Más tarde, el cristianismo usó esta narrativa para explicar la doctrina del pecado original y la expulsión del paraíso. Un neoplatónico cristiano, San Agustín, escribe sin cesar sobre el deseo del alma de ‘volver’ a Dios. En el regreso, el alma pródiga recupera la serenidad rota por el pecado.
Este drama original (la ‘caída’) no anda muy lejos de la angustia existencialista. Conocemos la antropología de Heidegger: el ser humano es un ser arrojado, privado de directrices, sin más remedio que hacerse a si mismo. No tiene esencia ni facultad, sólo ‘está ahí’ (dasein). En la misma línea, Gehlen se refiere al ser humano como ‘ser carencial’, el más endeble de la naturaleza, y por ende el más libre, plástico y adaptable.
Al parecer, los existencialistas no creen en una vida anímica anterior a la terrena. Pero convergen con los neoplatónicos al afirmar el carácter súbito de la existencia. El sentimiento de desolación (el ‘vértigo’ o la ‘náusea’) domina nuestra vida y nos convierte en seres siempre incompletos y abocados: ‘la existencia precede la esencia’.
El neoplatonismo atribuye la angustia a la nostalgia del mundo de las ideas, y el cristianismo a la lejanía del ser divino. El existencialismo religioso habla de la tensión que sufre el ser humano que se sabe temporal. Como tal (y a diferencia de los otros animales) ha concebido sus fronteras: la idea de la muerte y la idea de eternidad. La paradoja entre tiempo y eternidad se refleja en ‘salto de la fe’ de Kierkegaard o en las ‘situaciones límite’ de Jaspers: el dolor, el fracaso, la desesperación.
El existencialismo ateo se expresa a la inversa. La angustia no es desarraigo de Dios, sino la certeza de que Dios no existe. Para Sartre, esta noticia es un mal trago: el hombre ya no puede abandonarse ni consolarse en una creencia, y se ve obligado a madurar. ‘Estamos condenados a la libertad’: así es como el filósofo transforma el pesimismo existencial en una forma de esperanza. Si la libertad es un lastre y una fuente de angustia, también es la posibilidad de hacerse a uno mismo en la narrativa de las decisiones.
El abanico interpretativo es ancho para un problema común: el ser humano es un ser inmaduro que, sea por nostalgia de otra vida, sea por deseo insaciado (o insaciable) de trascendencia, se sabe inacabado. Sin esta carencia, en última instancia, ni la cultura ni la tecnología darían sus frutos. He aquí que la angustia se convierte en una fuente abierta de creatividad.
JOAN PAU INAREJOS, c. 2003
2 comentarios:
Ahora viene cuando hablamos de "Saturno y la Melancolía", no?
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