22 octubre 2012
La mística del viaje
Luis Racionero
Fragmentos del artículo ‘La mística del viaje’, en el
suplemento Cultura/s, La Vanguardia, 17/10/2012
“¿Tenemos aún la desaforada manía de
viajar? ¿Será la desazón cósmica, el sabernos río, lo que nos impulsa?”
Si viajáramos a la velocidad de la luz, la masa se haría
infinita y estaríamos, como Dios, en todas partes, y ya no tendríamos que
movernos. El espacio no viaja. Todo lo demás sí: átomos que vibran, virus que
penetran, moléculas que reaccionan, líquidos que fluyen, gases que se evaporan,
planetas que giran, galaxias que huyen hacia los confines del universo. Todo
fluye y sólo lo fugitivo permanece, porque estamos hechos de la materia de los
sueños. Y, siendo así, ¿tenemos aún la desaforada manía de viajar? ¿Será la
desazón cósmica, el sabernos río, lo que nos impulsa?
“Huimos de la fijeza cristalina”
Robert Louis Stevenson, el inolvidable autor de La Isla del
Tesoro, decía que no se viaja para ir a ninguna parte, sino para ir. Somos
presa del segundo principio de la termodinámica, partículas en perpetua
agitación hacia el desorden creciente, huyendo de la fijeza cristalina del
retículo estable y simétrico.
“Los primeros asentamientos estables
fueron los cementerios”
En el paleolítico los hombres recorrían el territorio en una
gira estacional; cambiaba de sitio en función de las variaciones climáticas y
cinegéticas. Los primeros asentamientos estables fueron los cementerios, a los
cuales se volvía para venerar a los ancestros. La mística del viaje es un
lejano atavismo alojado en la pulsión subconsciente y, por lo mismo,
irresistible.
“¿Quién conoce más mundo: el turista
incesante o el portero de noche?”
La fuerza de la vida, renacida en cada primavera, nos invita
al viaje hacia el orden y la belleza, lujo, molicie y voluptuosidad. En el
imprevisto invierno de Capua, todo el prodigioso viaje de Aníbal, sus elefantes
y sus hombres, su genial campaña transalpina, pierde su sentido y se diluye en
impotente inoperancia. Lo importante es precisamente el camino, no la posada, y
aunque la mística del viaje nos promete premios desconocidos una vez que
alcanzamos la meta, el viaje es el camino. ¿Qué es el río: el agua que fluye o
el cauce sobre el cual se desliza? ¿Quién conoce más mundo: el turista
incesante o el portero de noche?
Algunos espíritus preclaros nos dan motivos sensatos: se viaja
para aprender, según Francis Bacon; para frotar y limar nuestro cerebro contra
el de otros, dice Michael de Montaigne; viajar es casi como conversar con gente
de otros siglos, insinúa el filósofo René Descartes; pero no acabamos de
creérnoslo, porque lo que necesita el viajero sólo puede estar dentro de él.
“No corras –dice Juan Ramón Jiménez– que adonde tienes que ir es a ti mismo”.
“…viajes que tienen por fin el reino
del preste Juan, la joya dentro del loto, la isla perdida o la princesa lejana”
(…) Son los viajes del yo a través de sus incontables máscaras,
viajes emocionantes que transforman la personalidad, los que tienen por fin el
reino del preste Juan, la joya dentro del loto, la isla perdida o la princesa
lejana; y todos, al terminar, se encuentran en el lugar donde empezaron. Son
esos misteriosos viajes cíclicos cuyo limpio o intrincado trayecto es el eterno
retorno hacia el centro de uno mismo, movidos por el sagrado narcisismo. Estos
viajes son propios para solitarios, aunque si el aislamiento es excesivo,
pueden acabar en alucinaciones, como las tentaciones de san Antonio, por lo
cual es recomendable un mínimo de compañía y un guía, Orfeo y Eurídice, Dante y
Virgilio, o Mefistófeles y Fausto.
Luis Racionero
Foto: GETTY IMAGES Imagen futurista creada por Mark Stevenson
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