27 agosto 2014
Viaje al centro (europeo) de la tierra
Por Joan Pau Inarejos
Diario de viaje 6-21
agosto de 2014
Budapest-Bratislava-Praga-Cracovia-Varsovia
Laura Solís y Joan Pau
Inarejos
Si la Historia pesara en quilos habría
un gran boquete en Centroeuropa. Es tanto y tan extremo, tan decisivo para los
demás, lo acontecido en estos países a lo largo del siglo XX que viajar a ellos
es sentirse casi siempre rodeado de pasado. Un pasado más mental que físico:
gravoso, culposo. No cómodamente monumental sino en forma de ausencia. El
Holocausto. El fin de los imperios. Los nazis y los soviéticos. Las revueltas
de sangre y las revoluciones de terciopelo. Iglesias reconstruidas con sus
orgullosos pináculos verdes hasta el cielo. Tranvías y puentes tendidos entre viejas
rivalidades. Lugares heridos donde en la mayoría de los casos aún no ha llegado
la moneda única. Y, sin embargo, uno piensa que ellos, quizás a su pesar, son
más Europa que muchos de nosotros.
BUDAPEST
6-9 agosto 2014
A las siete de la tarde, las nubes
abrieron una rendija sobre algún lugar del Mediterráneo y dejaron ver unas
centellas doradas y fugaces. Miré por la ventanilla. En el proceso de superar
las fobias, una de las mayores ventajas es reconciliarse con la belleza. Admirar
simplemente esos recortes de costa soleada, como perlas al fondo de algodones,
sabiendo que ellas no te quitarán el miedo atroz a volar. Pero se complacen
en tu necio abstraerte. De algún modo, en la pura contemplación se borran los
límites y las hendiduras, como cuando miramos fijamente la cuadrícula de unas
baldosas hasta que todo se convierte en en una única superficie lisa. No hay
mejor terapia que lo inútil.
Tres horas más tarde estábamos
contando fajos de florines bajo la luz anaranjada de una pensión. Un euro
trescientos florines. Tipos de cambio estresantes. Demasiado billete
entre los dedos siempre provoca una euforia falsa, el síndrome del jugador del
Monopoly cuando le toca hacer de banca. Los personajes ilustres de la nación
magiar, estampados en los billetes, debían de pensar con su displicencia de papel (los rasgos manoseados por
miles de manos): “turistas”.
Pagamos treinta mil florines al dueño
de la pensión en la calle Teréz,
en pleno ensanche burgués de Budapest, y una vez más pudimos comprobar lo que
impresionan los viejos edificios de pisos del corazón de Europa. Edificios
altos y robustos, con ascensores del 1900 y grandes ventanales iluminando los
recodos de las escaleras. Edificios para no pasar frío, éste con un enorme patio
de luces convertido en único y comunitario balcón interior. Un repentino
frío en el estómago aconseja dejar de asomarse. Estamos en un quinto piso.
Budapest viene precedida por la fama de
ser una de las ciudades más hermosas y elegantes de Europa. Lo es. Una
hermosura distante y fría. Danubiana. Podemos corroborarlo desde el puente
Margarita (Margit híd), nuestra
primera atalaya y punto de arranque de la ciudad, donde se abren ante el
visitante, como dos flores, las dos antiguas urbes. A la izquierda, Pest, con
el formidable parlamento neogótico y su bosque de espinas granate y blanco. A
la derecha, Buda, un lejano amontonamiento de iglesias y palacios, elevado y
señorial. En lo alto de Buda, la iglesia
de Matías, con sus tejados
multicolores. Lo que el Danubio ha unido, de momento, y por suerte, no lo
ha separado el hombre.
Sabemos bien que el creador de los
compases de El Danubio Azul, Johann Strauss hijo, es vienés de nacimiento, pero
lo cierto es que ninguna ciudad como Budapest ha metido a este río en su alma y
su paisaje. Vayamos a otro mirador privilegiado, la colina del palacio de Buda,
donde las fachadas
de Pest, de armónicos colores pastel, parecen fugarse con el ritmo de las
aguas y hasta serpentear con ellas. Movimiento en la quietud, como quieren las
filosofías orientales. Feliz equívoco con ese nombre de Buda que evoca a un hombre orondo
meditando austrohúngaramente desde las alturas (y no, no tiene nada que ver con
él).
Placidez imperial, y sin embargo no
estamos lejos de las hostilidades que se ciernen hacia el este. En la portada
de una revista, Vladimir
Putin mira con cara de circustancias mientras se le forma un gran moratón
en el ojo con la forma de las estrellas de la Unión Europea. “La
UE contra Rusia”, dice el titular no sin osadía narrativa, a cuenta del conflicto de Ucrania.
Aunque geográficamente está enclavada en el mundo eslavo, en realidad Hungría (Magyarország) es una especie de isla
cultural que debe mirar más hacia lugares como Bilbao o Helsinki para reconocer
su singularidad, y es que la lengua húngara, junto al euskera, el finés o el
estonio, forma parte de la extraña minoría de idiomas continentales que no
derivan del tronco indoeuropeo. Curiosos conductos entre el embarcadero del
Danubio y la ría del Nervión.
A la ancestral sintaxis magiar hay que
añadir las resonancias hebreas, con su alfabeto inextricable empezándonos a
recordar la tragedia de la Shoá
(Holocausto). Medio millón de judíos hungaros muertos en la Segunda Guera
Mundial. En la Gran Sinagoga de Budapest se alza un raro monumento en forma de árbol
lloroso, cuyas ramas plateadas se abaten recordando los nombres de las
víctimas. La estrella de David, como la señal hacia Belén, deberá acompañarnos
en todo nuestro recorrido.
Mientras Buda es más lejana y
señorial, Pest tiene todas las trazas de ciudad burguesa con aroma a tertulia y
cafetería. Las fachadas historicistas se alternan con las desconchadas y otras
tantas lucen atravesadas por la fantasía modernista (Sezession) como en Viena, la otra capital del imperio que se
extinguió con la Primera Guerra Mundial. Si el símbolo imperial era un águila
de dos cabezas, el histórico emblema del reino húngaro no es menos peculiar:
una corona rematada por una cruz
torcida. No es irreverencia: al parecer, había quedado así al quedar
guardada en un cofre. El autor del recipiente fue un mal fabricante pero un
genial publicitario.
Siguiendo el emblema de la corona por
el puente Margarita, como las baldosas amarillas del mago de Oz, se llega a la
peculiar isla
Margarita. Con dos kilómetros y medio de longitud, ésta es la isla urbana
más famosa de Budapest. Donde ayer se reunían emperadores y káiseres para
decidir cómo sería el mundo, hoy los turistas ponen los pies en remojo. La
Fuente de la Música (Zeneló szökokút)
se alzaba aquel día espectacular siguiendo las notas —a ver si lo adivinan— de
El Danubio Aazul, para emprender después otras melodías danzarinas. Alrededor de
su circunferencia, centenares de personas iban aliviando su calor aprovechando
el estrecho foso donde caía el agua. Algunos se relajaban; otros —y otras— lo
consideraban una situación oportuna para librarse de alguna prenda de ropa y
buscar miradas laterales de admiración. Había quien dedicaba el hidromasaje a
agotar todas las discusiones posibles sobre el fútbol europeo, como un par de
italianos sin miramientos con los decibelios. Incluso cierto ciudadano
con visión práctica aprovechó la fuente para asearse de arriba abajo y
detenidamente: axilas, vientre, pies (por su perfume corporal parecía
necesitarlo).
Al acabar el día uno puede despedirse
de la ciudad con otra de sus espléndidas vistas. Y el rey de la noche sin duda
es el Puente de las Cadenas. El más antiguo y fotogénico puente de Budapest, custodiado
por leones, conduce hasta la imponente cúpula neoclásica de la catedral de San
Esteban. Y hay que verlo de noche: de noche cautiva a los más escépticos
con el espectacular sistema de iluminación que convierte su silueta en una larga y esbelta
línea de puntos. Una constelación sobre el Danubio.
BRATISLAVA
9-11 agosto 2014
En el tren de Budapest a Bratislava (dos horas y cuarto) el revisor
irrumpió con grito marcial. Una pareja de jóvenes franceses tuvo que salir de
su letargo low cost para entregar los
billetes. Desprendían un leve olor a alcohol e Interrail. Al parecer no habían
contratado correctamente la ruta. Al lado, un señor muy grande y redondo, de
facciones rosáceas y hasta entonces imperturbables, sonreía por lo bajo. Leía
silenciosamente, como si cada día leyera esa novela en el mismo trayecto. Nos
fuimos convencidos de que ese hombre formaba parte del tren y al poco rato se
fusionaría con el acero y el carburante.
Bienvenido a Eslovaquia. Aproveche nuestras interesantes tarifas. El
teléfono móvil, con estos mensajes tan puntuales, se ha convertido en la nueva
aduana. Ahora que Europa ha suprimido los rituales fronterizos, es la pequeña
pantallita la que te informa de que estás en un nuevo país sin cachearte ni
hacerte perder el tiempo. Es, literalmente, una llegada vibrante (te vibra el
bolsillo).
La estación de Bratislava revela ya que estamos en una ciudad más pequeña y
modesta. No parecía muy cercana al centro, así que nos dirigimos a la parada de
taxis y nos atendió rápidamente un hombre con una increíble nariz de patata. El
bigote parecía el broche final para pergeñar la réplica exacta de un vecino de
escalera de Astérix, con cómico ceceo incluido (PresidenZZial
PalaZZ, dijo señalando por la ventana).
Eslovaquia es de los pocos países incorporados en 2004 que tienen euro, con
la tendencia congénita a la estafa de baja intensidad que eso conlleva: el
mismo taxi nos costó quince euros el día de la ida y cinco el día de la vuelta.
Zzenk you, thiZZ iZZ your hotel. Nuestro hotel no estaba en una zona
precisamente encantadora. Mientras Budapest tiene dos orillas que rivalizan en
belleza, en Bratislava el Danubio separa la ciudad vieja de un horrible barrio
de hormigón llamado Petržalka, conocido hasta hace pocos años con el
inquietante sobrenombre de El Bronx de
Bratislava. Hoy es un distrito perfectamente habitable y transitable, aunque
sus altos bloques de pisos, los panelák,
casi oculten el horizonte. Este bosque de hormigón tan hiperpoblado fue
construido en los años sesenta y setenta, en plena fiebre urbanística de la
Checoslovaquia comunista.
Para unir las dos ciudades, las autoridades diseñaron un enorme puente de
cemento armado, desprovisto de toda gracilidad, el Slovenské Národné Povstanie
(SNP), Puente del Levantamiento Nacional Eslovaco, o, sin tanto rodeo épico, el Puente
Nuevo, como se ha conocido más recientemente esta mole rematada por una
peculiar cabina en forma de ovni,
hoy un restaurante. El puente, distribuido en pisos —los peatones sienten
retumbar los coches, pasando por arriba—, está plagado de pintadas y propaganda
que animan su fealdad mastodóntica. Me robó el corazón el cartel del festival
de rock “Santa Claus”, donde aparecía el venerable Papá
Noel fumándose un cigarrillo en la cama tras haber ofrecido sus regalos a
una señorita.
La silueta del castillo de Bratislava emerge, inconfundible, con la primera
visión del casco antiguo. Sus cuatro pináculos rojos dominan esta urbe del
Danubio, relativamente desconocida, con poco orden aparente e interesantes
contrastes entre las partes turísticas y los rincones más desconchados. Nos dio
la bienvenida la Columna
de la Peste, erigida muy cerca del río. Con estos monumentos, muy
abundantes en Centroeuropa, se agradecía la mediación de la Virgen y los santos
para detener el terrible brote de la enfermedad en el siglo XVIII. Una
explosión de fervor barroco y una estrella dorada en lo más alto. (Quizá en África —ojalá—, puedan levantar pronto las Columnas del Ébola).
Plagada de tranvías, tapizada de altibajos, Bratislava luce una
considerable retahíla de dibujos, pintadas y otras expresiones de arte popular
callejero. Muchas de sus ventanas tapiadas, en edificios antiguos, están
cubiertas con réplicas de cuadros famosos, como los girasoles
de Van Gogh u otros. Las calles más cercanas a la subida del castillo, empedradas
y solitarias, quizá son su descubrimiento más feliz, frente a un centro
demasiado secuestrado y repintado por el turismo. Merecen una visita, sin
embargo, lugares como la hermosa Plaza de Armas, con el antiguo ayuntamiento, o
la calle sinuosa que lleva hasta la puerta
de San Miguel y su torre bulbosa.
Otro icono emblemático de Bratislava es la catedral gótica de San Martín, con
el imponente pináculo
verde y dorado, rematado por la cruz torcida de la corona de San Esteban.
Son éstas naciones en constante asociación y disociación y, en el caso de la
pequeña Eslovaquia, la catedral recuerda su antigua pertenencia al Reino de
Hungría, antes de estar dominada por Austria, la URSS, el Sacro Imperio Romano
Germánico o el Tercer Reich —por suerte no en este orden. En este lado del
Mediterráneo, Eslovaquia nos evoca sobre todo los ojos azules de Kubala, el
histórico jugador barcelonista nacido en Hungría pero cuya familia pertenecía a
esta minoría cultural. Inolvidable el homenaje musical que le dedicó Serrat:
“La para amb el cap, l'abaixa amb el pit, l'adorm amb
l'esquerra”… “es pixa el central amb un teva-meva amb dedicatòria”… “i la toca
just per posar-la en el camí de la glòria”. Incluso los legos en fútbol nos
deleitamos cada vez que escuchamos esta detallada y poética enumeración de movimientos
corporales, versionada después, casi mejorando el original, por la voz
aterciopelada de los Antònia Font (snif).
Hay dos perlas de Bratislava que merecen una mirada especialmente atenta. Una
es la estatua de un operario que asoma por una alcantarilla, el peculiar Cumil
(mirón) diseñado por Viktor Hulik en 1997 como símbolo desenfadado de la
reconstrucción de la ciudad antigua. El obrero tiene una óptima perspectiva de
las anatomías meridionales femeninas, pero al parecer ha sido descabezado varias veces
por los coches y sepultado otras tantas por la nieve. Hoy una señal
protege su pequeño perímetro: “Man at work”.
La otra, más apartada del centro, es la iglesia de Santa Isabel, que para
muchos puede ser la verdadera y discreta joya de Bratislava.
Completamente pintada de azul, esta iglesia hace gala de unas sorprendentes
líneas redondeadas y un campanario esbelto, casi en forma de minarete
fantasioso, componiendo uno de los ejemplos más hermosos de la Sezession (modernismo) en Eslovaquia. El
templo de hechuras nubosas, diseñado en 1910 por el arquitecto Edmund Lechner, no
anda lejos de las experimentaciones formales de Gaudí en Barcelona, y tiene una
escuela colindante construida en el mismo estilo, pero ésta en colores ocres y
anaranjados.
El azar del mosaico centroeuropeo quiere que Bratislava sea la única
capital del continente que limita simultáneamente con otros dos países, Austria
y Hungría. Ubicada en una esquina suroccidental, las fronteras modernas han
convertido la ciudad en un singular cruce de caminos geográfico. A unos diez
quilómetros de la urbe (veinte minutos en autobús), el castillo
de Devín marca el confín con las tierras austriacas. “¿Dónde está la
frontera?”, pregunté candorosamente en un punto de información, en plena feria
medieval con caballos y forjas. “Behind the river”, me respondieron
lacónicamente. El Danubio se bifurca aquí en uno de sus afluentes, el Morava, y
tras él, efectivamente, está la patria del vals y el psicoanálisis. Dicen que
en días claros, siguiendo visualmente el curso del Danubio, se atisba Viena.
PRAGA
11-14 agosto 2014
“This is first class”. Silencio incómodo. La mirada severa del revisor nos
informaba de que nos habíamos precipitado al sentarnos en el primer asiento que
encontramos. Obedientemente, nos fuimos a los vagones de la clase turista,
mientras el yuppie solitario que teníamos enfrente nos miraba con un cierto
desdén de “ya lo sabía yo que estos mochileros no podían haber pagado el mismo
billete que yo”. Las prisas son traicioneras, pero, afortunadamente, en la zona
del pueblo llano nos esperaba mejor compañía. Un hombre barbudo, con gafas y
pelo alborotado viajaba con su hijo de unos once años para visitar la familia
checa. Eran eslovacos. Con aires de librero centreuropeo, lo recuerdo muy parecido al socialista
alemán Martin Schulz. Nos explicó que la lengua eslovaca y la checa se parecían
mucho (“this is not a problem, we can understand each other”) y que por su
trabajo de periodista le tocaba viajar a menudo, ya fuera para cubrir congresos
de astronomía o presentaciones literarias. Muy afable, se interesó por la
sonoridad del catalán y repitió el suspiro clásico de muchos europeos: “algún
día tengo que ir a Barcelona”. La sola pronunciación de este topónimo en el
extranjero ilumina rostros, podemos confirmarlo.
Gracias a la ayuda generosa de nuestro amigo parecido a Martin Schulz (debo
recordar el nombre que apunté en alguna parte mientras intercambiábamos
correos), sorteamos con relativa rapidez los trámites de transporte en Praga,
no sin someternos a alguna que otra cola kilométrica. No en vano estamos en una
de las ciudades más turísticas y afamadas de Europa, lo cual genera algunas
pesadillas de bajo coste. Nuestro hostal, en la calle Národní Obrany, tuvo
sucesivos problemas con el baño, con el agua caliente y después con el agua
corriente en general. Los recepcionistas parecían más preocupados en irse
sacando el bachillerato tras el mostrador.
¿Pero quién se acuerda de las incomodidades cuando se asoma por primera vez
a un puente de Praga?
Para muchos, la primera imagen de Praga (Praha) tiene la fuerza de un choque stendhaliano. Recuerden: el
escritor Stendhal quedó tan fascinado con la belleza de Florencia que
experimentó una especie de sacudida, con elevado ritmo cardíaco y un cierto
vértigo. Quizá exageramos, pero lo cierto es que hay que plantarse al menos una vez
en la vida en el puente de Manesuv para admirar la densa belleza de esta
ciudad. Desde este punto se obtiene quizá la mejor perspectiva de la urbe, con el
espectáculo del puente Carlos no muy lejos y la aturullante concentración de
torres góticas, cúpulas verdes, pináculos, relojes y fachadas rojas y amarillas.
Todo suspendido sobre el curso plácido del Moldava (Vltava), que desemboca en el Elba, asequible y casi aldeano en
comparación con el Danubio. La primera vez que ves todo esto crees que no te lo
acabarás, te invade una ansiedad posesiva. En el mundo centroeuropeo quizá sería
lo más parecido a la experiencia de las ciudades latinas que aturdieron a
Stendhal. Exuberancia.
De nuevo, como en Budapest, las dos orillas del río rivalizan en esplendor.
A un lado tenemos el Staré Mesto
(Ciudad Antigua), más extensa y poblada de construcciones góticas como la
soberbia iglesia
de Tyn, con sus famosos remates picudos, o preciosas fachadas barrocas como
la del Santísimo
Salvador o la abigarrada basílica
de Santiago (Jakuba). Al otro
lado, el Malá Strana (Ciudad
Pequeña), donde se alza el no menos célebre castillo de Praga, fantasmal en días
de niebla y posible inspiración de Kafka para su inquietante novela ‘El
castillo’. El padre del hombre-cucaracha
y de las pesadillas burocrático-existenciales recibe en la ciudad un permanente
tributo, a medio camino entre lo museístico, lo literario y lo más burdamente
comercial. Aún no hemos visto llaveros de Gregorio Samsa con patas y tentáculos…
pero tiempo al tiempo.
En realidad, lo kafkiano es poco praguense. La panorámica alegre y
colorista de la ciudad, tal como la vemos hoy, casa poco con el mundo
traumático y solitario de aquel escritor que se desgarraba incluso en el
idioma, hablando checo en casa pero escribiendo en alemán, siendo una cosa pero estando
siempre otra. Impresiona su reproche casi universal a la sociedad: “si me pongo
a pensarlo, tengo que decir, que, en muchos sentidos, mi educación me ha
perjudicado mucho. Este reproche afecta a una serie de gente: a mis padres, a
unos cuantos parientes, a determinados visitantes de nuestra casa, a diversos
escritores, a cierta cocinera (…), a unos transeúntes que caminaban lentamente;
en una palabra, este reproche serpentea por toda la sociedad como un puñal y
nadie, lo repito, nadie está desgraciadamente seguro de que la punta del puñal
no vaya a aparecer de pronto por delante, por detrás o por un lado” (‘Diarios’,
1910-1923). Judío, consciente y doliente de su minoría existencial y cultural,
creó un mundo narrativo y filosófico que muchas generaciones posteriores
consideraron universal e incluso emblemático de la experiencia humana del siglo
XX. Curiosas paradojas.
Al llegar al puente Carlos (Karluv
most), el visitante tiene una prueba de fuego: intentar abstraerse de las
multitudes para percatarse de toda su majestad. Sobre este imponente puente
medieval erigido por Carlos IV, los artistas barrocos dispusieron una retahíla
de estatuas de santos, vírgenes y cristos que le han dado su aspecto actual de
museo al aire libre. Figuras que en algunos casos son copias de originales
mejor resguardados, y que en otros casos crían lúgubres telarañas
pidiendo a gritos una película de terror gótico. Un puente otrora bombardeado y hoy
merecidamente acribillado por los flashes.
Los puentes de Praga son escenario preferente en la imaginación del
dibujante Jirí Votruba, que inunda tiendas y escaparates con sus postales naíf
dedicadas a personajes o visitantes célebres de la ciudad. Kafka, Mozart, pero
también la gigantesca figura del Golem. Según la leyenda, un rabino del siglo
XVI creó a esta criatura informe para proteger el barrio judío. Un ser dotado
de gran fuerza pero –ay– no de inteligencia. En las ilustraciones le vemos vagando
bajo las estrellas como una versión hebrea de la criatura de Frankenstein: los
peligros de jugar con Dios. Si seguimos ateniéndonos a la leyenda, el cuerpo
inerte del Golem yace en el ático de la Sinagoga Vieja-Nueva, una de las más
antiguas de Europa y testimonio del peso de la tradición judía también en
tierras checas. Más alejada del centro histórico está la Sinagoga
de Jerusalén, de vistosa fachada neomorisca y que algún irreverente podría
comparar con un decorado de la Feria de Abril por su apariencia un tanto
kitsch.
En el escaparate
de una tienda de recuerdos, las vírgenes ortodoxas miraban de reojo a las
mujeres gráciles de Alfons Mucha. El célebre artista del Art Nouveau (modernista) ha asociado la imagen turística de Praga a
esta ristra de féminas con ropajes vaporosos y cabellos llenos de flores.
Iconos protohippies que se exhiben en el Museo Mucha y también en una galería
de la Plaza de la Ciudad Vieja, junto a obras de Dalí y Andy Warhol. Pero si
hablamos de arte moderno en Praga no hay que perderse un icono verdaderamente espectacular,
éste arquitectónico.
La Casa Danzante, situada en un chaflán junto al río, es una soberbia
edificación deconstructivista que evoca el movimiento de dos bailarines.
Apodada Ginger y Fred, se diría que
un bloque del edificio es el hombre que aprieta contra sí una
mujer con faldas de cristal, el otro bloque. La obra, diseñada por Vlado Milunic, se halla en
singular vecindad con la arquitectura histórica del entorno y es una de las
estampas más originales de la capital checa. Dejemos que bailen y repasemos
otros rincones curiosos de la ciudad.
Por ejemplo, el padre del psicoanálisis a punto de precipitarse al vacío.
Así vemos a Freud en la calle Husova de la Ciudad Antigua, por cortesía del
artista David Cerny. Agarrada a un poste como si fuera a caer, en la figura freudiana del
Viselec
(colgado) algunos han querido ver la crisis de sus teorías, o sencillamente la
plasmación gráfica de que el descubridor del complejo de Edipo estaba así: colgado.
Y de las alturas a las angosturas, con la que se supone que es la calle
más estrecha del mundo (70 cm), Vinarna Certovka, muy cerca del río y del
museo Kafka –¿se imaginó allí atrapado el alter ego de Gregorio Samsa?– y con
un semáforo que rige el paso de peatones, puesto que no pueden pasar dos a la
vez. Risas enlatadas.
El Museo
del Comunismo de Praga se anuncia con una matrioska de dientes afilados y
mirada fija tirando a cabreada. Hay mal recuerdo del llamado “socialismo real” en
estos países que hace décadas fueron satélites de la Unión Soviética. Al
sarcástico símbolo del museo se suma su peculiar ubicación, justo al lado de un
McDonald's y en medio de una las principales calles de marcas internacionales y
franquicias de moda. Zara-Burberry-Marx.
El pequeño museo se mueve entre la mitomanía vintage y un cierto
revanchismo histórico al considerar el comunismo tan museizable como un fósil
de dinosaurio o el código de Hammurabi. Altamente sesgado contra la
época de dominio socialista, incluye figuras de Lenin y Stalin,
recreaciones de placas de calles, fotos, vídeos, banderas y ejemplos divertidos
de la propaganda prosoviética, con los obreros fornidos y sanos en contraste
con las caricaturas del Tío Sam y sus adláteres yanquis como viejos enfermizos
y malsanos. Puedes incluso entrar en una sala que recrea los interrogatorios de
la época, hasta que llegas a los últimos tramos, dedicados a la libertad
efímera de los años 60 y las revueltas triunfantes de los 80 y 90. La plaza
de Wenceslao, un bulevar que pasaría como el Passeig de Gràcia praguense, aparece en las fotografías
completamente saturada de manifestantes.
Socialismo con rostro humano, Primavera
de Praga, Revolución de Terciopelo: nadie puede negar que esta ciudad ha
aportado lírica a los manuales de historia.
Al salir del museo, en una larga avenida, topamos con una extraña montaña multicolor.
Una asociación ofrecía pintar y personalizar ladrillos a unas 150 coronas (4
euros), que de destinarían a inversiones para discapacitados mentales. Las
espontáneas creaciones callejeras iban engrosando un gran laberinto-pirámide de
ladrillos y ladrillos, con todo tipo de mensajes y consignas sentimentales, tants caps, tants barrets, como decimos
en catalán. Si hacemos caso de la montaña babélica que teníamos ante nosotros,
hay tres fuerzas que mueven el mundo: el amor (corazones, “Tom loves Kate” y muchos Just
married), la patria (soy de aquí, soy de allí) y la paz (“We all Gaza”, palomas con la rama de
olivo). En el capítulo identitario no faltaban algunas esteladas catalanas,
ultralocalismos futbolísticos (“Sí, soy del Real Zaragoza”) o triunfalismos con
acento alemán a cuenta del Mundial de Brasil. Sin olvidar gags
autorreferenciales (“This is a brick”,
esto es un ladrillo) con guiño a Pink Floyd (“Another brick in the wall”) o algún pésame al hombre de las mil
caras que nos acababa de dejar (D.E.P.
Robin Williams), para infinita tristeza de nuestro yo infantil que gozó
viendo ‘Hook’ y riéndose con la Señora Doubtfire. Be loved, be happy, be free. Los ladrillos siguen con su
incontinencia sentimental. Y pusimos el
nuestro, por supuesto.
CRACOVIA
15-18 agosto 2014
Dos americanos, dos portugueses y dos catalanes. No es un chiste, sino la
cabina dormitorio donde pasamos el trayecto
nocturno entre Praga y Cracovia (siete horas). Los traqueteos y la forma
torturante de la cama contribuyeron a que fuera una bonita noche en blanco, en
mi caso sólo interrumpida por pesadillas sobre accidentes nucleares en un tren
(yuhu). El romanticismo ferroviario para otro día.
Antes de las seis, ya en tierra polaca, amanecía entre nieblas. Poco
después nos hallábamos entre las calles aún desérticas de la ciudad, sin saber
dónde se encontraba exactamente nuestro apartamento. Por la
otra acera llegaba un sacerdote anciano, sombrero y sotana negra hasta los pies, dando de
comer a los pájaros. “Problem?”, preguntó al vernos desorientados. Le mostramos
el nombre de la calle, a lo que respondió que le siguiéramos. Y para hacer
honor a la muy católica Cracovia, siempre podremos decir que un hombre de Dios
nos guió hasta nuestro hospedaje terrenal el día de la Virgen. Dziekuje (gracias).
Tras dejar los equipajes en nuestra habitación de la calle Dluga, tranquila
y serpenteante, pudimos asistir al lento y soleado despertar de la ciudad.
Cracovia (Kraków) tiene el aspecto de una vivaracha aldea medieval, y el primer
impacto llega con la espaciosa plaza del Mercado, con la lonja
renacentista donde se compraban paños, y sobre todo, la basílica gótica de
Santa María.
Completamente construida en ladrillo rojo, esta es quizá la iglesia más
espectacular de Cracovia, con sus dos torres asimétricas alzadas hasta 80 y 70
metros respectivamente. No hay que perderse su interior, un prodigio de colorido y decoración escultórica bajo un techo pintado de cielo
estrellado. El fervor del 15 de agosto aconsejaba no patear demasiado sus
estancias. Muchos feligreses estaban arrodillados. Los cantos resonaban entre
los muros. Afuera, ondeaban las banderolas en recuerdo a las legiones polacas
de 1914. Cien años de la Gran Guerra. El peso de la Historia, otra vez.
Además de la basílica mariana y la catedral, si nos trasladamos a la calle
Grodzka hay otras dos iglesias que reclaman nuestra atención: la portada
barroca de San
Pedro y San Pablo, de aires romanos, y, justo al lado, la románica de San
Andrés, con sus dos campanarios blancos y austeros. Aún podemos ir más allá
de las fachadas y anotar dos iglesias cracovianas especialmente cautivadoras,
esta vez por su interior. Una es la iglesia de Santa Bárbara, al lado de Santa
María, que merece una visita solamente por la maravillosa Piedad
gótica custodiada en una de las naves laterales. La otra es la iglesia de
la Santa Cruz, que fascina por sus columnas arborescentes y bóvedas pintadas
con motivos vegetales.
Si Kafka es el rostro de Praga, las facciones de Cracovia pertenecen sin
duda a Juan Pablo II, quien fuera arzobispo de la ciudad y hoy más omnipresente
que nunca tras ser canonizado. Su sonrisa actoral cuelga de no pocos muros y
hasta luce en los frontispicios de algunas iglesias, como la de San Juan Bosco,
donde recibe al visitante con enérgicos brazos abiertos comunicando esa calma y
seguridad en sí mismo que tanto le caracterizaban antes del martirio físico en
el que cayó ante los ojos del mundo entero.
La plaza del Mercado, siempre bulliciosa, estaba repleta de paradas de
artesanía y comida, mientras el escenario principal proyectaba la música
animada de un grupo de hombres y mujeres ataviados con trajes
regionales. Chaquetones, reverencias, vuelos de faldas. Cerca, unos niños
se metían dentro de la monumental cabeza hueca esculpida por el polaco Igor
Mitoraj en honor a Eros. De vez en cuando, algún pequeñuelo asomaba por los
ojos del dios del amor.
Antes de ascender al castillo de Wawel podemos espiar alguno de los
rincones curiosos de Cracovia, como la calle Retoryka, donde se encuentra la Rana
Cantora. El alegre batracio toca una especie de guitarrón en lo alto de un
edificio concebido por el arquitecto Teodor Talowsky (1857-1910), henchido de
sentido del humor y entusiasta seguidor del adagio latino Festina lente: “apresúrate despacio”. Pues eso haremos.
Y ahora sí, estamos en la ciudadela del poder por antonomasia en Cracovia,
el Castillo Real de Wawel dominando las aguas del río
Vístula (Wilga). Este grandioso
recinto recuerda los tiempos en que la ciudad era la sede del reino polaco, antes de que la corte se trasladase a Varsovia. Entre sus estancias destaca sin duda el precioso patio
central proyectado por arquitectos italianos, una maravillosa concatenación
de pisos con sucesivos arcos renacentistas y altas columnas sosteniendo los
tejados.
En cuanto a la catedral, asombra el contraste de materiales y la
yuxtaposición de torres y capillas. Un extraño amontonamiento, atrayente pese a todo. En sus entrañas están
enterrados los reyes polacos, incluido alguno sin corona, como el presidente
Lech Kaczynski que falleció en el traumático accidente aéreo de 2010, junto a
la plana mayor del gobierno y el ejército. Extraño drama incrustado en la
memoria más reciente del país. La foto del líder derechista, junto a su
esposa Maria, es el único símbolo que adorna la enorme lápida. Su hermano
Jaroslaw, entonces primer ministro, intentó en vano ganar las elecciones por la
vía del duelo patriótico. El Géminis ultra quedó truncado, para
inconfesable suspiro de algunos.
Decíamos que la estrella de David habría de acompañarnos en todo nuestro
recorrido por Europa central, y esta presencia todavía es más dolorosa en las
proximidades de Cracovia, donde millones de judíos fueron deportados al cercano
campo de Auschwitz. Visitaremos más tarde la capital del horror nazi, pero
antes hay que dar un paseo detenido por el barrío judío cracoviano (Kazimierz), uno de los más interesantes
que pueden encontrarse en Europa.
En la puerta del cementerio, un niño regordete iba repartiendo kipás a los
visitantes. Al querer acercarnos cerró la puerta con un golpe seco y, elevando una
cómica voz de pito, explicó el motivo de su brusquedad: “Tickets”. Señalaba hacia otro lado para advertirnos que el recinto funerario era de pago. Rodeado
por un largo muro, este cementerio judío es uno de los más importantes de
Europa. Estrellas de David y menorás
(candelabros) recorren rejas, decoraciones y rótulos en todo el barrio, donde
no faltan restaurantes de estética hebrea, sinagogas y museos de donde salían
cautivadoras grabaciones con cantos femeninos. Las placas recuerdan a las
familias que vivieron allí hasta la barbarie de los años 40. Un barrio con
resonancias inevitablemente lúgubres, pero también con un agradecido toque pop y
juvenil en muchos de sus lugares. Ahí está el novísimo mural
callejero del colectivo israelí Broken Fingaz, un homenaje al artista
Ephraim Moses Lilien (1874-1925) donde conviven profetas, figuras zoomórficas y
mujeres de cabellos flotantes, todo con un soberbio trabajo de dibujo en blanco
y negro. Un gato
lo observaba todo desde el alféizar de una ventana, como si meditara sobre los
incontables éxodos que ha tenido que emprender el pueblo de Jacob.
AUSCHWITZ
16 agosto 2014
Auschwitz. Este solo topónimo ya supone una humillación para la nación polaca,
que vio su pueblo de Oswiecim germanizado como Auschwitz para dar nombre al
lugar más universal del horror de la Segunda Guerra Mundial. Según los más
pesimistas, Auschwitz no tiene un porqué. Es un dolor tan inútil como la rosa
mística, por citar la osada comparación de Slavok
Zizek, que recuerda la frase de Angelus Silesius: “La rosa no tiene un
porqué”.
¿Auschwitz tiene un porqué? La pregunta, menos retórica de lo que parece,
retumba en las mentes después de la exhaustiva visita guiada por sus barracones
y crematorios. El peso del absurdo oprime el cerebro más que la idea de cien
guerras mundiales. Hay quien ha dicho que después de Auschwitz no se puede
escribir poesía, y que toda cultura posterior a las cámaras de gas es “basura”
(Theodor Adorno). Buscar el sentido después de Auschwitz es inmoral, sostienen
algunos. Otros se han rebelado contra el Dios silencioso que lo permitió: “Lo
que alimenta el furor de Job no es el dolor que sufre, sino el silencio de un
Dios que calla” (Juan
Luis Ruiz de la Peña). El psiquiatra Viktor
Frankl, que estuvo allí, es más optimista: asegura que el campo de
concentración era un lugar propicio para comprender que, incluso cuando ya no
esperamos nada de la vida, la vida sí lo espera de nosotros. Un hijo, una obra
por terminar, cualquier porqué
allende los muros: eso podía hacer soportable cualquier cómo.
Sin duda, ninguna cita célebre o reflexión ambiciosa puede abarcar el mal
gratuito comprendido entre los muros de estos campos de concentración y
exterminio, Auschwitz I y Auschwitz II-Birkenau, separados por tres kilómetros
y a los que se llega desde Cracovia tras un viaje en autobús de dos horas. La
visita por libre, sin audioguía, es gratuita, mientras el recorrido guiado
cuesta unos 15 euros. En el primer recinto, el más museizado, los barracones
acogen exposiciones temáticas sobre el funcionamiento de los campos y el trato
al que sometían a los prisioneros. Montañas de pelo, de prótesis,
de zapatos o de maletas
atestiguan el vaciamiento físico y radical sufrido por aquellos recién llegados.
Ropa de niño. Un vestidito de niña, con flores de pétalos verdes y hojas rojas.
Quién y por qué tenía derecho a arrancárselo. En el exterior, las flores
adornan un sórdido paredón
donde miles de personas fueron fusiladas. La cámara
de gas, la única que se ha conservado hasta hoy, muestra su triste mosaico
de arañazos.
La luz se cuela por el agujero
del techo, desde donde una mano miserable lanzaba el vapor mortífero.
A Auschwitz II, verdadera e inmensa industrialización de la muerte, se
llega a través de un bus lanzadera gratuito. Su entrada
ha sido inmortalizada en el cine por ‘La lista de Schindler’. Allí puede verse
la antigua vía por donde llegaban los trenes de la muerte. Trenes de ganado. A
veces, diez días de trayecto. Dos filas. Una, hacia la esclavitud. Otra hacia las
cenizas. Justo antes de irnos, vimos a un niño de unos cuatro años que andaba por
las vías del tren, Auschwitz adentro, de la mano de su padre. Aunque avanzaba a
trompicones, no se movía nunca del tramo marcado. Si infringiéramos la norma de no hacer poesía tras Auschwitz, diríamos que pisaba inocentemente la
antigua ruta de la muerte. Rehacía el camino.
VARSOVIA
18-21 agosto 2014
Los trayectos vacacionales son un momento favorable para el conocimiento
desinteresado de otras personas. Personas con las que, con toda probabilidad,
no nos volveremos a cruzar, y a las que nos asomamos con una honrada
curiosidad. Con altruismo experimental. Si en el tren hacia Bratislava
conocimos al afable doble de Martin Schulz, en el autobús de Auschwitz a
Cracovia conversamos un buen rato con un joven colombiano, Luis Felipe, delgado
y moreno, que estudiava ingeniería industrial en Nantes y había elegido para
sus vacaciones un recorrido parecido al nuestro. Su novia era húngara y se
entendían en un inglés más o menos compartido. “Un día estábamos juntos y de
pronto le dije: si quieres que lo nuestro tenga futuro, debes olvidar todo del
húngaro”, y remarcaba “olvidar” con cómico énfasis, mostrando la zozobra que le
provocaba la remota lengua de los magiares.
Pero estamos ya en ruta hacia la capital de Polonia, tren mediante (tres
horas) y a punto de descubrir cuán diferentes son las dos principales ciudades
polacas. Si Cracovia es una asequible villa medieval, en Varsovia (Warzsawa) nos recibe este gigante de
hormigón.
El Palacio de la Cultura y la Ciencia, regalo personal de Stalin a
Varsovia, sigue siendo el icono más imponente de la ciudad, con su elevación
escalonada típica de la arquitectura moscovita (237 metros). Otros grandes
edificios, algunos más modernos y acristalados, rodean esta torre mastodóntica
de color ocre, sin robarle jamás protagonismo. Desde luego, el dictador
georgiano consiguió una eficaz posteridad arquitectónica, igual que los
faraones con sus pirámides. Personalmente nos alegramos de que los varsovianos
no hayan querido derribarlo, tal como se planteó tras la caída del comunismo.
Estos cruces de zigurat y rascacielos neoyorquino merecen que los sigamos
mirando con extrañeza por los siglos de los siglos.
El palacio estalinista domina el inmenso distrito moderno, mientras la ruta
histórica arranca a unos veinte minutos a pie, en Nowy Swiat. Esta calle, una de
las más hermosas y juveniles de Varsovia, se adorna en verano con cestos de
flores, mientras una retahíla de cafeterías, panaderías, bares y locales de
comida barata animan su recorrido levemente sinuoso, con todas las casas enlazadas prácticamente a la misma altura.
Por el trazado de Nowy Swiat se llega a Krakowskie Przedmiescie –evito
pensar cómo se pronuncia para no contraer una cefalea–, la continuación
monumental de la calle encabezada por el monumento a Nicolás Copérnico.
El ilustre astrónomo polaco contempla sus esferas frente a la belleza
neoclásica del palacio
Staszic y no muy lejos de la iglesia de la Santa Cruz, que conserva el
corazón de otro polaco célebre, Chopin. Sí, el corazón. Poético o siniestro, se
deja a juicio del observador. Cosas de las últimas voluntades. En la entrada se
yergue un Cristo cargando el madero, que resultará familiar a quien haya visto
‘El pianista’ de Roman Polanski, relato implacable del gueto de Varsovia. La
guerra apenas rozó la iglesia más espléndida de esta calle, el templo de San José
que tanto recuerda los pasteles
barrocos de Sicilia. Unas calles más adelante, en el palacio presidencial, un
gran cartel de Gary
Cooper en ‘Sólo ante el peligro’ evoca las decisivas elecciones de 1989
donde el partido católico Solidarnosc consiguió doblar la cerviz del régimen.
Sin dejar la Krakowskie Przedmiescie, con sus palacios y jardines,
enseguida divisamos un frontón de colores vivos, precedidos por la alta columna
de Segismundo. Estamos ante la Ciudad Vieja, completamente reconstruida tras
las bombas de la Segunda Guerra Mundial y aun así poseedora de un encanto
radiante. La sirena
con la espada, símbolo de la ciudad, centra la plaza principal,
con una miríada de casas de colores, muchas de ellas repletas de pinturas
folclóricas, esgrafiados y sugerentes motivos geométricos.
En la Ciudad Vieja se conservan algunos vestigios sorprendentes, como el crucifijo de la
iglesia de San Martín, destruido de cintura para arriba y terminado con una original silueta metálica, que recrea tímidamente
el desaparecido busto de Cristo y sus brazos extendidos. El ruido ensordecedor de
las obras convivía precariamente con una flauta travesera en la plaza,
amenizando las visitas de los turistas. A lo lejos, al otro lado del río
Vístula, se podía otear el Estadio Nacional de
Polonia, gran cáliz rojizo que vio la histórica victoria de La Roja en la
Eurocopa de 2012.
Y el peso de la Historia, otra vez. El peso de la Historia está en la ciudad que ya no existe, y está en los
sucesivos monumentos a las víctimas y a los héroes de mil batallas. En la
Ciudad Nueva, las gigantescas esculturas de los soldados rinden homenaje a la insurrección de
Varsovia de 1944, sobre un fondo arquitectónico acristalado y frente a la
espigada iglesia de las Fuerzas Armadas. Soldados literalmente saliendo de las
cloacas para defender la ciudad de los nazis. No lo consiguieron. Como Berlín,
Varsovia tiene el encanto de las grandes perdedoras.
Y acabamos nuestro periplo donde quiere Fray Luis de León, en los lugares
apartados del mundanal ruido. En el parque Lazienki, una ardilla se
apresuraba a esconder en el suelo un hallazgo, quizá alguna comida que había
encontrado. Un bebé
le iba pisando los talones, pero el roedor no parecía temerle en demasía. El grandioso
parque, situado al sur de Varsovia, reserva numerosos reclamos, desde
el Palacio sobre
el Agua, con su gallardía neoclásica, hasta la escultura de Chopin,
donde el compositor parece devorado por un árbol aparentemente huracanado. En
realidad se trata de un sauce llorón, el más apropiado para bailar sus notas
eternamente melancólicas. Las que nos acompañan para despedir este viaje. Al
parecer, los custodios del corazón de Chopin se niegan a que los científicos
hagan pruebas de ADN. Los misterios del corazón de Europa, de palpitaciones tan
pronto trágicas como musicales, también permanecen irresueltos. ·
Diario de viaje 6-21 agosto de 2014
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