20 mayo 2013
El maestro y Margarita
El maestro y Margarita (1928-1941)
EL ENAMORAMIENTO
Ella llevaba unas flores horribles, inquietantes, de color
amarillo. ¡Quién sabe cómo se llaman! pero no sé por qué, son las primeras
flores que aparecen en Moscú. Destacaban sobre el fondo negro de su abrigo.
¡Ella llevaba unas flores amarillas! Es un color desagradable (…).
«—¿Es
que no le gustan las flores?
«Me pareció advertir cierta hostilidad en su voz. Yo caminaba a su
lado, tratando de adaptar mi paso al suyo y, para mi sorpresa, no mesentía
incómodo.
«—Me gustan las flores, pero no éstas — dije.
«—¿Y qué flores le gustan?
«—Me gustan las rosas.
«Me arrepentí en seguida de haberlo dicho, porque sonrió con aire
culpable y arrojó sus flores a una zanja. Estaba algo desconcertado, recogí las
flores y se las di. Ella sonriendo, hizo ademán de rechazarlas y las llevé yo.
Así anduvimos un buen rato, sin decir nada, hasta que me quitó las
flores y las tiró a la calzada, luego me cogió la mano con la suya, enfundada en
un guante negro, y seguimos caminando juntos (…).
«Sí, el amor nos venció en un instante. Lo supe ese mismo
día, una hora después, cuando estábamos, sin habernos dado cuenta, al pie de la
muralla del Kremlin, en el río (…).El sol de mayo brillaba para nosotros solos.
Y sin que nadie lo supiera se convirtió en mi mujer.
CRISIS DEL ESCRITOR
En una palabra, comenzaba una fase de enfermedad psíquica. Me
parecía, sobre todo cuando me estaba durmiendo, que un pulpo ágil y frío se me
acercaba al corazón con sus tentáculos. Tenía que dormir con la luz encendida (…).
Se fue. Me acosté en el sofá y dormí, sin encender la luz. Me
despertó la sensación de que el pulpo estaba allí. A duras penas pude dar la
luz. Mi reloj de bolsillo marcaba las dos de la mañana. Me acosté sintiéndome
ya mal y desperté enfermo del todo. De pronto me pareció que la oscuridad del
otoño iba a romper los cristales, a entrar en la habitación y que yo me moriría
como ahogado en tinta.
MUERTE EN EL TEATRO
luego
cayó al suelo, gimiendo y arrancándose la corbata con mucho cuidado.
Después de morirse, Kurolésov se levantó, se sacudió el polvo del
pantalón de su frac, hizo una reverencia, esbozó una sonrisa falsa y se retiró
acompañado de aplausos aislados. El presentador habló de nuevo:
LA BELLEZA DE MARGARITA
La
gente pasaba junto a Margarita Nikoláyevna. Un hombre se quedó mirando a la
elegante mujer, atraído por su belleza y por su soledad. Tosió y se sentó en el
borde del mismo banco en el que estaba Margarita.
Por fin se atrevió a hablar:
— Decididamente, hoy hace buen día…
Pero Margarita le echó una mirada tan sombría, que el hombre se
levantó y se fue.
«He aquí un ejemplo — decía Margarita al que era su dueño—: ¿Por
qué habré echado a ese hombre? Me aburro, y en ese don Juan no había nada malo,
aparte del “decididamente”, tan ridículo… ¿Por qué estoy sola como una lechuza
al pie de la muralla? ¿Por qué estoy apartada de la vida?»
AGRESIÓN AL PIANO
Apuntando con tino, Margarita golpeó las teclas del piano y
en toda la casa retumbó un alarido quejumbroso. El instrumento de Bekker, que
no tenía la culpa de nada, gritó desaforadamente. Se hundieron sus teclas y
volaron las chapitas de marfil. El instrumento aullaba, resonaba y gemía. La
tabla superior barnizada se rompió de un martillazo, sonando como el disparo de
un revólver. Margarita, sofocada, rompía y aplastaba las cuerdas. Por fin,
muerta de cansancio, se derrumbó en un sillón para recobrar la respiración.
DOSTOIEVSKI INMORTAL
— Los
carnets, por favor — dijo ella mirando sorprendida los impertinentes de
Koróviev y el hornillo de Popota y su codo roto. — Mil perdones, pero,
¿qué carnets? — pregunto Koróviev, extrañado. — ¿Son ustedes
escritores? (…). Dígame, ¿es que para convencerse de que Dostoievski es un
escritor, es necesario pedirle su carnet? Coja cinco páginas cualesquiera de
alguna de sus novelas y se convencerá sin necesidad de carnet de que es
escritor. ¡Y me sospecho que nunca tuvo carnet! ¿Qué crees? — Koróviev se
dirigió a Popota.
— Apuesto
a que no lo tenía — contestó Popota, dejando el hornillo en la mesa junto al
libro y secándose con la mano el sudor de su frente, manchada de hollín.
— Usted no es Dostoievski — dijo la ciudadana, desconcertada,
dirigién
dose a Koróviev. — ¿Quién sabe? ¿quién sabe? — contestó
él. — Dostoievski ha muerto — dijo la ciudadana, pero no muy
convencida. — ¡Protesto! — exclamó Popota con calor—. ¡Dostoievski es
inmortal! — Sus carnets, ciudadanos — dijo la ciudadana. — ¡Esto
tiene gracia! — no cedía Koróviev—. El escritor no se conoce por su
carnet, sino por lo que escribe. ¿Cómo puede saber usted qué ideas artísticas
bullen en mi cabeza? ¿O en ésta? — y señaló la cabeza de Popota, que hasta
se quitó la gorra para que la ciudadana pudiera verla mejor.
ASASELO
—¡Qué
alegría! ¡En mi vida he tenido una alegría tan grande! Perdone que esté
desnuda, Asaselo, por favor.
Asaselo le dijo que no se preocupara y aseguró que había visto no
sólo a mujeres desnudas, sino que incluso las había visto sin piel.
LA HUÍDA DEMONÍACA
La tormenta se disipó sin dejar rastro y un arco multicolor,
cruzando todo el cielo de la ciudad, bebía agua del río Moskva. En lo alto de
un monte, en medio de los bosques, se veían tres siluetas oscuras: Voland,
Koróviev y Popota, montando negros corceles, contemplaban la ciudad a la otra
orilla del río. El sol quebrado se reflejaba en miles de ventanas y en las
torres de alajú del monasterio Dévichi.
DIÁLOGO CON EL DIABLO Y
EL GATO POPOTA
— Bueno,
esto ya me gusta más — dijo Voland, mirándole fijamente—. Hablemos. ¿Quién es
usted?
— Ahora no soy nadie — respondió el maestro, y una sonrisa le
torció la boca.
—¿De dónde viene?
— De la casa del dolor. Soy enfermo mental — contestó el
recién llegado.
Margarita no pudo soportar aquellas palabras y se echó a llorar.
Luego exclamó, secándose los ojos:
—¡Qué palabras tan horribles! ¡Horribles! Le prevengo, messere,
que es el maestro. ¡Sálvelo, que se lo merece!
—¿Sabe usted con quién está hablando en este momento? —
preguntó Voland—, ¿sabe dónde se encuentra?
— Lo sé —contestó el maestro—. Ese chico, Iván Desamparado,
fue mi compañero del sanatorio. Me habló de usted.
— Ah, sí, desde luego — dijo Voland—. Tuve el placer de
conocer a ese joven en «Los Estanques del Patriarca». Por poco me vuelve loco
demostrándome que yo no existo. Pero ¿usted cree que soy realmente yo?
— No me queda otro remedio que creerlo — dijo el maestro—,
aunque me sentiría mucho más tranquilo si pensara que usted es fruto de una
alucinación. Y usted perdone — añadió el maestro, violento.
— Bien, si cree que se sentiría más tranquilo, piénselo así
—dijo Voland con amabilidad.
—¡Pero no! — dijo Margarita, asustada, sacudiendo al maestro
por el hombro—. ¡Qué dices! ¡Si es él realmente!
Esta vez intervino también el gato:
— Yo sí que parezco una alucinación. Fíjese en mi perfil a la
luz de la luna.
El gato se metió en el reguero de luna y quiso añadir algo más,
pero le pidieron que se callara. Entonces dijo:
— Bueno, bueno, me callaré. Seré una alucinación silenciosa —
y no dijo más.
Mijaíl Bulgákov
El maestro y Margarita (1928-1941)
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