27 agosto 2014

Viaje al centro (europeo) de la tierra

Por Joan Pau Inarejos

Diario de viaje 6-21 agosto de 2014 
Budapest-Bratislava-Praga-Cracovia-Varsovia
Laura Solís y Joan Pau Inarejos

Si la Historia pesara en quilos habría un gran boquete en Centroeuropa. Es tanto y tan extremo, tan decisivo para los demás, lo acontecido en estos países a lo largo del siglo XX que viajar a ellos es sentirse casi siempre rodeado de pasado. Un pasado más mental que físico: gravoso, culposo. No cómodamente monumental sino en forma de ausencia. El Holocausto. El fin de los imperios. Los nazis y los soviéticos. Las revueltas de sangre y las revoluciones de terciopelo. Iglesias reconstruidas con sus orgullosos pináculos verdes hasta el cielo. Tranvías y puentes tendidos entre viejas rivalidades. Lugares heridos donde en la mayoría de los casos aún no ha llegado la moneda única. Y, sin embargo, uno piensa que ellos, quizás a su pesar, son más Europa que muchos de nosotros.

BUDAPEST
6-9 agosto 2014


A las siete de la tarde, las nubes abrieron una rendija sobre algún lugar del Mediterráneo y dejaron ver unas centellas doradas y fugaces. Miré por la ventanilla. En el proceso de superar las fobias, una de las mayores ventajas es reconciliarse con la belleza. Admirar simplemente esos recortes de costa soleada, como perlas al fondo de algodones, sabiendo que ellas no te quitarán el miedo atroz a volar. Pero se complacen en tu necio abstraerte. De algún modo, en la pura contemplación se borran los límites y las hendiduras, como cuando miramos fijamente la cuadrícula de unas baldosas hasta que todo se convierte en en una única superficie lisa. No hay mejor terapia que lo inútil.

Tres horas más tarde estábamos contando fajos de florines bajo la luz anaranjada de una pensión. Un euro trescientos florines. Tipos de cambio estresantes. Demasiado billete entre los dedos siempre provoca una euforia falsa, el síndrome del jugador del Monopoly cuando le toca hacer de banca. Los personajes ilustres de la nación magiar, estampados en los billetes, debían de pensar con su displicencia de papel (los rasgos manoseados por miles de manos): “turistas”.

Pagamos treinta mil florines al dueño de la pensión en la calle Teréz, en pleno ensanche burgués de Budapest, y una vez más pudimos comprobar lo que impresionan los viejos edificios de pisos del corazón de Europa. Edificios altos y robustos, con ascensores del 1900 y grandes ventanales iluminando los recodos de las escaleras. Edificios para no pasar frío, éste con un enorme patio de luces convertido en único y comunitario balcón interior. Un repentino frío en el estómago aconseja dejar de asomarse. Estamos en un quinto piso.


Budapest viene precedida por la fama de ser una de las ciudades más hermosas y elegantes de Europa. Lo es. Una hermosura distante y fría. Danubiana. Podemos corroborarlo desde el puente Margarita (Margit híd), nuestra primera atalaya y punto de arranque de la ciudad, donde se abren ante el visitante, como dos flores, las dos antiguas urbes. A la izquierda, Pest, con el formidable parlamento neogótico y su bosque de espinas granate y blanco. A la derecha, Buda, un lejano amontonamiento de iglesias y palacios, elevado y señorial. En lo alto de Buda, la iglesia de Matías, con sus tejados multicolores. Lo que el Danubio ha unido, de momento, y por suerte, no lo ha separado el hombre.

Sabemos bien que el creador de los compases de El Danubio Azul, Johann Strauss hijo, es vienés de nacimiento, pero lo cierto es que ninguna ciudad como Budapest ha metido a este río en su alma y su paisaje. Vayamos a otro mirador privilegiado, la colina del palacio de Buda, donde las fachadas de Pest, de armónicos colores pastel, parecen fugarse con el ritmo de las aguas y hasta serpentear con ellas. Movimiento en la quietud, como quieren las filosofías orientales. Feliz equívoco con ese nombre de Buda que evoca a un hombre orondo meditando austrohúngaramente desde las alturas (y no, no tiene nada que ver con él).


Placidez imperial, y sin embargo no estamos lejos de las hostilidades que se ciernen hacia el este. En la portada de una revista, Vladimir Putin mira con cara de circustancias mientras se le forma un gran moratón en el ojo con la forma de las estrellas de la Unión Europea. “La UE contra Rusia”, dice el titular no sin osadía narrativa, a cuenta del conflicto de Ucrania. Aunque geográficamente está enclavada en el mundo eslavo, en realidad Hungría (Magyarország) es una especie de isla cultural que debe mirar más hacia lugares como Bilbao o Helsinki para reconocer su singularidad, y es que la lengua húngara, junto al euskera, el finés o el estonio, forma parte de la extraña minoría de idiomas continentales que no derivan del tronco indoeuropeo. Curiosos conductos entre el embarcadero del Danubio y la ría del Nervión.

A la ancestral sintaxis magiar hay que añadir las resonancias hebreas, con su alfabeto inextricable empezándonos a recordar la tragedia de la Shoá (Holocausto). Medio millón de judíos hungaros muertos en la Segunda Guera Mundial. En la Gran Sinagoga de Budapest se alza un raro monumento en forma de árbol lloroso, cuyas ramas plateadas se abaten recordando los nombres de las víctimas. La estrella de David, como la señal hacia Belén, deberá acompañarnos en todo nuestro recorrido.

Mientras Buda es más lejana y señorial, Pest tiene todas las trazas de ciudad burguesa con aroma a tertulia y cafetería. Las fachadas historicistas se alternan con las desconchadas y otras tantas lucen atravesadas por la fantasía modernista (Sezession) como en Viena, la otra capital del imperio que se extinguió con la Primera Guerra Mundial. Si el símbolo imperial era un águila de dos cabezas, el histórico emblema del reino húngaro no es menos peculiar: una corona rematada por una cruz torcida. No es irreverencia: al parecer, había quedado así al quedar guardada en un cofre. El autor del recipiente fue un mal fabricante pero un genial publicitario.

Siguiendo el emblema de la corona por el puente Margarita, como las baldosas amarillas del mago de Oz, se llega a la peculiar isla Margarita. Con dos kilómetros y medio de longitud, ésta es la isla urbana más famosa de Budapest. Donde ayer se reunían emperadores y káiseres para decidir cómo sería el mundo, hoy los turistas ponen los pies en remojo. La Fuente de la Música (Zeneló szökokút) se alzaba aquel día espectacular siguiendo las notas —a ver si lo adivinan— de El Danubio Aazul, para emprender después otras melodías danzarinas. Alrededor de su circunferencia, centenares de personas iban aliviando su calor aprovechando el estrecho foso donde caía el agua. Algunos se relajaban; otros —y otras— lo consideraban una situación oportuna para librarse de alguna prenda de ropa y buscar miradas laterales de admiración. Había quien dedicaba el hidromasaje a agotar todas las discusiones posibles sobre el fútbol europeo, como un par de italianos sin miramientos con los decibelios. Incluso cierto ciudadano con visión práctica aprovechó la fuente para asearse de arriba abajo y detenidamente: axilas, vientre, pies (por su perfume corporal parecía necesitarlo).


Al acabar el día uno puede despedirse de la ciudad con otra de sus espléndidas vistas. Y el rey de la noche sin duda es el Puente de las Cadenas. El más antiguo y fotogénico puente de Budapest, custodiado por leones, conduce hasta la imponente cúpula neoclásica de la catedral de San Esteban. Y hay que verlo de noche: de noche cautiva a los más escépticos con el espectacular sistema de iluminación que convierte su silueta en una larga y esbelta línea de puntos. Una constelación sobre el Danubio.

BRATISLAVA
9-11 agosto 2014

En el tren de Budapest a Bratislava (dos horas y cuarto) el revisor irrumpió con grito marcial. Una pareja de jóvenes franceses tuvo que salir de su letargo low cost para entregar los billetes. Desprendían un leve olor a alcohol e Interrail. Al parecer no habían contratado correctamente la ruta. Al lado, un señor muy grande y redondo, de facciones rosáceas y hasta entonces imperturbables, sonreía por lo bajo. Leía silenciosamente, como si cada día leyera esa novela en el mismo trayecto. Nos fuimos convencidos de que ese hombre formaba parte del tren y al poco rato se fusionaría con el acero y el carburante.


Bienvenido a Eslovaquia. Aproveche nuestras interesantes tarifas. El teléfono móvil, con estos mensajes tan puntuales, se ha convertido en la nueva aduana. Ahora que Europa ha suprimido los rituales fronterizos, es la pequeña pantallita la que te informa de que estás en un nuevo país sin cachearte ni hacerte perder el tiempo. Es, literalmente, una llegada vibrante (te vibra el bolsillo).

La estación de Bratislava revela ya que estamos en una ciudad más pequeña y modesta. No parecía muy cercana al centro, así que nos dirigimos a la parada de taxis y nos atendió rápidamente un hombre con una increíble nariz de patata. El bigote parecía el broche final para pergeñar la réplica exacta de un vecino de escalera de Astérix, con cómico ceceo incluido (PresidenZZial PalaZZ, dijo señalando por la ventana).

Eslovaquia es de los pocos países incorporados en 2004 que tienen euro, con la tendencia congénita a la estafa de baja intensidad que eso conlleva: el mismo taxi nos costó quince euros el día de la ida y cinco el día de la vuelta. Zzenk you, thiZZ iZZ your hotel. Nuestro hotel no estaba en una zona precisamente encantadora. Mientras Budapest tiene dos orillas que rivalizan en belleza, en Bratislava el Danubio separa la ciudad vieja de un horrible barrio de hormigón llamado Petržalka, conocido hasta hace pocos años con el inquietante sobrenombre de El Bronx de Bratislava. Hoy es un distrito perfectamente habitable y transitable, aunque sus altos bloques de pisos, los panelák, casi oculten el horizonte. Este bosque de hormigón tan hiperpoblado fue construido en los años sesenta y setenta, en plena fiebre urbanística de la Checoslovaquia comunista.


Para unir las dos ciudades, las autoridades diseñaron un enorme puente de cemento armado, desprovisto de toda gracilidad, el Slovenské Národné Povstanie (SNP), Puente del Levantamiento Nacional Eslovaco, o, sin tanto rodeo épico, el Puente Nuevo, como se ha conocido más recientemente esta mole rematada por una peculiar cabina en forma de ovni, hoy un restaurante. El puente, distribuido en pisos —los peatones sienten retumbar los coches, pasando por arriba—, está plagado de pintadas y propaganda que animan su fealdad mastodóntica. Me robó el corazón el cartel del festival de rock “Santa Claus”, donde aparecía el venerable Papá Noel fumándose un cigarrillo en la cama tras haber ofrecido sus regalos a una señorita.

La silueta del castillo de Bratislava emerge, inconfundible, con la primera visión del casco antiguo. Sus cuatro pináculos rojos dominan esta urbe del Danubio, relativamente desconocida, con poco orden aparente e interesantes contrastes entre las partes turísticas y los rincones más desconchados. Nos dio la bienvenida la Columna de la Peste, erigida muy cerca del río. Con estos monumentos, muy abundantes en Centroeuropa, se agradecía la mediación de la Virgen y los santos para detener el terrible brote de la enfermedad en el siglo XVIII. Una explosión de fervor barroco y una estrella dorada en lo más alto. (Quizá en África —ojalá—, puedan levantar pronto las Columnas del Ébola).


Plagada de tranvías, tapizada de altibajos, Bratislava luce una considerable retahíla de dibujos, pintadas y otras expresiones de arte popular callejero. Muchas de sus ventanas tapiadas, en edificios antiguos, están cubiertas con réplicas de cuadros famosos, como los girasoles de Van Gogh u otros. Las calles más cercanas a la subida del castillo, empedradas y solitarias, quizá son su descubrimiento más feliz, frente a un centro demasiado secuestrado y repintado por el turismo. Merecen una visita, sin embargo, lugares como la hermosa Plaza de Armas, con el antiguo ayuntamiento, o la calle sinuosa que lleva hasta la puerta de San Miguel y su torre bulbosa.

Otro icono emblemático de Bratislava es la catedral gótica de San Martín, con el imponente pináculo verde y dorado, rematado por la cruz torcida de la corona de San Esteban. Son éstas naciones en constante asociación y disociación y, en el caso de la pequeña Eslovaquia, la catedral recuerda su antigua pertenencia al Reino de Hungría, antes de estar dominada por Austria, la URSS, el Sacro Imperio Romano Germánico o el Tercer Reich —por suerte no en este orden. En este lado del Mediterráneo, Eslovaquia nos evoca sobre todo los ojos azules de Kubala, el histórico jugador barcelonista nacido en Hungría pero cuya familia pertenecía a esta minoría cultural. Inolvidable el homenaje musical que le dedicó Serrat: “La para amb el cap, l'abaixa amb el pit, l'adorm amb l'esquerra”… “es pixa el central amb un teva-meva amb dedicatòria”… “i la toca just per posar-la en el camí de la glòria”. Incluso los legos en fútbol nos deleitamos cada vez que escuchamos esta detallada y poética enumeración de movimientos corporales, versionada después, casi mejorando el original, por la voz aterciopelada de los Antònia Font (snif).


Hay dos perlas de Bratislava que merecen una mirada especialmente atenta. Una es la estatua de un operario que asoma por una alcantarilla, el peculiar Cumil (mirón) diseñado por Viktor Hulik en 1997 como símbolo desenfadado de la reconstrucción de la ciudad antigua. El obrero tiene una óptima perspectiva de las anatomías meridionales femeninas, pero al parecer ha sido descabezado varias veces por los coches y sepultado otras tantas por la nieve. Hoy una señal protege su pequeño perímetro: “Man at work”.

La otra, más apartada del centro, es la iglesia de Santa Isabel, que para muchos puede ser la verdadera y discreta joya de Bratislava.


Completamente pintada de azul, esta iglesia hace gala de unas sorprendentes líneas redondeadas y un campanario esbelto, casi en forma de minarete fantasioso, componiendo uno de los ejemplos más hermosos de la Sezession (modernismo) en Eslovaquia. El templo de hechuras nubosas, diseñado en 1910 por el arquitecto Edmund Lechner, no anda lejos de las experimentaciones formales de Gaudí en Barcelona, y tiene una escuela colindante construida en el mismo estilo, pero ésta en colores ocres y anaranjados.


El azar del mosaico centroeuropeo quiere que Bratislava sea la única capital del continente que limita simultáneamente con otros dos países, Austria y Hungría. Ubicada en una esquina suroccidental, las fronteras modernas han convertido la ciudad en un singular cruce de caminos geográfico. A unos diez quilómetros de la urbe (veinte minutos en autobús), el castillo de Devín marca el confín con las tierras austriacas. “¿Dónde está la frontera?”, pregunté candorosamente en un punto de información, en plena feria medieval con caballos y forjas. “Behind the river”, me respondieron lacónicamente. El Danubio se bifurca aquí en uno de sus afluentes, el Morava, y tras él, efectivamente, está la patria del vals y el psicoanálisis. Dicen que en días claros, siguiendo visualmente el curso del Danubio, se atisba Viena.

PRAGA
11-14 agosto 2014


“This is first class”. Silencio incómodo. La mirada severa del revisor nos informaba de que nos habíamos precipitado al sentarnos en el primer asiento que encontramos. Obedientemente, nos fuimos a los vagones de la clase turista, mientras el yuppie solitario que teníamos enfrente nos miraba con un cierto desdén de “ya lo sabía yo que estos mochileros no podían haber pagado el mismo billete que yo”. Las prisas son traicioneras, pero, afortunadamente, en la zona del pueblo llano nos esperaba mejor compañía. Un hombre barbudo, con gafas y pelo alborotado viajaba con su hijo de unos once años para visitar la familia checa. Eran eslovacos. Con aires de librero centreuropeo, lo recuerdo muy parecido al socialista alemán Martin Schulz. Nos explicó que la lengua eslovaca y la checa se parecían mucho (“this is not a problem, we can understand each other”) y que por su trabajo de periodista le tocaba viajar a menudo, ya fuera para cubrir congresos de astronomía o presentaciones literarias. Muy afable, se interesó por la sonoridad del catalán y repitió el suspiro clásico de muchos europeos: “algún día tengo que ir a Barcelona”. La sola pronunciación de este topónimo en el extranjero ilumina rostros, podemos confirmarlo.

Gracias a la ayuda generosa de nuestro amigo parecido a Martin Schulz (debo recordar el nombre que apunté en alguna parte mientras intercambiábamos correos), sorteamos con relativa rapidez los trámites de transporte en Praga, no sin someternos a alguna que otra cola kilométrica. No en vano estamos en una de las ciudades más turísticas y afamadas de Europa, lo cual genera algunas pesadillas de bajo coste. Nuestro hostal, en la calle Národní Obrany, tuvo sucesivos problemas con el baño, con el agua caliente y después con el agua corriente en general. Los recepcionistas parecían más preocupados en irse sacando el bachillerato tras el mostrador.

¿Pero quién se acuerda de las incomodidades cuando se asoma por primera vez a un puente de Praga?


Para muchos, la primera imagen de Praga (Praha) tiene la fuerza de un choque stendhaliano. Recuerden: el escritor Stendhal quedó tan fascinado con la belleza de Florencia que experimentó una especie de sacudida, con elevado ritmo cardíaco y un cierto vértigo. Quizá exageramos, pero lo cierto es que hay que plantarse al menos una vez en la vida en el puente de Manesuv para admirar la densa belleza de esta ciudad. Desde este punto se obtiene quizá la mejor perspectiva de la urbe, con el espectáculo del puente Carlos no muy lejos y la aturullante concentración de torres góticas, cúpulas verdes, pináculos, relojes y fachadas rojas y amarillas. Todo suspendido sobre el curso plácido del Moldava (Vltava), que desemboca en el Elba, asequible y casi aldeano en comparación con el Danubio. La primera vez que ves todo esto crees que no te lo acabarás, te invade una ansiedad posesiva. En el mundo centroeuropeo quizá sería lo más parecido a la experiencia de las ciudades latinas que aturdieron a Stendhal. Exuberancia.

De nuevo, como en Budapest, las dos orillas del río rivalizan en esplendor. A un lado tenemos el Staré Mesto (Ciudad Antigua), más extensa y poblada de construcciones góticas como la soberbia iglesia de Tyn, con sus famosos remates picudos, o preciosas fachadas barrocas como la del Santísimo Salvador o la abigarrada basílica de Santiago (Jakuba). Al otro lado, el Malá Strana (Ciudad Pequeña), donde se alza el no menos célebre castillo de Praga, fantasmal en días de niebla y posible inspiración de Kafka para su inquietante novela ‘El castillo’. El padre del hombre-cucaracha y de las pesadillas burocrático-existenciales recibe en la ciudad un permanente tributo, a medio camino entre lo museístico, lo literario y lo más burdamente comercial. Aún no hemos visto llaveros de Gregorio Samsa con patas y tentáculos… pero tiempo al tiempo.


En realidad, lo kafkiano es poco praguense. La panorámica alegre y colorista de la ciudad, tal como la vemos hoy, casa poco con el mundo traumático y solitario de aquel escritor que se desgarraba incluso en el idioma, hablando checo en casa pero escribiendo en alemán, siendo una cosa pero estando siempre otra. Impresiona su reproche casi universal a la sociedad: “si me pongo a pensarlo, tengo que decir, que, en muchos sentidos, mi educación me ha perjudicado mucho. Este reproche afecta a una serie de gente: a mis padres, a unos cuantos parientes, a determinados visitantes de nuestra casa, a diversos escritores, a cierta cocinera (…), a unos transeúntes que caminaban lentamente; en una palabra, este reproche serpentea por toda la sociedad como un puñal y nadie, lo repito, nadie está desgraciadamente seguro de que la punta del puñal no vaya a aparecer de pronto por delante, por detrás o por un lado” (‘Diarios’, 1910-1923). Judío, consciente y doliente de su minoría existencial y cultural, creó un mundo narrativo y filosófico que muchas generaciones posteriores consideraron universal e incluso emblemático de la experiencia humana del siglo XX. Curiosas paradojas.


Al llegar al puente Carlos (Karluv most), el visitante tiene una prueba de fuego: intentar abstraerse de las multitudes para percatarse de toda su majestad. Sobre este imponente puente medieval erigido por Carlos IV, los artistas barrocos dispusieron una retahíla de estatuas de santos, vírgenes y cristos que le han dado su aspecto actual de museo al aire libre. Figuras que en algunos casos son copias de originales mejor resguardados, y que en otros casos crían lúgubres telarañas pidiendo a gritos una película de terror gótico. Un puente otrora bombardeado y hoy merecidamente acribillado por los flashes.

Los puentes de Praga son escenario preferente en la imaginación del dibujante Jirí Votruba, que inunda tiendas y escaparates con sus postales naíf dedicadas a personajes o visitantes célebres de la ciudad. Kafka, Mozart, pero también la gigantesca figura del Golem. Según la leyenda, un rabino del siglo XVI creó a esta criatura informe para proteger el barrio judío. Un ser dotado de gran fuerza pero –ay– no de inteligencia. En las ilustraciones le vemos vagando bajo las estrellas como una versión hebrea de la criatura de Frankenstein: los peligros de jugar con Dios. Si seguimos ateniéndonos a la leyenda, el cuerpo inerte del Golem yace en el ático de la Sinagoga Vieja-Nueva, una de las más antiguas de Europa y testimonio del peso de la tradición judía también en tierras checas. Más alejada del centro histórico está la Sinagoga de Jerusalén, de vistosa fachada neomorisca y que algún irreverente podría comparar con un decorado de la Feria de Abril por su apariencia un tanto kitsch.

En el escaparate de una tienda de recuerdos, las vírgenes ortodoxas miraban de reojo a las mujeres gráciles de Alfons Mucha. El célebre artista del Art Nouveau (modernista) ha asociado la imagen turística de Praga a esta ristra de féminas con ropajes vaporosos y cabellos llenos de flores. Iconos protohippies que se exhiben en el Museo Mucha y también en una galería de la Plaza de la Ciudad Vieja, junto a obras de Dalí y Andy Warhol. Pero si hablamos de arte moderno en Praga no hay que perderse un icono verdaderamente espectacular, éste arquitectónico.

La Casa Danzante, situada en un chaflán junto al río, es una soberbia edificación deconstructivista que evoca el movimiento de dos bailarines. Apodada Ginger y Fred, se diría que un bloque del edificio es el hombre que aprieta contra sí una mujer con faldas de cristal, el otro bloque. La obra, diseñada por Vlado Milunic, se halla en singular vecindad con la arquitectura histórica del entorno y es una de las estampas más originales de la capital checa. Dejemos que bailen y repasemos otros rincones curiosos de la ciudad.

Por ejemplo, el padre del psicoanálisis a punto de precipitarse al vacío. Así vemos a Freud en la calle Husova de la Ciudad Antigua, por cortesía del artista David Cerny. Agarrada a un poste como si fuera a caer, en la figura freudiana del Viselec (colgado) algunos han querido ver la crisis de sus teorías, o sencillamente la plasmación gráfica de que el descubridor del complejo de Edipo estaba así: colgado. Y de las alturas a las angosturas, con la que se supone que es la calle más estrecha del mundo (70 cm), Vinarna Certovka, muy cerca del río y del museo Kafka –¿se imaginó allí atrapado el alter ego de Gregorio Samsa? y con un semáforo que rige el paso de peatones, puesto que no pueden pasar dos a la vez. Risas enlatadas.


El Museo del Comunismo de Praga se anuncia con una matrioska de dientes afilados y mirada fija tirando a cabreada. Hay mal recuerdo del llamado “socialismo real” en estos países que hace décadas fueron satélites de la Unión Soviética. Al sarcástico símbolo del museo se suma su peculiar ubicación, justo al lado de un McDonald's y en medio de una las principales calles de marcas internacionales y franquicias de moda. Zara-Burberry-Marx.

El pequeño museo se mueve entre la mitomanía vintage y un cierto revanchismo histórico al considerar el comunismo tan museizable como un fósil de dinosaurio o el código de Hammurabi. Altamente sesgado contra la época de dominio socialista, incluye figuras de Lenin y Stalin, recreaciones de placas de calles, fotos, vídeos, banderas y ejemplos divertidos de la propaganda prosoviética, con los obreros fornidos y sanos en contraste con las caricaturas del Tío Sam y sus adláteres yanquis como viejos enfermizos y malsanos. Puedes incluso entrar en una sala que recrea los interrogatorios de la época, hasta que llegas a los últimos tramos, dedicados a la libertad efímera de los años 60 y las revueltas triunfantes de los 80 y 90. La plaza de Wenceslao, un bulevar que pasaría como el Passeig de Gràcia praguense, aparece en las fotografías completamente saturada de manifestantes. Socialismo con rostro humano, Primavera de Praga, Revolución de Terciopelo: nadie puede negar que esta ciudad ha aportado lírica a los manuales de historia.


Al salir del museo, en una larga avenida, topamos con una extraña montaña multicolor. Una asociación ofrecía pintar y personalizar ladrillos a unas 150 coronas (4 euros), que de destinarían a inversiones para discapacitados mentales. Las espontáneas creaciones callejeras iban engrosando un gran laberinto-pirámide de ladrillos y ladrillos, con todo tipo de mensajes y consignas sentimentales, tants caps, tants barrets, como decimos en catalán. Si hacemos caso de la montaña babélica que teníamos ante nosotros, hay tres fuerzas que mueven el mundo: el amor (corazones, “Tom loves Kate” y muchos Just married), la patria (soy de aquí, soy de allí) y la paz (“We all Gaza”, palomas con la rama de olivo). En el capítulo identitario no faltaban algunas esteladas catalanas, ultralocalismos futbolísticos (“Sí, soy del Real Zaragoza”) o triunfalismos con acento alemán a cuenta del Mundial de Brasil. Sin olvidar gags autorreferenciales (“This is a brick”, esto es un ladrillo) con guiño a Pink Floyd (“Another brick in the wall”) o algún pésame al hombre de las mil caras que nos acababa de dejar (D.E.P. Robin Williams), para infinita tristeza de nuestro yo infantil que gozó viendo ‘Hook’ y riéndose con la Señora Doubtfire. Be loved, be happy, be free. Los ladrillos siguen con su incontinencia sentimental. Y pusimos el nuestro, por supuesto.

CRACOVIA
15-18 agosto 2014

Dos americanos, dos portugueses y dos catalanes. No es un chiste, sino la cabina dormitorio donde pasamos el trayecto nocturno entre Praga y Cracovia (siete horas). Los traqueteos y la forma torturante de la cama contribuyeron a que fuera una bonita noche en blanco, en mi caso sólo interrumpida por pesadillas sobre accidentes nucleares en un tren (yuhu). El romanticismo ferroviario para otro día.

Antes de las seis, ya en tierra polaca, amanecía entre nieblas. Poco después nos hallábamos entre las calles aún desérticas de la ciudad, sin saber dónde se encontraba exactamente nuestro apartamento. Por la otra acera llegaba un sacerdote anciano, sombrero y sotana negra hasta los pies, dando de comer a los pájaros. “Problem?”, preguntó al vernos desorientados. Le mostramos el nombre de la calle, a lo que respondió que le siguiéramos. Y para hacer honor a la muy católica Cracovia, siempre podremos decir que un hombre de Dios nos guió hasta nuestro hospedaje terrenal el día de la Virgen. Dziekuje (gracias).

Tras dejar los equipajes en nuestra habitación de la calle Dluga, tranquila y serpenteante, pudimos asistir al lento y soleado despertar de la ciudad. Cracovia (Kraków) tiene el aspecto de una vivaracha aldea medieval, y el primer impacto llega con la espaciosa plaza del Mercado, con la lonja renacentista donde se compraban paños, y sobre todo, la basílica gótica de Santa María.


Completamente construida en ladrillo rojo, esta es quizá la iglesia más espectacular de Cracovia, con sus dos torres asimétricas alzadas hasta 80 y 70 metros respectivamente. No hay que perderse su interior, un prodigio de colorido y decoración escultórica bajo un techo pintado de cielo estrellado. El fervor del 15 de agosto aconsejaba no patear demasiado sus estancias. Muchos feligreses estaban arrodillados. Los cantos resonaban entre los muros. Afuera, ondeaban las banderolas en recuerdo a las legiones polacas de 1914. Cien años de la Gran Guerra. El peso de la Historia, otra vez.

Además de la basílica mariana y la catedral, si nos trasladamos a la calle Grodzka hay otras dos iglesias que reclaman nuestra atención: la portada barroca de San Pedro y San Pablo, de aires romanos, y, justo al lado, la románica de San Andrés, con sus dos campanarios blancos y austeros. Aún podemos ir más allá de las fachadas y anotar dos iglesias cracovianas especialmente cautivadoras, esta vez por su interior. Una es la iglesia de Santa Bárbara, al lado de Santa María, que merece una visita solamente por la maravillosa Piedad gótica custodiada en una de las naves laterales. La otra es la iglesia de la Santa Cruz, que fascina por sus columnas arborescentes y bóvedas pintadas con motivos vegetales.

Si Kafka es el rostro de Praga, las facciones de Cracovia pertenecen sin duda a Juan Pablo II, quien fuera arzobispo de la ciudad y hoy más omnipresente que nunca tras ser canonizado. Su sonrisa actoral cuelga de no pocos muros y hasta luce en los frontispicios de algunas iglesias, como la de San Juan Bosco, donde recibe al visitante con enérgicos brazos abiertos comunicando esa calma y seguridad en sí mismo que tanto le caracterizaban antes del martirio físico en el que cayó ante los ojos del mundo entero.

La plaza del Mercado, siempre bulliciosa, estaba repleta de paradas de artesanía y comida, mientras el escenario principal proyectaba la música animada de un grupo de hombres y mujeres ataviados con trajes regionales. Chaquetones, reverencias, vuelos de faldas. Cerca, unos niños se metían dentro de la monumental cabeza hueca esculpida por el polaco Igor Mitoraj en honor a Eros. De vez en cuando, algún pequeñuelo asomaba por los ojos del dios del amor.


Antes de ascender al castillo de Wawel podemos espiar alguno de los rincones curiosos de Cracovia, como la calle Retoryka, donde se encuentra la Rana Cantora. El alegre batracio toca una especie de guitarrón en lo alto de un edificio concebido por el arquitecto Teodor Talowsky (1857-1910), henchido de sentido del humor y entusiasta seguidor del adagio latino Festina lente: “apresúrate despacio”. Pues eso haremos.


Y ahora sí, estamos en la ciudadela del poder por antonomasia en Cracovia, el Castillo Real de Wawel dominando las aguas del río Vístula (Wilga). Este grandioso recinto recuerda los tiempos en que la ciudad era la sede del reino polaco, antes de que la corte se trasladase a Varsovia. Entre sus estancias destaca sin duda el precioso patio central proyectado por arquitectos italianos, una maravillosa concatenación de pisos con sucesivos arcos renacentistas y altas columnas sosteniendo los tejados.

En cuanto a la catedral, asombra el contraste de materiales y la yuxtaposición de torres y capillas. Un extraño amontonamiento, atrayente pese a todo. En sus entrañas están enterrados los reyes polacos, incluido alguno sin corona, como el presidente Lech Kaczynski que falleció en el traumático accidente aéreo de 2010, junto a la plana mayor del gobierno y el ejército. Extraño drama incrustado en la memoria más reciente del país. La foto del líder derechista, junto a su esposa Maria, es el único símbolo que adorna la enorme lápida. Su hermano Jaroslaw, entonces primer ministro, intentó en vano ganar las elecciones por la vía del duelo patriótico. El Géminis ultra quedó truncado, para inconfesable suspiro de algunos.

Decíamos que la estrella de David habría de acompañarnos en todo nuestro recorrido por Europa central, y esta presencia todavía es más dolorosa en las proximidades de Cracovia, donde millones de judíos fueron deportados al cercano campo de Auschwitz. Visitaremos más tarde la capital del horror nazi, pero antes hay que dar un paseo detenido por el barrío judío cracoviano (Kazimierz), uno de los más interesantes que pueden encontrarse en Europa.


En la puerta del cementerio, un niño regordete iba repartiendo kipás a los visitantes. Al querer acercarnos cerró la puerta con un golpe seco y, elevando una cómica voz de pito, explicó el motivo de su brusquedad: “Tickets”. Señalaba hacia otro lado para advertirnos que el recinto funerario era de pago. Rodeado por un largo muro, este cementerio judío es uno de los más importantes de Europa. Estrellas de David y menorás (candelabros) recorren rejas, decoraciones y rótulos en todo el barrio, donde no faltan restaurantes de estética hebrea, sinagogas y museos de donde salían cautivadoras grabaciones con cantos femeninos. Las placas recuerdan a las familias que vivieron allí hasta la barbarie de los años 40. Un barrio con resonancias inevitablemente lúgubres, pero también con un agradecido toque pop y juvenil en muchos de sus lugares. Ahí está el novísimo mural callejero del colectivo israelí Broken Fingaz, un homenaje al artista Ephraim Moses Lilien (1874-1925) donde conviven profetas, figuras zoomórficas y mujeres de cabellos flotantes, todo con un soberbio trabajo de dibujo en blanco y negro. Un gato lo observaba todo desde el alféizar de una ventana, como si meditara sobre los incontables éxodos que ha tenido que emprender el pueblo de Jacob.

AUSCHWITZ
16 agosto 2014


Auschwitz. Este solo topónimo ya supone una humillación para la nación polaca, que vio su pueblo de Oswiecim germanizado como Auschwitz para dar nombre al lugar más universal del horror de la Segunda Guerra Mundial. Según los más pesimistas, Auschwitz no tiene un porqué. Es un dolor tan inútil como la rosa mística, por citar la osada comparación de Slavok Zizek, que recuerda la frase de Angelus Silesius: “La rosa no tiene un porqué”.

¿Auschwitz tiene un porqué? La pregunta, menos retórica de lo que parece, retumba en las mentes después de la exhaustiva visita guiada por sus barracones y crematorios. El peso del absurdo oprime el cerebro más que la idea de cien guerras mundiales. Hay quien ha dicho que después de Auschwitz no se puede escribir poesía, y que toda cultura posterior a las cámaras de gas es “basura” (Theodor Adorno). Buscar el sentido después de Auschwitz es inmoral, sostienen algunos. Otros se han rebelado contra el Dios silencioso que lo permitió: “Lo que alimenta el furor de Job no es el dolor que sufre, sino el silencio de un Dios que calla” (Juan Luis Ruiz de la Peña). El psiquiatra Viktor Frankl, que estuvo allí, es más optimista: asegura que el campo de concentración era un lugar propicio para comprender que, incluso cuando ya no esperamos nada de la vida, la vida sí lo espera de nosotros. Un hijo, una obra por terminar, cualquier porqué allende los muros: eso podía hacer soportable cualquier cómo.

Sin duda, ninguna cita célebre o reflexión ambiciosa puede abarcar el mal gratuito comprendido entre los muros de estos campos de concentración y exterminio, Auschwitz I y Auschwitz II-Birkenau, separados por tres kilómetros y a los que se llega desde Cracovia tras un viaje en autobús de dos horas. La visita por libre, sin audioguía, es gratuita, mientras el recorrido guiado cuesta unos 15 euros. En el primer recinto, el más museizado, los barracones acogen exposiciones temáticas sobre el funcionamiento de los campos y el trato al que sometían a los prisioneros. Montañas de pelo, de prótesis, de zapatos o de maletas atestiguan el vaciamiento físico y radical sufrido por aquellos recién llegados. Ropa de niño. Un vestidito de niña, con flores de pétalos verdes y hojas rojas. Quién y por qué tenía derecho a arrancárselo. En el exterior, las flores adornan un sórdido paredón donde miles de personas fueron fusiladas. La cámara de gas, la única que se ha conservado hasta hoy, muestra su triste mosaico de arañazos. La luz se cuela por el agujero del techo, desde donde una mano miserable lanzaba el vapor mortífero.

A Auschwitz II, verdadera e inmensa industrialización de la muerte, se llega a través de un bus lanzadera gratuito. Su entrada ha sido inmortalizada en el cine por ‘La lista de Schindler’. Allí puede verse la antigua vía por donde llegaban los trenes de la muerte. Trenes de ganado. A veces, diez días de trayecto. Dos filas. Una, hacia la esclavitud. Otra hacia las cenizas. Justo antes de irnos, vimos a un niño de unos cuatro años que andaba por las vías del tren, Auschwitz adentro, de la mano de su padre. Aunque avanzaba a trompicones, no se movía nunca del tramo marcado. Si infringiéramos la norma de no hacer poesía tras Auschwitz, diríamos que pisaba inocentemente la antigua ruta de la muerte. Rehacía el camino.

VARSOVIA
18-21 agosto 2014

Los trayectos vacacionales son un momento favorable para el conocimiento desinteresado de otras personas. Personas con las que, con toda probabilidad, no nos volveremos a cruzar, y a las que nos asomamos con una honrada curiosidad. Con altruismo experimental. Si en el tren hacia Bratislava conocimos al afable doble de Martin Schulz, en el autobús de Auschwitz a Cracovia conversamos un buen rato con un joven colombiano, Luis Felipe, delgado y moreno, que estudiava ingeniería industrial en Nantes y había elegido para sus vacaciones un recorrido parecido al nuestro. Su novia era húngara y se entendían en un inglés más o menos compartido. “Un día estábamos juntos y de pronto le dije: si quieres que lo nuestro tenga futuro, debes olvidar todo del húngaro”, y remarcaba “olvidar” con cómico énfasis, mostrando la zozobra que le provocaba la remota lengua de los magiares.

Pero estamos ya en ruta hacia la capital de Polonia, tren mediante (tres horas) y a punto de descubrir cuán diferentes son las dos principales ciudades polacas. Si Cracovia es una asequible villa medieval, en Varsovia (Warzsawa) nos recibe este gigante de hormigón.


El Palacio de la Cultura y la Ciencia, regalo personal de Stalin a Varsovia, sigue siendo el icono más imponente de la ciudad, con su elevación escalonada típica de la arquitectura moscovita (237 metros). Otros grandes edificios, algunos más modernos y acristalados, rodean esta torre mastodóntica de color ocre, sin robarle jamás protagonismo. Desde luego, el dictador georgiano consiguió una eficaz posteridad arquitectónica, igual que los faraones con sus pirámides. Personalmente nos alegramos de que los varsovianos no hayan querido derribarlo, tal como se planteó tras la caída del comunismo. Estos cruces de zigurat y rascacielos neoyorquino merecen que los sigamos mirando con extrañeza por los siglos de los siglos.

El palacio estalinista domina el inmenso distrito moderno, mientras la ruta histórica arranca a unos veinte minutos a pie, en Nowy Swiat. Esta calle, una de las más hermosas y juveniles de Varsovia, se adorna en verano con cestos de flores, mientras una retahíla de cafeterías, panaderías, bares y locales de comida barata animan su recorrido levemente sinuoso, con todas las casas enlazadas prácticamente a la misma altura.


Por el trazado de Nowy Swiat se llega a Krakowskie Przedmiescie –evito pensar cómo se pronuncia para no contraer una cefalea, la continuación monumental de la calle encabezada por el monumento a Nicolás Copérnico. El ilustre astrónomo polaco contempla sus esferas frente a la belleza neoclásica del palacio Staszic y no muy lejos de la iglesia de la Santa Cruz, que conserva el corazón de otro polaco célebre, Chopin. Sí, el corazón. Poético o siniestro, se deja a juicio del observador. Cosas de las últimas voluntades. En la entrada se yergue un Cristo cargando el madero, que resultará familiar a quien haya visto ‘El pianista’ de Roman Polanski, relato implacable del gueto de Varsovia. La guerra apenas rozó la iglesia más espléndida de esta calle, el templo de San José que tanto recuerda los pasteles barrocos de Sicilia. Unas calles más adelante, en el palacio presidencial, un gran cartel de Gary Cooper en ‘Sólo ante el peligro’ evoca las decisivas elecciones de 1989 donde el partido católico Solidarnosc consiguió doblar la cerviz del régimen.

Sin dejar la Krakowskie Przedmiescie, con sus palacios y jardines, enseguida divisamos un frontón de colores vivos, precedidos por la alta columna de Segismundo. Estamos ante la Ciudad Vieja, completamente reconstruida tras las bombas de la Segunda Guerra Mundial y aun así poseedora de un encanto radiante. La sirena con la espada, símbolo de la ciudad, centra la plaza principal, con una miríada de casas de colores, muchas de ellas repletas de pinturas folclóricas, esgrafiados y sugerentes motivos geométricos.


En la Ciudad Vieja se conservan algunos vestigios sorprendentes, como el crucifijo de la iglesia de San Martín, destruido de cintura para arriba y terminado con una original silueta metálica, que recrea tímidamente el desaparecido busto de Cristo y sus brazos extendidos. El ruido ensordecedor de las obras convivía precariamente con una flauta travesera en la plaza, amenizando las visitas de los turistas. A lo lejos, al otro lado del río Vístula, se podía otear el Estadio Nacional de Polonia, gran cáliz rojizo que vio la histórica victoria de La Roja en la Eurocopa de 2012.

Y el peso de la Historia, otra vez. El peso de la Historia está en la ciudad que ya no existe, y está en los sucesivos monumentos a las víctimas y a los héroes de mil batallas. En la Ciudad Nueva, las gigantescas esculturas de los soldados rinden homenaje a la insurrección de Varsovia de 1944, sobre un fondo arquitectónico acristalado y frente a la espigada iglesia de las Fuerzas Armadas. Soldados literalmente saliendo de las cloacas para defender la ciudad de los nazis. No lo consiguieron. Como Berlín, Varsovia tiene el encanto de las grandes perdedoras.


Y acabamos nuestro periplo donde quiere Fray Luis de León, en los lugares apartados del mundanal ruido. En el parque Lazienki, una ardilla se apresuraba a esconder en el suelo un hallazgo, quizá alguna comida que había encontrado. Un bebé le iba pisando los talones, pero el roedor no parecía temerle en demasía. El grandioso parque, situado al sur de Varsovia, reserva numerosos reclamos, desde el Palacio sobre el Agua, con su gallardía neoclásica, hasta la escultura de Chopin, donde el compositor parece devorado por un árbol aparentemente huracanado. En realidad se trata de un sauce llorón, el más apropiado para bailar sus notas eternamente melancólicas. Las que nos acompañan para despedir este viaje. Al parecer, los custodios del corazón de Chopin se niegan a que los científicos hagan pruebas de ADN. Los misterios del corazón de Europa, de palpitaciones tan pronto trágicas como musicales, también permanecen irresueltos. ·


Diario de viaje 6-21 agosto de 2014 
Budapest-Bratislava-Praga-Cracovia-Varsovia

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