08 octubre 2012
Olé por la 'Blancanieves' torera
per JOAN PAU INAREJOS
Nota: 9,5
Lo mejor de las buenas películas es que van solas. Uno no tiene que
revolverse en la butaca cargando con los defectos del guion, uno no tiene que
rellenar con su benevolencia las lagunas de una historia mal contada o las
fealdades de una obra mal escenificada. Puede parecer paradójico, pero las
películas mediocres nos exigen mucho, mientras que las obras maestras nos
relajan como lo haría un bello y prolijo acuario. Están ahí, están bien hechas. No nos necesitan. Algo parecido barruntaba Kant cuando definió la experiencia estética
como la “pura satisfacción desinteresada”, y lo mismo nos dicen los pensadores
orientales cuando nos invitan a recibir el arte como un dejarse poseer, más que como un ansioso querer consumir.
Además de todo esto, la ‘Blancanieves’ de Pablo Berger rinde un homenaje a
la esencia misma del cine. Lejos de tantas verborreas, de tantas pedanterías y
astracanadas del celuloide celtíbero, el cineasta vasco se ha puesto en
justísima carrera hacia los Oscar con, ahí es nada, una versión muda y en blanco y negro del cuento de los hermanos Grimm. Libérrima versión, velazqueña
con un punto delirante, gozosamente localista y solar, desenfadada y cariñosa
en su viaje a la España de los años 20 y a sus ambientes pueblerinos de toreros y
folclóricas.
Sí: la delicada Blancanieves se enfunda el traje de luces, mientras los enanitos
se convierten en una cuadrilla de toreros circenses y la madrastra se
torna algo así como una diva expresionista, ávida de copar la portada del Lecturas con las facciones niqueladas
de Maribel Verdú. El entero reparto es un monumento al buen casting, desde el matador interpretado por Daniel Giménez Cacho hasta la joven e
intensísima Macarena García, sin olvidar a un pantagruélico Josep Maria Pou o
la misma galería de enanos, puro Velázquez en blanco y negro, donde descuella
el hilarante travesti y ese joven enamoradizo de rostro imberbe. Nada de hobbits
pixelados. Enanos de verdad.
La película camina segura entre la ironía y el homenaje, saca el máximo partido al poder narrativo de la imagen sola
(el showing frente al telling), logra una maravillosa
química entre la imagen muda y la banda sonora -cuajada de poesía flamenca y de
silencios que cortan la respiración-, y esculpe montajes simplemente sobresalientes, como
la escena en la que la madrastra sube por la escalera mientras Blancanieves
juega con su padre en el desván. A la postre, con la chulería del gran arte, Berger se
permite un giro final al canon de los Grimm, como si todo lo antes filmado no
fuera suficiente para pasar a la historia.
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