17 octubre 2012

El huevo


Joan Pau Inarejos
Con el huevo no soy dogmático: si cae bien, me hago un huevo frito; si no, hago huevos revueltos. El ser humano no debería llegar al fogón con ideas prefijadas, a no ser que domine a la perfección el arte de romper la cáscara y verter sobre la sartén la perfecta coalición de la clara y la yema. No hay nada tan falto de interés como un huevo frito aplastado, asimétrico o deshecho: es la señal de un fracaso, la prueba incómoda de una obra no consumada. Esos pobres huevos defectuosos son los mejores candidatos a patito feo en cualquier mesa hogareña, más aún cuando sus vecinos pueden lucir yemas turgentes y jugosas, convenientemente embellecidas con el perejil picado. Formas mamarias que esperan a ser despachurradas con el impulsivo gesto del pedazo de pan… esa destrucción lúdica y efímera, y no ningún placer gastronómico, debe de ser el secreto aliciente de estos platillos volantes que gustan de aterrizar entre valles de beicon o montañas de arroz a la cubana. Así que nunca los abandonéis a su vitrocerámica suerte. Ellos nunca lo harían.


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