraba una de las funciones más
socorridas del telefonino: comprobar que estamos ahí. En clase de Literatura lo
llamaban la función fática del lenguaje: palpar el micro antes de hablar, decir
¿Sí? o ¿Aló? al descolgar el aparato, hacer una perdida, dar un toque o meter a
alguien en un grupo de WhatsApp. Más aún todavía: lo que en 1885 era una
necesaria probatura técnica, hoy lo hemos amplificado y popularizado hasta
convertirlo en la pura erótica del canal. El placer de estar conectados.
Los más entusiastas ya imaginan un mundo donde ni siquiera
habrá que llamar ni mensajear, porque nuestra vida será un continuum disponible. El canal
seremos nosotros. No tendré que decir que soy Graham Bell porque ya lo sabrás y
te lo habré sacado de la punta de la lengua. Al final, se cumplirá la
expectativa visionaria de mi sobrino de un año: cuando coge un teléfono,
siempre cree que hay alguien al otro lado.
Foto: Early Office Museum
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