06 marzo 2013
'No': el making off de la democracia
por JOAN PAU INAREJOS
Nota: 7
Franco murió en la
cama, mientras que a Pinochet lo mató un referéndum. El cine nos brinda la ocasión
de recordar este suceso que quizá haya podido quedar un tanto eclipsado por la capa de
superhéroe de Baltasar Garzón. Aunque la historia haya situado merecidamente al
magistrado jienense como gran ajusticiador, fue el pueblo chileno quien, en
1988, finiquitó a su tirano con la papeleta del ‘No’.
Sin excesivas
disertaciones, sin vocación de ahondar en las luchas y miserias de la época de la dictadura,
la película de Pablo Larraín disecciona las interioridades de aquel plebiscito tan efímero como decisivo. Una rendija constitucional que el
pinochetismo confiaba ganar sin bajarse del autobús y que fue hábilmente
aprovechada por el colectivo opositor con el apoyo de un grupo de creativos que,
al parecer, supo olfatear los vientos de la historia.
Gael García Bernal,
suelto y creíble en su papel, interpreta a uno de los privilegiados publicitarios –está inspirado
en varios de ellos– que tuvieron en su mesa el futuro de la
nación. Con un estilo fresco y documental, alternando escenas ficticias con
imágenes reales, el film nos cuenta cómo aquel sanedrín creativo logró
transformar el ‘No’ en un voto positivo, en una actitud ilusionante y tintada con los colores del arco iris. El resultado fue una breve frase, casi un pretuit (“Chile, la alegría
ya viene”), cuyo espíritu tanto nos recuerda a la “Libertad sin ira” o al “Habla,
pueblo habla” de la España de los 70: eslóganes blancos, conciliatorios (positivos, diría la jerga publicitaria) que
orillaron la música de La Internacional en pro del internacionalismo
publicitario y el mundo sudoroso de la resistencia por la estética de la
Coca-Cola. Política para todos los públicos.
Una apuesta que no se
despachó sin voces críticas (ahí están los viejos opositores, exhibiendo
sus heridas) pero que se reveló eficaz, logrando un histórico 55,99% de los votos
a favor de terminar con la pesadilla pinochetista. Mejor o peor como fotografía histórica, a la película no le faltan recursos y buenos actores para plasmar el ambiente opresor del régimen, especialmente en aquel instante de impasse que obligaba a caminar sobre el filo de la navaja. Modesta, honesta, desmitificadora y felizmente previsible, la bandera multicolor de Larraín proyecta sin embargo una leve sombra desalentadora: no hay democracia posmoderna que no se deje emocionar por un buen eslogan.
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