01 marzo 2013
'Siete psicópatas':
brillante autoparodia del cine negro
per JOAN PAU INAREJOS
Nota: 8
La falta de
inspiración produce monstruos. Un creador sometido a la parálisis, con el
permanente síntoma de la página en blanco, seguramente está más cerca de la locura que
cualquiera de nosotros. Es lo que le ocurre al protagonista de esta película,
Marty (Colin Farrell), un guionista embarrancado en un film sobre psicópatas
que termina rodeado de psicópatas reales. Si el escritor no va al infierno, el
infierno viene a él.
Martin McDonagh, que
ya nos deleitó con un thriller estrambótico llamado ‘Escondidos en Brujas’
(2008), prosigue con su genial amalgama de cine negro, comedia surrealista y un peculiar deje metafísico que quizá es lo que más le distingue de su hermano, el no menos
brillante John McDonagh (autor de ‘El irlandés’). Con el ADN de estos hijos bastardos de Tarantino,
Woody Allen y los Monty Pyton, las andanzas alucinadas de la factoría
McDonagh vuelven a ser motivo de celebración para los que acudimos a
la sala de cine con la tenaz expectativa de que nos sorprendan.
Lo mejor que se
puede decir de ‘Siete psicópatas’ es que no es en absoluto lo que parece: nada
de pasatiempos, nada de gamberrada vulgar. La historia, o no-historia –puesto
que narra el fracaso de una película- nos lleva por una sucesión de sketches
felizmente imprevisibles y sorpresivos en su continua promiscuidad entre
realidad y ficción. En esta ceremonia del caos, el atribulado Marty se topará
con matones reales –formidable Woody Harrelsson, capaz de todo por recuperar a
su perro-, irreales –ese reverendo baptista de góticas apariciones– y tipos que
son ambas cosas a la vez, como un jubilado de pasado inquietante –Cristopher
Walken– o un amigo de toda la vida que hará lo inimaginable para echarle una
mano en su búsqueda de inspiración –Sam Rockwell, qué peligro–.
Con su juego
libérrimo de cine dentro del cine, alternando frenesí surreal con parsimonia de
western, ‘Siete psicópatas’ nos habla de Quijotes fumados que se creen su
propia historia de gánsteres y asesinos. Un work in progress o rodaje imposible que se detiene una y otra vez con todo tipo de derivadas delirantes, como hiciera Allen a la hora de
deconstruir a Harry. Ahí está la descacharrante escena del cementerio, donde el
personaje de Rockwell imagina una escabechina de todos contra todos, o un
desenlace reventado ¿in?esperadamente por un psicópata que lleva por doquier un
conejo como mascota (qué grande Tom Waits).
La película incluso
se permite cuestionarse a sí misma, con diálogos que ponen en tela de juicio si es
necesaria tanta violencia o si los personajes femeninos están tratados con
demasiada superficialidad –véase la chica Bond Olga Kurylenko
banalmente borrada del mapa, aunque ello se contrarresta con el personaje de
la anciana enferma de cáncer, en antológico y tarantinesco duelo con un
sicario que se bambolea en su silla de ruedas–. Algunos lamentarán que a
McDonagh se le va excesivamente la castaña, pero nosotros abogamos porque
castañas así se vayan para no volver.
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