06 mayo 2014
'Aprendiz de gigoló': entre el prostíbulo y la sinagoga
por JOAN PAU INAREJOS
Nota: 7,5
A punto de cumplir
los 80, a Woody Allen aún le tienta saltar de un lado al otro de la cámara. Le
rejuvenece. García Márquez dijo que escribía para que le quisieran. Intuimos que le ocurre algo parecido al de Manhattan: no quiere salir de los focos porque
el público, a pesar de los pesares, sigue amando a este hombrecillo que se
repite más que el ajo.
Da igual que encarne
a un detective trasnochado, a un realizador ciego o a un proxeneta, como en
esta comedia dirigida por su amigo, el actor y director John Turturro. Da
igual, artísticamente hablando, que su vida privada sea más que turbia. Sabemos
que Allen jamás interpreta, siempre se interpreta, con toda la
dosis de realidad y ficción que ello conlleva. Así lo compramos en la tienda,
así nos ha funcionado siempre y así nos sigue arrancando la carcajada.
Además, Turturro
toma una decisión sabia: dosifica las muecas del abuelete y le deja en un
eficaz segundo plano mientras deja que se desenvuelva una película mucho menos boba de
lo que podría parecer. Ciertamente, el argumento se podría prestar a la brocha
gorda: un viejo librero convence a su amigo, un manitas polivalente, para que
se meta a prostituto y ambos se repartan los beneficios. Y lo harán
-temblad, menorás- en un barrio de judíos ortodoxos.
He aquí el pretexto sexual para
una comedia descabellada y con trenzas, que dispara momentos gozosos e irreverentes, como el juicio sumarísimo de los rabinos en el sótano o la
emboscada a un escurridizo Allen en plena calle ("Deben de equivocarse,
yo ya me circuncidé"). Sharon Stone y Sofia Vergara ejercen de explosivas
y autoparódicas clientas. Y —oh, sorpresa—, entre carcajada y
carcajada, la película nos reserva una tierna historia que conviene no desvelar —sí,
tierna—, un atípico encuentro entre personas que hallan en el tálamo de pago un
inopinado lugar de eclosión de sus sentimientos y rarezas. Además de orgasmos,
hay película; de hecho, aquéllos no son más que un ardid muy secundario.
Aderezada con una
banda sonora maravillosa, dirigida con elegancia y con cierto aire sesentero,
'Aprendiz de gigoló' definitivamente no es la astracanada chusca que se podría
esperar, ni tampoco la enésima ligereza autoplagiada a la que nos tiene
acostumbrados últimamente el autor de 'Annie Hall'. Turturro es ligero, pero no
superficial, y su modesta parábola romántica es como una matización del
universo alleniano, aquí más sutil y humanista que de costumbre, pero tan
inteligente y desmitificador como en sus mejores ocasiones. ¿Habrá woodismo sin
Woody?
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