27 agosto 2004

El juego sacralizado


Los sistemas filosóficos son metáforas, formas de ver, marcos de referencia: son, como dijo Wittgenstein, 'juegos del lenguaje' o formas de jugar con la verdad según las reglas acordadas. Hay un peligro en ellas a la vez que una ventaja. Se pueden confundir con 'la' verdad: entonces se vuelven opresivas. Sus formas se endurecen y se vuelven rígidas. La 'verdad' es autorizada, canonizada y se le otorga una condición legal.

Algún cándido niño literario, aguardando de pie para ver pasar al emperador con sus espléndidas vestiduras, debe exclamar de nuevo: '¡está desnudo!'. Quizá, una vez más, cuando una imagen del mundo deje de estar viva y ya no sirva de nada, somos nosotros los que nos hemos de liberar de esta esclavitud.

Deberíamos tener en cuenta que reconocimientos como éste condujeron a Wittgenstein al silencio, a abandonar su forma académica de filosofar. De hecho, le llevaron hacia el misticismo.

Stanley Romaine Hopper, El mito, los sueños y la imaginación, en Mitos, sueños y religión, 95

2 comentarios:

Judith dijo...

Muchísima atención al último párrafo. La idea de la palabra como cárcel y del lenguaje, siendo éste un sistema de palabras, como la cárcel de las cárceles, no nos llega, almenos, de nueva. Pero esas últimas líneas agregan algo, a mi parecer. Presentan no sólo una de las reacciones existentes a esa revelación, sino posiblemente la más coherente. Para acercarse a la verdad del centro, dos caminos: o el silencio o la ruptura parcial del sistema a base de nuevas sintácticas, faltas de leyes y cargadas de sugerencias. Véase -ahora es cuando me matan- Cortázar, véase Morales.

Joan Pau Inarejos dijo...

No existe la verdad, sino los lenguajes. Este descubrimiento "llevó a Wittgenstein al silencio", y de ahí, "al misticismo". Su duda esta es una actitud consecuente.

Wittgenstein se olvida de sus antiguas pretensiones en el sentido de construir un lenguaje científico universal. Abandona esta empresa titánica, digna de un Buendía de Cien años de soledad, cuando cae en la cuenta de que incluso la ciencia es un lenguaje, un lenguaje distinto al arte y a la mitología pero un lenguaje al fin y al cabo.

El Wittgenstein 'converso'(me lo imagino atónito, con un nudo en la garganta en un congreso de filósofos analíticos) llega a la conclusión de que todo son 'juegos del lenguaje'. Pero nunca abandona la idea de verdad última, la necesidad de un núcleo incondicional. En sus primeros años, el austríaco buscaba este meollo en la lógica: la lógica hace emerger la racionalidad del mundo, 'imita' las estructuras de la realidad.

Pero el segundo Wittgenstein destierra la idea del 'isomorfismo'. No podemos simplificar la realidad en términos lógicos porque en el camino nos dejamos toda la pulpa. El deje, el gesto, la polisemia, el contexto al fin y al cabo, no es una mera circunstancia del mensaje sino toda su clave interpretativa.

Los juegos del lenguaje no son espejismos de multiplicidad, sino que expresan una riqueza irreductible. El investigador ya no embutirá los fenómenos en su cuadrícula. Antes bien, será observador del 'espectáculo del mundo', y con humildad empirista se blindará contra la verborrea.

Como decía, Wittgenstein no renuncia a la idea de verdad a pesar del caleidoscopio en que se ha convertido su mundo. En realidad, lo que hace es lanzar el ancla a otra parte, bien lejos. Y así llega al misticismo. Si la verdad no está ninguna parte, está en todas partes. Más allá de los mil lenguajes, del puzzle de la cultura, de la modernidad líquida, está lo inefable. La sabiduría secreta.

Tiene que llover mucho, hasta el diluvio de la relativización total, para hacer este silencioso descubrimiento. No es una búsqueda desesperada, sino una paz súbita del alma. Después del bodorrio diurno, de la pompa y el sacramento, llega la noche de los enamorados. Tú y yo. Y fuera los trajes.