30 abril 2013
Cariño, me han dicho que la belleza está en el interior, así que desnúdate
Joan
Pau Inarejos
Tengo
comprobado que eso de la belleza interior es un producto
propagandístico al servicio de intereses espurios. Mucho cuidado con aquel que
os diga que “el físico no cuenta, lo importante es como son las personas por
dentro”. ¿Por dentro de dónde? A no ser que todos estos predicadores apelen a
la armonía de las vísceras y sus ligamentos, sus mucosas y sus bulbosidades
rosáceas, parece claro que estamos ante una metáfora. Y de las peligrosas.
La
culpa de la propagación de este mito en una serie de generaciones la tiene en
buena medida la Disney, tras meternos en el cerebro aquella banda sonora que
decía “no hay mayor verdad / la belleza está / en el interior” (La Bella y la
Bestia). Dejando aparte el hecho de que estos versos eran cantados por una
tetera –ignoramos la experiencia que puedan tener las piezas de la vajilla para
pronunciarse sobre este tipo de cuestiones- no nos puede pasar por alto que tan
bonita apelación a la lindeza del alma tenía una finalidad social muy clara y
muy terrenal. Se trataba de que la muchacha de la aldea, sospechosa lectora de
novelas en plena burricie del Antiguo Régimen, se casara a toda costa con el
aristócrata. El castillo necesitaba su dama.
Por
otra parte, predicar la belleza interior de alguien debe activar todas las
alertas en el interfecto. Rara vez se molestan en alabar tu belleza interior cuando eres un
pibón alucinante o un tío que se las lleva a todas de calle. Cuando dicen que
tu fondo es muy bueno es que tu superficie deja mucho que desear. Con toda
probabilidad, los románticos alemanes eran muy difíciles de ver, o directamente
cardos borriqueros, porque fueron ellos quienes acuñaron la vidriosa apelación
al “alma bella”. Esta es una afirmación que Popper llamaría infalsable: mi alma
es bella, no te lo puedo demostrar pero créetelo. En tu casa o en la mía.
No
hemos citado a los alemanes al azar. Los pueblos mediterráneos, de raigambre
griega, siempre habían creído en la belleza que se manifestaba a plena luz del día (la famosa tríada platónica de lo bueno, hermoso y verdadero), mientras que hoy son gobernados por
civilizaciones con otros criterios estéticos. Videntes y cancilleres que creen
atisbar verdades y objetivos de déficit entre las tinieblas de un cuadro de Friedrich. Con todo, los verdaderos visionarios, como he podido
comprobar hoy, son los publicitarios. Ellos proclaman que “lo que importa es el
interior” para vender culottes y
lencería fina.
29 abril 2013
‘Iron Man 3’: más hombre, más hierro, más Downey Junior
por JOAN PAU INAREJOS
Nota: 7,5
Ojos saltones, greña al aire, sonrisa mefistofélica, Robert
Downey Junior se ha convertido en uno de esos actores que magnetizan el aire
que respiran. A sus 48 años, desintoxicado de una vida poco recomendable, se interpreta a sí mismo como nadie. Abrasador y chulesco. Narcisista y desencantado. Rápido y
socarrón. Un sorbo de café cargado.
El hombre que transformó a Sherlock Holmes en un dandi canalla
vuelve a revestirse con el traje de hierro y los gadgets inverosímiles para su
tercera aventura como Iron Man. Tercer plan de vuelo con más de lo mismo: ritmo
frenético, guion bruñido como el metal, exhibicionismo audiovisual. Una ristra
de gags malévolos dedicados a Ringo Starr, el Thor de la Marvel o Bruce Willis.
Y Robert Downey Junior, claro, sin el cual todo sería incomparablemente más aburrido.
Esta vez, Tony Stark deberá enfrentarse a un líder terrorista de
largas barbas y modos suntuosos, un Ben Kingsley en abierta caricatura pulp de Bin Laden -ojo a la
pantalla, porque la parodia va muy en serio-. Malo malísimo con inconfundible sabor
a cómic, perfecta demostración amoral de cómo Estados Unidos ha convertido el
difuso mundo árabe-islámico en el nuevo territorio simbólico del mal y en un fácil disparadero de sus miedos nacionales. La película
lo sabe, lo utiliza y lo invierte ingeniosamente.
En medio de un ritmo de feria no siempre constante, la tercera cruzada de Downey/Stark viene repleta de imágenes de gran potencia, casi
rupturistas. Todo un hallazgo esa Gwyneth Paltrow fortuitamente enfundada en el
traje de superhéroe, en insólita inversión de roles ("yo te
protejo"), o la escena en la que Tony se saca a sí mismo del fondo del
mar gracias a su mano extraíble (bella metáfora del hombre capaz de tirar de sí
mismo, a la guisa del barón Münchausen que salió del pantano tirándose de la
cabellera, como gusta recordar José Antonio Marina).
El hombre y sus prótesis. El hombre y su alter ego metálico.
Su vida ligada a un corazón recargable. Muchos son los guiños a la
ciencia-ficción con los que 'Iron Man 3' salpica sus quizá excesivos 130 minutos, por otra parte entregados a la pirotecnia comercial más desacomplejada.
Veremos al creador perdiendo el control sobre su Criatura -ese ataque
nocturno, desasosegante y frankensteiniano-, departiendo cómicamente con el
robot averiado en el sofá o batiéndose en duelo dialéctico con su asistente
virtual -la ubicua voz instructora que siempre nos recordará al Hal de '2001'-.
También nos tienta la imagen de ese héroe en retirada, buscando una segunda vida como mentor de sus hijos artificiales (su galería
de ironmans autónomos) pero no
seríamos justos sin reservar un homenaje sincero y admirado a una de las
mejores escenas de acción y suspense que se han filmado jamás en el género. Un
rescate en el aire que es pura adrenalina. Que obliga a levantar las manos
y aplaudir si tienes sangre en las venas.
IRON MAN 3, DE SHANE BLACK
22 abril 2013
'Looper' (2012): yo contra mí
Atención: el artículo contiene
pequeños detalles del argumento
por JOAN PAU INAREJOS
Nota: 7,5
Los terapeutas suelen recomendar que “enterremos lo malo en el
pasado”, y eso es lo que hacen los mafiosos de ‘Looper’ del modo más literal
posible: mandar sus cadáveres a un tiempo pretérito, para mejor deshacerse de
ellos y no tener que buscar los consabidos escondrijos en descampados y fondos
lacustres. Idea brillante para abrir fuego en este thriller de
ciencia-ficción donde Joseph Gordon-Levitt parece hereadar los rasgos de Keanu
Reeves (‘Matrix’), para batirse en duelo generacional con un Bruce Willis
-el hombre a una metralleta pegado- que sigue explotando sin rubor su imagen de
héroe decadente.
Bañada en cine negro, oscura y lóbrega como casi todo lo que
ha traído el género tras 'Blade Runner', la película de Rian Johnson dibuja un
futuro donde la gente estará dispuesta a comerciar con su propio futuro para
ganar compensaciones inmediatas. La famosa guerra hobbesiana del hombre contra
el hombre alcanza aquí tintes extremos: el hombre contra sí mismo, en lucha
descarnada frente a sus alter ego del pasado y del
futuro. Sólo puede quedar uno.
Como en 'Minority Report', el protagonista se convierte en
víctima inesperada del sistema para el cual trabaja (Jeff Daniels al mando, con
socarronas barbas), pero a diferencia de aquélla, aquí la estética es mucho más
cruda y próxima a nosotros. Los deportados en la máquina del tiempo, con la
cabeza cubierta junto a los campos de cereales, evocan inevitablemente a los
presos de Abu Graib y a los bajos fondos de la nada ficticia guerra contra el terrorismo. Esta iconografía tan
contemporánea se conjuga resultonamente con las escenas de acción más
comerciales y el etéreo aire de misterio made in Shyamalan.
Quizá son los personajes, pobremente desarrollados, los que
achatan un poco tan ingeniosa vuelta de tuerca al universo de la
ciencia-ficción. Con mayor grosor dramático resultaría más creíble ese giro de
guion sobre la redención humanista de un mundo cruel: una autoinmolación casi
de resonancias cristianas, un mundo vacío de héroes que sólo podrá ser salvado
por mártires. Y por cierto, qué guasa del séptimo arte que Bruce Willis sea un Herodes infanticida tras haber auxiliado a niños que
veían muertos.
LOOPER, DE RIAN JOHNSON
16 abril 2013
Harry, no mires a la luz
Joan
Pau Inarejos
Andaba el otro día por la calle, sumido en mis rutinas, cuando un fulgor rojo reclamó mi atención. Un señor me puso en alerta,
con un comentario fugaz que pronunció en enérgico acento andaluz de modo
espontáneo y sin dirigirse a nadie. ¡Joé, qué bixo má raro! Nuestro
peatón pasó de largo apresuradamente, con una mueca de aprensión, pero yo quise
acercarme al lugar de los hechos, llevado por una morbosa curiosidad. El ser
que levantaba estas muestras de asombro era un insecto de innegable aspecto
exótico, poseedor de un hermoso colorido rojo-negro y un caparazón reluciente
que terminaba en un hocico de tres puntas. No le había visto jamás por el
barrio.
Intrigado, tomé una fotografía de aquella rara
mezcla de cucaracha y mariquita y la sometí al comité verificador de las redes
sociales, el #GranOjo que todo lo sabe y si no se lo inventa. No tardaron en
informarme de que se trataba del picudo rojo, el temible escarabajo invasor que
se dedica a liquidar nuestras palmeras con entomológico instinto de asesino en
serie. Entonces me sentí culpable por haber admirado a un ser tan destructivo y
despreciable. La naturaleza, muy zorruna ella, está llena de reclamos estéticos
que encubren tremendas amenazas y maldades. Las setas más maravillosas son
bombas de veneno. La Biblia ya avisa que Satanás era el más bello de los
ángeles. Y esa inquietud disonante me carcomía al recordar al escarabajo
picudo, brillante en el suelo como un rubí perdido.
Las fascinaciones son peligrosas, y si no que se lo
digan a los mosquitos de la película 'Bichos' de Pixar, que sucumbían a la
tentación de las farolas y caían achicharrados ("No puedo evitarlo... es
tan bonita..."). Literalmente, se dejaban deslumbrar, una
palabra que concentra la sabia precaución del pueblo llano ante el exceso de
esplendor de las cosas. Estoy tan receloso tras la experiencia con el picudo
rojo, que esta madrugada casi me ha conmovido ver a una sucia polilla
revoloteando sobre mi teclado, una asquerosa devoradora de suéteres que no
engaña a nadie.
14 abril 2013
La bomba portuguesa
GABRIEL
MAGALHÃES, la vanguardia, 14/04/2013
Había portugueses que creían, al entrar en la antigua CEE, haberse casado con
una heredera rica y ahora descubren que es una esposa que quiere saber cómo
gastamos cada cuarto
Hace algunos días se encontró
en el metro de Berlín una bomba de la Segunda Guerra Mundial. Estaba a un
kilómetro de la cancillería de Merkel y del Bundestag. Han pasado casi 68 años
desde el final del más terrible conflicto bélico y el artilugio allí seguía, al
acecho, en el centro mismo de la capital de Alemania. Esta bomba sabe a
símbolo, a metáfora de las cargas explosivas de todo tipo que pueden hacer
explosión en nuestro continente en los próximos tiempos. Portugal es una de
esas bombas de relojería cuyo tic-tac ya se oye.
Los portugueses formamos un país con curia. Con mucha curia. Se trata de una élite que flota sobre Lisboa. Un mundo cerrado en el que no se penetra con facilidad y que tiene un poder cosmológico sobre la vida nacional. En siglos pasados, llevaba títulos aristocráticos. Hoy en día, consiste en una red de altos funcionarios, políticos -que, en su mayoría, han sido o serán altos funcionarios- y hombres de negocios. Esa curia se ha pronunciado: empieza a considerar la posibilidad de mandar a Europa a paseo.
El modo que la curia portuguesa tuvo de exhibir su poder fue el Tribunal Constitucional. Gente de toga, con un aspecto que oscila entre el inquisidor y el senador romano. Los jueces dictaminaron que la austeridad era inconstitucional en lo que respecta al sacrificio específico que se pedía a los funcionarios. Varios profesores de Derecho han demostrado que otra decisión habría sido posible. El veredicto debe entenderse no sólo como un hecho jurídico, sino como una señal de la sociedad portuguesa.
En efecto, hace meses que las élites lusitanas están muy nerviosas. El gobierno de Passos Coelho funciona como un implacable comité que aplica a rajatabla las directivas de Europa, sin atender a los susurros de pasillo de palacio que, en Portugal, son toda una música de sutil solfeo. El país vive controlado desde fuera. La élite no puede aceptar esto. Y se apoya en el malestar de las clases medias, desorientadas por las dificultades y por el fin de una prosperidad que era la única ideología que les quedaba.
Passos es un político valiente, que ha formado un gobierno de gente esforzada. Pero, para Portugal, tiene dos defectos. Primero: es un neoliberal que cree firmemente en el baile de los mercados. A los portugueses les hubiera gustado que la austeridad se aplicara con una lágrima de piedad en el poso de la mirada. Passos lo ha hecho con las pupilas endurecidas por la convicción contable. Segundo defecto: hay en él un exceso de empuje que tiene tendencia a extremar las cosas. No es que no busque acuerdos: sabe que son importantes. Pero termina imponiéndose la dinamita de su firme determinación. Ahora no hay centro en la vida política portuguesa. La responsabilidad no es sólo de Passos, por supuesto, pero lo cierto es que se ha perdido el consenso sobre el rescate que existía entre los dos mayores partidos: el PSD, que es en esencia una CiU lusitana, y el Partido Socialista. El ambiente es de tensión y griterío: son pocas las voces serenas. Hay un refrán portugués que lo explica todo: en una casa en la que no hay pan, todo el mundo protesta y nadie lleva razón.
La oposición está comandada por el socialista António José Seguro. Su propuesta consiste en sentarse con los técnicos de la troika a jugar al póquer, exigiendo nuevas condiciones. Está convencido de que le saldrán mejores cartas que a los griegos. Desde la izquierda, llegan afirmaciones del mundo de los inversores: Sócrates, el antiguo primer ministro, dijo que querer pagar ahora la deuda es una idea de niños. Y Mário Soares ha escrito: "Cuando no hay dinero no se paga. Nos han engañado como a los países de América Latina".
En la frase del patriarca hay algo que quizá sus 88 años dijeron sin querer: el modelo empieza a no ser Europa. La salida del euro ya no es una pura ficción. Aunque el coste puede ser enorme, se trata de una fuerte tentación para una élite que siempre ha controlado el país y que, fuera de la moneda europea, volvería a tener las riendas en sus manos. Recordemos que una parte considerable de la sociedad portuguesa vive ya en escenarios no europeos. Empresas que han ubicado sus sedes en África. Otras que han acogido capital chino. Mucha gente que ha emigrado rumbo a lejanos continentes vuelve a recorrer los añejos portulanos del imperio portugués.
El ciudadano de a pie se encuentra, pues, entre la amarga propuesta de Passos (un empobrecimiento del país que, en el mejor de los casos, estabilizaría la situación con un mínimo crecimiento a medio plazo) y la arriesgada idea de Seguro, que puede conllevar, si las apuestas suben mucho en la mesa de póquer, la salida del euro. ¿Qué va a pasar? Todos los días en la mesa de billar de la política portuguesa hay nuevas carambolas. Los telediarios funcionan como seriales, siempre con nuevos episodios espeluznantes, y las noticias se devoran las unas a las otras.
El ciudadano de a pie se siente agotado y sin norte. Intenta seguir con su trabajo, si lo tiene. Porque el drama del paro, que no para de crecer, está destrozando, de una forma cruelmente silenciosa, la vida de mucha gente. Una angustia muda recorre el país, condenado a elegir entre el dolor y el caos. Cavaco Silva, el presidente, debería ser el árbitro de todo esto. Pero se ha refugiado en el séptimo cielo de la más alta magistratura de la nación. Y los hilos que mueve no se entiende bien si son cuerdas para salvarnos o sogas que nos ahorcan. Mientras tanto, van renaciendo los fantasmas del desorden cívico de la Primera República (1910-1926). Efectivamente, el país está dividido: a una parte le gustaría asumir el sacrificio para conservar la estabilidad. Vivir un poco peor, pero ir viviendo. Otro gran sector desea un terremoto cívico y político. Y entre ambos, sin pronunciarse, circula el ciudadano que va a lo suyo.
Si nos olvidamos de los cortocircuitos de la política y de la pesadilla de los números, podremos ver la cuestión con alguna claridad. Los próximos meses Portugal empezará a decidir si es europeo o no. La Europa que nos espera ya no es la del dinero fácil sino un proyecto que exige sacrificios. Había portugueses que creían, al entrar en la antigua CEE, haberse casado con una heredera rica y ahora descubren que es una esposa que quiere saber cómo gastamos cada cuarto. No obstante, los ciudadanos siguen identificándose con una cierta imagen de Europa: cultura, elegancia, libertad, progreso, organización. El baile de Año Nuevo en Viena. Pero ya casi nadie habla de esta bella idea: sólo se oye el rumor seco de las cifras.
Ante este dilema, va ganando fuerza el escepticismo europeo. A su favor tiene una tradición de siglos en los que anduvimos por todo el mundo sin acordarnos de dónde estaba Berlín. Por ahora, la cuestión es el euro: cada vez son más las voces que defienden la salida de la moneda única. La decisión portuguesa sobre este tema es una de las muchas que se tomarán en Europa en los próximos años: decisiones de fondo, que serán cruciales para cada país. El continente se ha empobrecido. La Europa del Norte, con una cohesión social mayor, ha sabido reaccionar de forma rápida y consensual. En los países del sur, más laberínticos, las sociedades están resquebrajándose. No parecen capaces de llegar a los acuerdos necesarios para este tiempo de estrecheces. Por lo menos eso es lo que está pasando en el caso portugués. Se oye por todas partes un inquietante rumor de edificio que va a derrumbarse. En el metro de Europa, en la línea del sudoeste, justo en la última estación, la de Lisboa, hay una bomba que puede estallar.
Foto: Lisboa, agosto 2012 (Joan Pau Inarejos)
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Gabriel Magalhâes,
política
11 abril 2013
Oda a los auriculares
Joan Pau Inarejos
Nuestros objetos más próximos apenas valen nada por sí mismos.
Unas gafas, por muy lujosas que sean, no tienen más misión que ver a través de ellas.
Las llaves son meros residuos metálicos si no sirven para abrir puertas
(debemos embellecerlas con un repertorio de llaveros que, esos sí, concentran
experiencias afectivas y viajeras). Lo mismo las humildes tarjetas del
transporte público: como mariposas efímeras, pierden todo su colorido al
terminar la jornada.
Nuestra vida está plagada de estas cosas discretas y poco
pretenciosas. Menudeces instrumentales a las que apenas atendemos, aunque es un hecho que nos
acompañan más que nadie. Personalmente, si tuviera que elegir entre toda esta
ristra de objetos proletarios, sin duda me quedaría con los auriculares. Con
ellos creo entender lo que dicen algunos abuelos al confesar que la televisión
les hace compañía. También a mí me conforta saber que tengo a mano este cable
tripartito con el que podré fugarme en cualquier momento de la banda sonora de la
realidad.
Mis auriculares y yo nos reímos de los fastuosos cascos,
novísimos y brillantes, que adornan ciertas cabezas modernas del suburbano. Nos
abochornan esos yelmos espartanos del siglo XXI, ya que nosotros preferimos
llevar lo nuestro con más intimidad. Con las hebras de cobre agazapadas entre
la camisa y el pecho, los tímidos con auriculares somos como un embrión ligado
a su cordón umbilical. Temerosos del mundo de afuera, vacilantes en los
andares, la música interna nos da una cierta armadura. Cuántas heroicidades
haríamos si nos acompañase siempre una buena orquestación de fondo.
Confieso que tiendo a perderlos con frecuencia, y, al comprar otros, entonces para
mí es como el alumno que debe acostumbrarse a un nuevo profesor. Su aspecto, su
sonido, sus pequeños defectos. Su modernidad chirriante o sus gangosos modos
obsoletos. Sin excepción acabo habituándome a ellos, hasta que el azar y mi despiste los vuelven a extraviar, y separan para siempre lo que Samsung había unido.
08 abril 2013
noticias poéticas
04 abril 2013
De Taüll a Berlín
La nueva defensa de lo auténtico
Joan Pau Inarejos
La actualidad nos
trae dos ejemplos interesantes acerca de nuestras relaciones cambiantes con
lo nuevo y lo viejo. En Taüll, en el Pirineo catalán, la dirección de
Patrimonio de la Generalitat ha decidido extraer la copia del célebre
Pantocrátor (Maiestas Domini) expuesta desde hace más de 50 años en el ábside
de la iglesia románica de Sant Climent. En su lugar se proyectará una imagen
virtual de la obra original, que custodia actualmente el Museu Nacional d’Art
de Catalunya (MNAC) en Barcelona, gracias a una técnica innovadora conocida
como mapping. La decisión ha llamado poderosamente la atención por
tratarse del kilómetro cero del universo del románico catalán y porque cambia
las tornas de una forma de entender el arte.
En cierto modo –y ya
me perdonarán los ortodoxos por la comparación– las pinturas románicas son para
el Pirineo lo que los mármoles de la Acrópolis para Atenas. No sólo por su
altísimo valor simbólico y artístico, sino por el sentimiento de orfandad que sienten
ambos territorios hacia sus más preciados tesoros. Salvando las distancias
históricas y geográficas, los relieves del Partenón fueron víctimas colaterales
del colonialismo inglés y hoy lucen en el Museo Británico de Londres, mientras
los frescos medievales de Taüll o Àneu fueron trasladados al palacio de
Montjuïc merced al celo conservacionista de la burguesía barcelonesa.
Casi un siglo
después, la apuesta por el mapping supone un giro evidente de
mentalidad. Ya no se considera que la copia sea el mejor testigo de la pieza
original, por exacta que sea esta imitación, sino que se prefiere una presencia
virtual. Mientras los antiguos reconstruían físicamente las obras de arte
ausentes, hoy se opta por desmaterializar para aprehender mejor la esencia. Ya
no cotiza la meritoria copia artesana, sino el perfecto reflejo tecnológico.
Donde antes había horror vacui, hoy triunfa la alianza entre la
autenticidad y la sostenibilidad: restituir lo genuino sin causar impacto.
Máxima calidad de mínimo coste.
El otro ejemplo nos
lleva a Berlín. En la capital alemana ha sido noticia el archifamoso Muro tras la
movilización ciudadana para salvar sus últimos vestigios, amenazados por un
plan urbanístico. Una ironía brillante, sin duda. Los berlineses que derribaron
heroicamente el gran telón de acero hoy claman "Salvemos el Muro". No
para reconstruir su trazado, desde luego (aunque acaso intervenga una cierta Ostalgie,
esa nostalgia del Este que tan divertidamente retrataba la película ‘Goodbye
Lenin'). Quizá también haya un suspiro por el mundo de antes, donde existían
marcas seguras, aunque fueran telones de acero o muros infranqueables. Pero por
encima de todo parece un deseo de conservar un símbolo, un testigo de la
explosión ciudadana que asombró al mundo entero en 1989. Una defensa de la memoria
frente a la frivolidad recalificadora del capitalismo triunfante. Es la corriente popular y progresista la que se opone a las grúas.
Nótese el diálogo de este muro berlinés con la bóveda de Taüll. Del mismo modo que allí hemos visto que se desecha lo bueno pero falso –la copia ilegítima–, aquí se protege ardorosamente lo malo pero al fin y al cabo auténtico. Es el Muro, pero es nuestro Muro. Lo hemos tuneado con nuestros grafitis y nuestras inscripciones, como los amantes adolescentes que dejan sus fechas y corazones impresos en los lugares que han compartido. Un apego fetichista y sentimental, una suerte de síndrome de Estocolmo –¿habrá que llamarlo síndrome de Berlín?– que lleva a amar el antiguo símbolo de opresión si de este modo se conserva la propia identidad. Quizá llegue un día en que los últimos fragmentos del Muro sean arrancados y se alojen en algún museo. Entonces será la hora del mapping a gran escala, para recrear fidedignamente todo su trazado, incluídos los guardias y las alambradas, mientras los ciudadanos de ambos lados atraviesan milagrosamente las antiguas paredes.
Nótese el diálogo de este muro berlinés con la bóveda de Taüll. Del mismo modo que allí hemos visto que se desecha lo bueno pero falso –la copia ilegítima–, aquí se protege ardorosamente lo malo pero al fin y al cabo auténtico. Es el Muro, pero es nuestro Muro. Lo hemos tuneado con nuestros grafitis y nuestras inscripciones, como los amantes adolescentes que dejan sus fechas y corazones impresos en los lugares que han compartido. Un apego fetichista y sentimental, una suerte de síndrome de Estocolmo –¿habrá que llamarlo síndrome de Berlín?– que lleva a amar el antiguo símbolo de opresión si de este modo se conserva la propia identidad. Quizá llegue un día en que los últimos fragmentos del Muro sean arrancados y se alojen en algún museo. Entonces será la hora del mapping a gran escala, para recrear fidedignamente todo su trazado, incluídos los guardias y las alambradas, mientras los ciudadanos de ambos lados atraviesan milagrosamente las antiguas paredes.
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03 abril 2013
El món s'acabarà a la ville de... Barcelona
per JOAN PAU INAREJOS
Nota: 5,5
Convindreu amb mi que la fi del món és centralista. Almenys ho
ha estat fins ara. Hem vist tantes vegades l’Estàtua de la Llibertat
ensorrar-se i fer-se miques, que resulta gairebé un plaer exòtic poder contemplar l’apocalipsi
a qualsevol altre lloc que no sigui el riu Hudson, els gratacels de Manhattan o
el Capitoli. Les províncies també tenen dret a les seves catàstrofes.
Aquest era potser un dels grans al·licients de la pel·lícula
dels germans Àlex i David Pastor: descobrir que, de la mateixa manera que
Barcelona va organitzar uns Jocs Olímpics, també pot organitzar una hecatombe ben
digna i amb figurants autòctons. Qui li havia de dir a Quim Gutiérrez, mite
televisiu dels anys 90, que veuria el seu domèstic Poblenou de TV3 convertit en
un solar de mort i destrucció. Catalunya va demostrar que sabia fer culebrons i
ara s’estrena emulant el Hollywood d’‘Armageddon’, ‘2012’ i companyia (següent
idea: fer un ‘2014’ ambientat a la plaça de Sant Jaume amb el subtítol ‘Independence
Day’. De res).
Sorprenentment, no és una allau de guiris ni una
superconcentració de brutor atmosfèrica el que desferma els fatals
esdeveniments (per citar algunes amenaces reals). Tampoc veurem –de moment– cap
tsunami a la Barceloneta, ni la Torre de Collserola precipitant-se al buit
sobre la ciutat de Cerdà. El factor X escollit pels directors és molt més
abstracte i filosòfic, menys local que tot això. De sobte, la gent contrau un
pànic iressistible a sortir al carrer. Una misteriosa agorafòbia provoca atacs generals
de pànic i fa que creuar el carrer esdevingui la missió més perillosa (i no només pels comandos radicals del Bicing). Per cert, un altre efecte secundari del virus: la llengua catalana apareix aleatòriament, amb aparicions sobtades sense explicació científica, com les cares de Bélmez.
El duet protagonista té la seva grapa. Un informàtic mileurista i el cap de recursos humans que
estava a punt de fotre’l al carrer –José Coronado, el més convincent de tots– s'enfrontaran a una amenaça molt pitjor que un ERO. La
ciutat sencera s’ha convertit en l’enemic, i només es pot recórrer el seu
traçat a través del clavegueram o de les vies del metro. Plantejament suggeridor
i amb una flaire netament contemporània: una humanitat enclaustrada, reclosa en els seus iglús vitals i tecnològics, aïllada del món exterior.
Més encara quan s’acompanya amb una utillatge audiovisual de ferro, a l’alçada
de qualsevol blockbuster americà a l’ús,
tant pels efectes especials com –sobretot– pel domini de l’acció i el ritme en
molts moments, malauradament no tots.
Si en alguna cosa peca aquesta fi del món barcelonina, i no és
menor, és en el to superficial i convencional. Un concepte tant interessant com la pandèmia agorafòbica no aconsegueix una posada en escena original i potent, a l’alçada del que es
podria esperar, i acaba manllevant els tòpics més pobres i suats d’altres
títols cosins. Diàlegs de rotulador gros, història de
noi-que-ha-de-salvar-la-noia (encara estem així?), dolentots que no ho són tant,
paisatges rutinàriament rebregats i destruïts (fins i tot el centre comercial
Gran Via 2, curiosa manera de fer-se publicitat)… no hi ha res que indiqui un mínim
risc, un discurs propi o almenys una volta de cargol a les incomptables
pel·lícules del gènere. L’única imatge memorable –animals del zoo a banda–, sembla una paròdia amb
estètica de Benetton i ens permet extreure la següent conclusió: els urbanites dedicats a cultivar el seu
hort ecològic potser són els més ben preparats per a quan arribi el judici
final. Ca fort.
'LOS ÚLTIMOS DÍAS', D'ÀLEX I DAVID PASTOR
LA PELÍCULA AL MILLOR WEB DE CINEMA: LABUTACA
Para volver a este 'Oz', mejor quedarse en Kansas
por JOAN PAU INAREJOS
Nota: 5
Aunque las baldosas amarillas y la Ciudad Esmeralda puedan
confundirnos, hay que recordar que ‘El mago de Oz’ terminaba con un giro
desmitificador. Dorothy –esa niña imposible encarnada por Judy Garland– llegaba
por fin al corazón del reino de fantasía y allí le esperaba poco menos que un
estafador. El "gran y poderoso" mago era un vulgar
simulador tecnológico.
Alegoría del cine que fabrica sueños y del poder mesiánico de
la propaganda, este final rotundo y moderno anticipaba ‘El show de Truman’ y tantas
otras fábulas contemporáneas que han imaginado mundos de cartón piedra,
universos ficticios que se manejan desde una sala de máquinas. Dorita regresaba
a Kansas convencida de que “se está mejor en casa que en ningún sitio” y traía
consigo una moraleja desalentadora: la fantasía es un camino inútil. Con aires
de conservadurismo rural tras la Gran Depresión, el film nos venía a decir que
hay que poner los pies en el suelo y dedicarse al trabajo y a la hacienda.
Justo cuando la Disney echaba a andar con Blancanieves, la película de la
Metro-Goldwyn-Mayer planteaba una enmienda a la totalidad a la industria del
escapismo infantil, mostrando a la luz del día sus rutinarios engranajes. Los
reyes son los progenitores.
Como muchos cuentos clásicos, ‘El mago de Oz’ era
amargo y fascinante a la vez. Imposible olvidar las turbadoras apariciones de
la Bruja del Oeste y su duelo freudiano con la niña. Imposible desembarazarse
del recuerdo de aquel huracán caótico, de la zozobra de sentir tu casa flotando
por los aires o de las bandadas de monos voladores que parecían profetizar a
los pájaros de Hitchcock. Al igual que la Alicia de Lewis Carroll, Dorothy era
la reina accidental de un modo que no controlaba ni comprendía, un mundo oscuro
y ambiguo donde la hoja de ruta debía descubrirse –dolorosamente– sobre la marcha.
La mala noticia es que todo aquel hervidero surrealista y de aroma agridulce ha
sido blanqueado de un plumazo por el mismo Hollywood que lo patrocinó. No es la primera vez.
Hace poco, el País de las Maravillas corrió una suerte similar en manos de un
insensato Tim Burton.
En este caso a Sam Raimi le ha correspondido el dudoso honor de simplificar,
achatar y descafeinar el Reino de Oz con una precuela que prometía algo
interesante –cómo llegó un timador de pueblo a convertirse en el respetado
Mago– pero que acaba vendiendo una nueva ración de barroco digital
emborrachante y excesivo.
No diremos que sus diálogos rozan el ridículo, que enreda
innecesariamente la trama brujil o que divaga desafinadamente entre la
aventura, el terror y la comedia chusca. No diremos que vuelve a triunfar el
músculo sobre el cerebro, o que los clásicos vuelven a ser paradójicamente más
modernos y rupturistas que sus novísimas versiones. Ante estas excursiones
temerarias en busca del dólar fácil, sólo nos uniremos a Dorothy y repetiremos
que se está mejor en casa que en ningún sitio.
OZ: UN MUNDO DE FANTASÍA, DE SAM RAIMI
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